El rock, grito de rebeldía contra una sociedad hipócrita y represiva, rompió con la tradición y nació marcado por el imperativo de lo nuevo –de hecho, renovó la música, los valores, las ideas y la cultura en general–; el rock, señala el autor de este artículo, no solo es un ritmo, sino una forma de vida, que desde la década de 1950 en adelante ha sido una marca –quizá la más importante– de identidad generacional. Hoy, en nuestra época de sampleos, tributos, remixes y clásicos, el espíritu del rock, espíritu de innovación, de inconformismo, de desafío y ruptura, ¿sigue vivo? ¿O estamos en una crisis que nadie quiere reconocer, que todos tenemos miedo de admitir?
TU ROCK ESTÁ MUERTO
Palabras más, palabras menos, basándose en mi poca actividad creativa, musical, pasados años de auge «ja’e chupe», un amigo me dijo: «Tu rock está muerto». Pero no es eso lo que hoy he venido a comentar. Solo lo he mencionado para poder disfrutar en estos momentos de la visión en mi WhatsApp de los mensajes de ese amigo, consistentes en gestos obscenos combinados con las palabras «chorro» y «plagiario». Lo que me lleva a escribir es que hoy me desperté cuestionándome esa frase. La idea es considerar aquí el rock como tal. No solo como un ritmo, sino como una forma de vida.
Analizando lo histórico del rock, hemos tenido generaciones y generaciones identificadas por su musicalidad y definidas por su estilo. Por ejemplo, en los años cincuenta, aunque al comienzo de la década todavía no se tratara de rock, ya, premonitoriamente, estaban el jazz y el blues gestando ese ritmo que no tardaría en transformar el mundo moderno; luego, los sesenta, la década «prodigiosa» del gran despegue del rock, y del pop también; los setenta, década plural y compleja, la década que ve surgir en simultáneo corrientes tan diferentes entre sí como la música disco, el heavy metal, el punk, el rock sinfónico y los primeros pataleos de la electrónica; los ochenta, la década de oro; y los noventa, el principio de la pérdida, el momento de lo último inteligible.
A partir de ahí, creo que yo no estoy seguro de qué es más interesante, si el culo, las tetas, los labios o la música que vas a escuchar. En fin, sea que lo llame «industria», «industria musical» o «industria de mercadeo», por supuesto que, al llegar aquí, los que me conocen dirán: «Horacio, esto siempre fue así, qué novedad me estás contando. Desde el flequillo de los Beatles hasta los pollitos muertos de Kiss, pasando por el murciélago de Ozzy, todo siempre estuvo planeado». Y debo, obviamente, darles la derecha, porque eso es absolutamente cierto. Pero yo no puedo resolver los problemas de la industria, ni sus injusticias. Lo que yo quisiera hacer hoy es hablar de pérdida de la identidad.
Esto me transporta a los disc jockeys. Dado el fenómeno de su proliferación creciente, dado que escucho todo el tiempo remixes de clásicos de todas las épocas, de cualquier época, llego a la conclusión obvia: estamos sampleando el pasado. Esto es algo que se disimula haciéndole unos cuantos ajustes indoloros a la definición misma de música. Existe actualmente una confusión de términos entre «tocar» música y «pasar» música. Como dijo en un famoso programa televisivo mi gran amigo Papo, que seguramente ahora me está levantando el pulgar desde el Infierno: «Vos no tocás música, vos pasás música de otros». (Evidentemente, hay honrosas excepciones, que no nombraré por ética.)
Ojo: no soy ajeno a esta época y no vengo a dar sermones; no me hablen de amarguras y diferencias de generaciones; esta también sigue siendo mi época, yo también juego play station y de hecho actualmente estoy componiendo ayudado por softwares y samplers. En ningún momento estoy hablando mal de la tecnología. Sigo hablando de falta de identidad. Sigo sin entender por qué recurrimos al pasado repetitivamente para maquillar nuestra actual crisis de creatividad. Existe una gran diferencia entre que la tecnología te ayude a trabajar tu modernidad, y que haga prácticamente todo tu trabajo.
Disc jockeys, Papo, techno… Ninguno de ellos, ninguna expresión tiene por qué ser, en principio, descalificada. Señoras y señores, todo es música. No hablo de yoga ni de pilates, señora, sigo hablando de rock. Creo hasta la muerte en la música de dos acordes bien hecha. En lo que no creo es en sus consecuencias facilistas. Y en esto internet también es clave: todo es muy rápido, todo es fácil, todo es instantáneo, todo está al alcance de un click, todo es desechable: consumimos fast music.
Una caída, una mueca, un bebé emoticón, una cabeza cortada, censurada, una fiesta entre amigos y la cantidad de visitantes resultan más interesantes que un «hola» directo, que algún olor. Todo está producido para ser aceptado de manera serial, todo está producido para ser impactante, colorido, sensual y gracioso. Estás a la misma distancia de masturbarte que de salvar a un grupo de ballenas en Japón.
Amable lector, usted se estará preguntando, una vez más, qué tiene que ver todo esto con el rock. La respuesta es: Todo. ¿Mi rock está muerto, el rock está muerto o somos nosotros los que estamos muriendo?
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