Si hasta los ochenta, e incluso los noventa, el actor principal en la película del arte aún era el artista, hoy el curador ha cobrado una notoriedad que lo hace atractivo, necesario, odioso.
La pregunta podría estar mal formulada o carecer de respuesta (de hecho, nunca tendría una concluyente), o aun valdría verla como irrelevante. Pero también podría generar otras preguntas y eso quizás no resulte tan aburrido.
CUENTOS CHINOS
Empecemos entonces por los dos primeros tercios adjetivos de la misma (atractivos, necesarios) e imaginemos una maquila que produce jeans para una importante marca internacional, no importa si eso sucede en un barco-factoría fluctuante en el mar de China o en un tinglado encallado en Pedro Juan Caballero.
En ambas «naves globales» (barco y tinglado), y salvando discrepancias regionales relativamente tolerables a los fines de una estimación preliminar, se fabrican prendas de entre 7 y 15 US$ (costo), por las que el consumidor final de Nueva York (o de Berlín) podría pagar entre US$ 200 y 600. Y hablamos de los de gama alta, porque los hay de gama altísima que, «personalizados» con piedras preciosas, pueden dispararse a US$ 250.000 y más.
Esto podrá parecer esnobismo (o tilinguería) del consumidor o codicia del maquilero o del propio sistema en general (y algo de eso también habría), pero la situación no es culpa de nadie. El propio sentido común nos sugiere que, existiendo costos básicos relativamente bajos y globalmente homogenizados (dicen que incluso los bienes manufacturados tienden cada vez más a comportarse como commodities), un producto deberá incorporar componentes aparentemente «externos» a fin de diferenciarse (como la incorporación de piedras preciosas a la prenda). Así, una marca A (de altísimo target) tendrá casi «obligatoriamente» que incorporar como modelos para su publicidad a las no menos preciosas y cotizadísimas Charlize Theron o a la Bundchen, en tanto que otra marca B (de target más sencillito) podrá perfectamente contratar para su campaña a alguna de las yiyis que el video de Calé dejó sin empleo.
La cuestión remite entonces a una sobreoferta estructural. La economía de escala abarató los costos al aumentar el volumen de producción, al punto que –reiterando– para que un producto encuentre un nicho rentable en un mercado saturado, no corren los US$ 7 a 15 del costo de producción (del mar de China o de Pedro Juan) sino los US$ 200 (base/aprox.) del precio de venta de los jeans de marca en Nueva York (o en Oslo); diferencial este dado por la imprescindible inversión en publicidad arriba comentada, el prestigio de la marca en cuestión, el status del diseñador, etc.
Un caso extremo sería el de las gaseosas: el costo del líquido (del producto en sí, digamos) es casi despreciable en comparación con el del transporte, el envase, la publicidad, etc.; con el costo de posicionamiento/visibilización que finalmente determinará si la gaseosa permanece (o no) exitosamente en el mercado.
ICONOS VIRALES
La sobreproducción (también estructural) de imágenes parece aumentar exponencialmente, dada la proliferación y accesibilidad de los dispositivos de producción, reproducción y difusión de imágenes (cámaras digitales, tabletas, grabadores de video, redes informáticas, teléfonos celulares, etc.)
Omitida (por ahora) la producción de las industrias culturales, lo cierto es que la oferta de bienes simbólicos, aun en los circuitos «eruditos» (y sobre todo en estos, a los fines de estos apuntes), ha alcanzado un volumen casi inconsumible. Y no hay que sufrir de «anorexia icónica» para afirmarlo, bastará asistir a cualquier bienal para constatarlo.
Ante esa sobreproducción, los sobrecostos anexos de visibilización (sean galerísticos, críticos o curatoriales, preferentemente los últimos) representarían un factor de progresivo peso a los efectos del ingreso y permanencia de las obras en el mercado simbólico; casi al punto –en una situación extrema– de coincidir con lo señalado por Gianni Vattimo: «El ser ya no existe. Se difunde».
LA LEY DEL EMBUDO
Retornemos a las gaseosas: el contenido, decíamos, se ha vuelto progresivamente irrelevante en términos relativos a otros componentes del costo del producto. Y no es que la Coca haya dejado de ser Coca (por más que también la haya Zero), sino que su valor (el de cambio, obvio, que el de uso resulta casi equiparable al «0» de su versión Zero, dada la posibilidad de que nos produzca un cáncer); su valor de cambio, decíamos, mismo que en gran medida es identificable a su propio estatuto de existencia, es cada vez menos «intrínseco» (líquido) y cada vez depende más de lo «extrínseco» (visibilización discursiva/publicitaria).
Y retornemos también a la maquila: inversamente, la porción de torta que está en juego para Juan o Xing no pasa por el precio de venta de Nueva York (o de Milán) de US$ 200 a 600, sino por el costo de US$ 7 a 15 de Pedro Juan o del mar de China. ¿La «ley del embudo»? (¿para Calvin Klein lo ancho y para Juan y Xing lo agudo? Aunque tampoco esto sucedería por culpa de alguien).
Curioso giro (neo) platónico mercadotécnico: ¿La esencia del producto se ha (casi) desprendido –por decirlo así– del producto mismo (dado que se ha esfumado el bien duro del arcaico taylor-fordismo de bienes tangibles, en el sentido de la Old Economy, metafóricamente asociables ambos al pensamiento crítico duro)? ¿La tónica actual es la del bien blando, propio de la lógica más laxa y volátil de la New Economy, por lo demás no poco vinculable –también figuradamente, claro? a ciertos sesgos de la praxis curatorial)?
MEDIACIONES UBICUAS
Interrogar este (posible) estado de cosas de manera alguna implica incurrir en la ingenuidad. Primeramente, porque resultaría tonto «oponerse» a la práctica curatorial en cuanto tal, sobre todo a la independiente (caso exista), que inicialmente se planteó como alternativa a la inercia institucional-museística y abrió nuevos abordajes a la obra artística.
Por otra parte, siempre ha existido algún tipo de mediación entre los productores (artistas) y los consumidores (público), y en ese sentido esta solo sería una de las tantas formas históricas que ha adoptado la misma.
De hecho, las hubo antes (curadurías en tanto mediaciones) más tiránicas (y peligrosas): bastaría recordar las poco cordiales relaciones entre Goya y la Inquisición («curadores» los últimos a su manera un tanto imperativa). Y siglos antes Veronese «apeligró» el cuero cuando el incidente con esa misma corporación eclesiástica a causa de su (forzosamente renombrada) Cena en la casa de Leví.
Y si nos apuran, pudo haberlas incluso muchísimo más remotas: de hacia el 2800 a.C. data una suerte de testimonio «protocuratorial» materializado en una piedra hallada cerca de Sakkara que ilustra un sistema de proporciones (¿una preceptiva o canon, tal vez?) del que en gran medida derivó el diseño de los edificios de aquel complejo funerario y de otras representaciones bidimensionales del hoy llamado «arte» egipcio (si bien por entonces el «autor» del complejo –Imhotep– no habría soñado que en el futuro algún desquiciado pudiera llamar «arte» a esos objetos sagrados).
Y además se sabe que en general el valor a una obra le viene «de afuera»: «Arte es eso que está en los museos», o algo así, dijo Duchamp hace ya casi un siglo.
Y antes, aunque más «en complicado», algo parecido dicen que dijo Kant: «Vemos colores, tocamos durezas […] pero ni vemos ni tocamos necesidad, unidad ni pluralidad, causalidad o sustancialidad […] al elaborar los datos empíricos […] hacemos ciertas presuposiciones de carácter conceptual y axiomático que entran en nuestra experiencia, pero que no proceden de ella [¿cabría por tanto inferir: tampoco del objeto que la ha producido? (conocer es conectar)] […] [y] para ello nos servimos de determinados conceptos conexivos […] de categorías [sin las cuales] no tendríamos conciencia de ningún objeto y [esta] sería un “caos de sensaciones”, “menos que un sueño” (…) Sin el pensamiento y sus formas específicas no existiría ningún objeto», bla, bla, etc.
DE RAMBO XVIII A LAS MARCAS BLANCAS
Ligeramente «tuneado» (o no tan ligeramente, que sería injusto echarle la culpa al difunto): ¿el razonamiento de arriba habilitaría a supeditar la existencia del objeto (en tanto obra artística) a la existencia de una forma específica de pensamiento (en cuanto «categoría curatorial») que no procede de dicho objeto?
Sonaría razonable... Salvo por el detalle (tal vez algo más contemporáneo) de que obra y reflexión (sea esta histórica, crítica, estética, curatorial, psicológica, etc.) serían entidades discursivas de especificidad (relativamente) propia y estatuto de existencia (relativamente) autónomo.
Entonces, ¿cuán esclarecedora resultaría la remake de aquella (otra) película alemana del XVIII que revisitaría muy literalmente su versión original?
Antes la crítica pedía que el artista fuera «mudo». Un requerimiento poco gentil, aunque quizás en parte explicable por aquello de la división del trabajo, que reclama cierta especialización: no todos los artistas pueden –ni tienen por qué– ser conscientes de sus procesos. Pero ahora parece que se solicita que incluso la propia obra sea «muda». ¿Quizá como esas «marcas blancas» (white brands o «marcas genéricas») que los supermercadistas (¿curadores?) encargan a los productores primarios de leche o de pasta (¿a los artistas?) para presentar esas mercancías (¿obras?) como productos de sus supermercados (¿muestras?)?
Y el procedimiento resulta perfectamente legítimo en un supermercado, pero en el campo artístico –pensamos– equivaldría al trámite un tanto ilógico de «poner la carreta delante de los bueyes», valga la comparación (¿es ya ocioso aquí, entonces, ir al último tercio adjetivo de la pregunta inicial, dado que la respuesta derivaría casi por default de lo precedente?).
¿TODO EL PODER A LOS SOVIETS?
¿Cabría imaginar otras modalidades de mediación obra-público que supongan condiciones más simétricas de redistribución de la plusvalía simbólica para los productores primarios (artistas)?
Esta cuestión no es nueva: ya en los 60 Joseph Kosuth sostenía que era irresponsable que el artista dependa de la crítica para explicar su trabajo; desde allí –y al menos desde los 90 de manera más sistemática– diversas formas de autogestión han buscado pluralizar la relación producción/reflexión mediante diversas acciones: redes de intercambio, residencias, muestras gestionadas por los propios artistas, etc.
¿«Todo el poder a los Soviets» (artistas)…? Quizás no todo, pero algo más que un vueltito tendría que sobrarles. Si bien –al margen de la horizontalidad promovida por las citadas acciones de autogestión– cabría, sin embargo, señalar que esta cuestión no pasaría solo por quién cumple qué rol (artista, curador, crítico), sino también por las relaciones de poder que se establecerían entre los mismos.
No existen límites absolutos, pero estos roles tampoco carecen de especificidad, sea discursiva o de praxis. De competencias, en suma, según se mencionó. No tenerlo en cuenta –creemos– conllevaría el riesgo de reproducir desde otro ordenamiento las mismas asimetrías que inicialmente se buscó revertir.
Para ir cerrando estos apuntes: ¿el problema (también) podría provenir de una traslación problemática de la lógica de la producción simbólica a la lógica de las industrias culturales? En estas, hay una tendencia progresiva –señaló Sigfried Zielinski– a reunir desde un control verticalista una diversidad de subproductos (editoriales, audiovisuales, radiofónicos, fonográficos, etc.) en función de un criterio de producción, validación y distribución homogenizado. En refuerzo de su opinión, el mencionado pensador alemán especializado en los medios citó estas declaraciones de un presidente de la Coca-Cola Bottle Co., hechas hace ya muchos años, luego de que esta corporación tomara el control de Columbia Pictures: «La idea es jugar el mismo rol en los televisores del país que en las heladeras. Ahora tenemos gaseosas […] y jugo en las heladeras y queremos que lo mismo ocurra en la televisión, lo que significa que todo que se vea allí venga de Columbia, sea por aire, por cable, por satélite o por video».
¿Estaríamos finalmente ante un problema político-cultural que requeriría, por consiguiente, acciones también políticas…? Más concretamente: ¿se trataría de la democratización que pudieran (o no) promover como colectividad políticamente organizada los productores simbólicos primarios (artistas) en la estructura de visibilización/distribución (supermercadistas/curadores) y aun en los propios medios de producción simbólica (lo último tratándose de los mass media, productores y distribuidores al mismo tiempo)?
Da igual si forzados por prosaicas necesidades económicas o fulminados por el resplandor incontrovertible de la autoconciencia hegeliana, lo cierto es que a los productores de pollo congelado hace rato que les «cayó la ficha» y se organizaron. Quizá con menos Aufklärung que la esfera avícola, la cancha de los artistas no parece mostrar a la fecha indicios muy notorios de una epifanía similar.
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