domingo, 24 de julio de 2016

LAS MURALLAS DE SAMARIS


Un pacto mundial de silencio, un secreto universo simultáneo, los negros espejos inversos de un mundo paralelo.





















La aparición de Las murallas de Samaris (1983) revolucionó el mundo del cómic. Con La fiebre de Urbicanda (1985) quedó claro que era un ciclo. Y las entregas ulteriores fueron dejando entrever la oculta naturaleza de las ciudades oscuras.
ESPEJOS INVERSOS
Sus creadores –el guionista Benoît Peeters (París, 1956) y el dibujante François Schuiten (Bruselas, 1956)– no son tales: son (así se presentan) exploradores que documentan sus viajes en un intento de explicar las interferencias entre el mundo oscuro y el nuestro, y que, contra lo que se podría pensar ingenua o apresuradamente, lejos de ser pioneros en ello, están precedidos por otros que ya han accedido antes a los pasajes ocultos (Novalis, Piranesi, Doré, Swedenborg, Benjamin, Borges, por citar algunos).
El ciclo de novelas gráficas tampoco es tal. Concedamos que sea un ciclo, pero ¿de novelas gráficas? Además de cómics, incluye periódicos (El Eco de las Ciudades), cuentos y relatos ilustrados, mapas, guías (Guía de las Ciudades), catálogos (Enciclopedia de los medios de transporte presentes y por venir), misceláneas (Las puertas de lo posible, Viajes en utopía) y conferencias, muestras e intervenciones en espacios públicos (y, desde la década de 1990, en internet) de Peeters y Schuiten.
Ni siquiera cabe afirmar sin titubeos que sea ficción, pues los elementos de corpus tan heterogéneo pueden pertenecer indistintamente al mundo «ficticio» de las ciudades oscuras o a nuestro mundo «real», según el caso.


Las calles del mundo oscuro son un mosaico steampunk de estilos arquitectónicos cuya dimensión visionaria y utópica evoca el ideal positivista que impregna el imaginario urbanístico moderno. En ese clima racionalista, lo fantástico arrastra a sus habitantes, o a los extraviados que se deslizan en ellas por accidente, a una errancia a la vez interna y externa, a una pérdida de dirección física y de certezas íntimas, a una de las mil formas de la locura. No es un ciclo de novelas gráficas, sino un complejo universo paralelo con mapas siempre solo parciales y que, en tanto parciales, dejan sistemáticamente sus puertas abiertas. La teoría más aceptada tanto en el propio mundo de las ciudades oscuras como entre sus conocedores en el nuestro postula que son un subproducto o un espejo inverso de la Tierra, que no vemos porque lo tapa el sol, pues está en un polo simétricamente opuesto a nuestro planeta.
En las colosales ciudades del mundo oscuro, los personajes parecen pequeños: la peripecia es peripecia de la urbe, de ese paisaje cuyos fundamentos poéticos fueron los sueños rotos de la modernidad, un futuro hoy en ruinas, o en todo caso reciclado, vaciado ya de sentido histórico, mera y huera escena vintage. En ellas también siguen presentes, para envolver en sus espejismos al extraviado, esos monstruos que produce el sueño de la razón.
CELEBRACIÓN DE LA TRAMPA
En los ochenta, cuando la primera entrega de Las Ciudades Oscuras se ganaba el respeto de los entendidos en el incipiente pero entusiasta circuito del cómic en Zaragoza, mis propinas de teenager no alcanzaron para el lujo satinado de sus páginas, y solo hace unos días un diablejo amistoso me regaló este álbum iniciático, que, cruzando océanos y décadas, ha llegado a una tienda especializada en cómics de Asunción en la muy esperada reedición de Norma Comics con un bello bonus track –32 páginas inéditas de Los misterios de Páhry–. Por fin, así, en estos días y noches, supe lo que había pasado: que el Consejo que gobierna Xhystos envió a Samaris, para investigar ciertos hechos extraños, a Franz Bauer; que habían desaparecido los enviados anteriores; que Bauer, tras una travesía digna de Ulises, llegó, se hospedó en un hotel, inició sus pesquisas... y no encontró nada extraño en Samaris: las dos últimas palabras de esta frase deberían «leerse» como susurradas con gesto inquietante y siniestro énfasis, y nada añadiré, o sonará mi alarma contra spoilers. Sí diré, en cambio, que en Samaris, con diversos rasgos clásicos, orientales y renacentistas, se mezclan motivos de la arquitectura barroca, ecos nada casuales de ese amor por los espejismos y el «trompe l’oeil» tan propio de la estética y del espíritu de la Contrarreforma, mientras Xhystos es casi puro art nouveau de gloriosas cúpulas de hierro y cristal, de manera tampoco gratuita, cual burbuja suspensa o instante congelado de aquella Belle Époque que celebrara el goce de vivir y el esplendor sensible en sus graciosas curvas, de modo que, añorada desde Samaris, Xhystos semeja a veces el antiguo jardín de la inocencia, antes de la caída en el presente o en la actualidad. Claro que esa impresión, como todas las demás, no es definitiva: complejidad supone ambivalencia, y nada más complejo que las ciudades oscuras, ni más ambivalente que una celebración de la ciudad, síntesis de tantos sueños e ideales, que la revela, a la vez, como una trampa y una pesadilla.


LA NOSTALGIA DEL FUTURO

El escenario de la mayoría de las ciudades oscuras remite al paso del siglo XIX al XX con su séquito de grandes estructuras de ingeniería y potentes máquinas y ambiciosos proyectos de ordenamiento urbano, de radicales teorías científicas y secretas teorías y sociedades esotéricas, de desconocidos temores e inéditas utopías. En Xhystos y Samaris, un nivel general de desarrollo tecnológico propio –al igual que el vestuario, el mobiliario, los espacios de reunión y los rituales a ellos asociados, etcétera– de la revolución industrial coexiste con el futurismo, conforme a las fantasías sobre futuros posibles y a la nostalgia de ese momento de auge del credo y la fe positivistas que marcan lo mejor del steampunk, corriente seducida por el optimismo irrecuperable de esa modernidad científica y tecnológica que parece hoy, retrospectivamente, la raíz de lo que pudimos ser, pero no fuimos. Sin embargo, en las ciudades oscuras no están solo el pasado conocido y sus proyecciones a futuros pensables, sino también las arquitecturas visionarias del temprano imaginario utópico de la modernidad; son, así, de algún modo, la ciudad ideal de Campanella, de Bacon, de Tomás Moro. Esa ciudad ideal que está tan cerca de la ciudad infernal, y la sombra de cuyos edificios y monumentos acoge tantos horrores, espejo negro que avisa del peligro encerrado en todas las humanas promesas de lo posible. Son oscuras por ser envés del mundo, negativo de la historia, reverso de lo real, que, sin embargo, antes que engañar, revela su naturaleza oculta. Cruda belleza de un tiempo insensato cuyo vigor se apaga en nuestro contemporáneo desencanto, y cuyos lugares, personas y hechos –que parecen existir, dobles oscuros, como simples efectos de reflejo del nuestro– tejen una trama rica y espesa que entabla tan sólidas relaciones con la presunta realidad de quien lee que su verosimilitud es de una coherencia monolítica. Brüsel y Bruselas, Pârhy y París, ciudades que se replican y se desdicen, edificios parecidos pero en lugares diferentes, seres gemelos pero transmutados: todo sugiere una conspiración mundial para ocultar un universo simultáneo, complot denunciado, en nuestro mundo, con el pretexto protector de la ficción. Ficción que desde 1982 lo absorbe todo en su paralelo curso under, subterráneo, incluso este artículo, que a partir de hoy la engrosa. Hasta el leitmotiv escondido del «trompe l’oeil» del primer álbum de la saga oficial, Las murallas de Samaris, que ha llegado a mí, por designio del Padre Azar, aquí, en Asunción, me hace reparar en nuestra ciudad oscura que suele disfrazar a veces la devastación que la ha arrasado con el truco barroco de dejar en pie –para cubrir con ellas, ya la oquedad, ya el lugar funcional y sin historia, ajeno– sus fachadas vacías, este irreal y fantasmagórico escenario de simulacros cómplices, decorado de cartón piedra de una película a la vez ruidosa y muda, pero que nadie filma –o que filma Nadie–.








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