domingo, 24 de julio de 2016

LA BANALIDAD DE LO CONTINUO



El cuerpo: lugar de caída posible en lo continuo para Bataille; ni objeto ni sujeto (ni cosa ni conciencia frente a un mundo de cosas) para la fenomenología de Merleau-Ponty; objeto de control para la biopolítica, constante en los trabajos que retoman el legado foucaultiano… El cuerpo como polémico tema del pensar filosófico actual es lo que trae a debate en este artículo el filósofo y sociólogo José Duarte Penayo en exclusiva desde París para los lectores del Suplemento Cultural. 






La banalidad de lo continuo

LA SEPARACIÓN COMO PUNTO DE PARTIDA
En el comienzo: la evidencia de nuestra situación discontinua. Nacemos y morimos solos. En el medio, una vida donde el malentendido y el desencuentro ordenan como pueden la existencia. Si en el plano del pensamiento el argumento solipsista puede ser superado (el yo puede dejar de ser la sede única de la certeza, podemos encontrarnos en verdades que nos trascienden, abrazarnos en la fraternidad de lo universal), en el plano de la existencia habría, por el contrario, un «solipsismo vivido» insuperable, un sentir diferente, una apreciación otra de lo mismo, en última instancia intransferible, de lo que acontece. Cualquier imagen alternativa a estas puntualizaciones no podría ser sino nostalgia de algún paraíso perdido, deseo de alguna unidad primitiva, amor por lo indistinto. En este sentido, dice Georges Bataille, en su libro El erotismo, «cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás algún interés, pero sólo él está interesado directamente en todo eso. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro ser hay un abismo, hay una discontinuidad».
Estamos separados no solo de los demás, sino desprendidos de cualquier terreno de pertenencia, de algún suelo común capaz de contenernos. Entre lo que sostiene mi existencia y lo que sostiene otra distinta a la mía hay un abismo, un desnivel vertiginoso. Y, sin embargo, persiste un deseo de trascender la discontinuidad, una aspiración de lo continuo. Para Bataille y muchos otros pensadores con grandes «parecidos de familia», será la situación límite de la transgresión la única vía de acceso a ese resto de «absoluto» que persigue el deseo. La continuidad que liga, el hilo conductor que sostiene, en suma la noción de un lazo fundamental, requeriría el paso de un estado «normal» a uno de «excepción». La comunicación del cuerpo consigo mismo, con otros cuerpos y, fundamentalmente, con esa Tierra que no se mueve (Husserl dixit) solo sería posible en el instante de una interrupción, en la intensidad que nos devuelve lo siempre ya perdido. Para el autor de El erotismo, en la sexualidad se juega una experiencia de este tipo, pero también en el arte o en el sacrificio. En el primer caso aludido, el individuo rompe su blindaje egológico, sus flujos abandonan los límites imaginarios del cuerpo, conectan con la porosidad de otros cuerpos en una comunión salvaje. La continuidad perdida irrumpe como instante de goce que anticipa la muerte.
LA COTIDIANEIDAD ALUCINADA
Otra es la perspectiva de Merleau-Ponty, pensador bisagra entre los restos del existencialismo francés y el advenimiento de la pasión por las estructuras. Se recuerda generalmente en su haber una «filosofía del cuerpo» que buscó relativizar los derechos de la conciencia reflexiva, esa instancia de «sobrevuelo», como le gustaba señalar críticamente. Si bien esta apreciación puede ser correcta respecto de sus primeros trabajos (especialmente en lo que refiere a su obra más conocida, Fenomenología de la percepción), su noción de cuerpo va adquiriendo posteriormente un alcance ontológico. El cuerpo ya no es pensado como el verdadero sujeto de una existencia proyectada en el mundo, sino más bien como un lugar de anonimato, de generalidad íntima, articulada. Luego de su giro ontológico, Merleau-Ponty va más allá del dualismo inicial entre cuerpo objetivo/cuerpo vivido. Ya no se trata solo de criticar la imagen mecanicista del cuerpo, grata al behaviorismo, de contraponer a la misma una descripción existencial, haciendo énfasis en las relaciones prácticas que mantiene el cuerpo con un mundo cultural y humano. En las notas de trabajo de su obra inacabada, Lo visible y lo invisible, el autor reconoce como ingenuo el gesto de atribuir al cuerpo todo lo que la ontología cartesiana atribuía al cogito. Es necesario entonces romper con el subjetivismo inicial. El cuerpo deja, por lo tanto, de ser una noción que alude a un organismo puramente individual y pasa a designar una sensibilidad difusa. Se dice ya no solamente del organismo, sino del ser. Su posibilidad presupone un elemento que opera como puente imperceptible entre los entes, como lazo atmosférico, como posibilidad de juntura.
En relación a esto último, Merleau-Ponty habla en varios lugares de una «universalidad del sentir» para pensar la preeminencia no de lo discontinuo, como Bataille, sino de un terreno de inscripción, de pertenencia, inmensamente abierto y participable. Horizonte, Carne, Tierra, Mundo-percibido, Ser son algunos de los nombres de ese elemento que debe ser presupuesto para que algo se revele en su ocultamiento, para que algo se oculte en su aparecer. En este contexto, el cuerpo individual es pensado no como aquello que separa, particulariza y decreta un aislamiento entre quienes habitan el mundo, sino, por el contrario, como un «sistema de equivalencias no-convencional», capaz de operar una permanente traducción entre los elementos sensibles del mundo respecto del propio. Por definición, los sentidos tienen una estructura sinestésica, comunican entre sí sin pasar por ninguna mediación reflexiva: la percepción visual de una fruta contiene en ella el sabor ácido de su pulpa.
Para experimentar la continuidad, no es preciso entonces ninguna experiencia límite, ninguna excepcionalidad que una, fugazmente, lo separado. No hay una diferencia de principio entre la normalidad y la excepción. Entre la «experiencia normal» y la «experiencia límite» no hay un corte, hay un continuum de intensidades variables que se envuelven, que se afectan a distancia. No hay dos conceptos de experiencia, uno reservado a lo instituido y otro a lo instituyente, sino una dehiscencia del uno en el otro. Si esto puede ser llamado «monismo de la experiencia», es necesario aclarar que la experiencia no remite, para el pensador francés, a lo indiferenciado sino a la articulación de un campo provisto de múltiples entradas.
Así, es el mundo de la vida, el mundo ambiente de la cotidianeidad práctica y sus preocupaciones corrientes, el que tiene una estructura «alucinada» por la cual lo otro nunca es del todo «ajeno» a lo mismo (entre ipseidad y alteridad no hay relación de trascendencia, sino de implicación, de invasión, de asedio, de promiscuidad). La continuidad, más que emblema de un goce imposible, es del orden de una banalidad que interroga nuestro ser más (im)propio. La intimidad es tierra de nadie. He ahí el «inmoralismo» de Merleau-Ponty, criticado tempranamente por Levinas, en su ensayo Hors sujet, por no dar lugar a una filosofía del Otro como absolutamente otro.
DIGRESIÓN FINAL SOBRE EL CUERPO
El cuerpo fraccionado de la biopolítica, construido por discursos, prácticas, tecnologías varias. Blanco de todo tipo de control respecto de su visibilidad, de sus condiciones de circulación y existencia. Esa forma de describir al cuerpo, omnipresente en los trabajos que retoman el legado foucaultiano, ¿no da cuenta de una complicidad oculta con las coordenadas fundamentales de la ontología cartesiana? En oposición a la conciencia como sede de la libertad y del sentido, la tematización del cuerpo como material inexpresivo del poder, ¿no termina ratificando una caracterización del cuerpo como res extensa, disponible, divisible, carente de toda potencialidad propia? Los planteos que hacen del cuerpo un mero efecto del poder, un «constructo» arbitrario, ajeno a sus propias posibilidades, ¿asumen estar tomando como punto de partida una imagen una idealizada del cuerpo, comprometida enteramente con las posiciones substancialistas que buscan criticar? ¿Es el biopoder el relevo metafísico de la vieja noción de alma?
No se trata de negar la pertinencia de una perspectiva que otorga centralidad a los mecanismos discursivos de subjetivación; tampoco se trata de pasar por alto la relación existente entre cuerpo y poder. Se busca, en realidad, cuestionar el carácter primario de los mismos. De la misma manera en que la ciencia experimental no agota el sentido de la experiencia, sino que ofrece una imagen derivada de la misma, acotada a determinados objetivos, exigiendo además un contexto particular, superespecífico, para el desarrollo de sus procedimientos (el laboratorio no explica el mundo-de-la-vida, sino que lo presupone como su condición de posibilidad), del mismo modo toda «configuración» del cuerpo por parte de los mecanismos del poder, todo emplazamiento discursivo del mismo, presupone como condición de su operaciones un terreno de inscripción sensible, un suelo diferenciado de pertenencia. Para Merleau-Ponty, hacia el final de su vida, hay una preeminencia tal de lo ontológico, que no hay política, en todos sus acepciones posibles, sin un Mundo correctamente caracterizado.
En el mismo sentido, la función simbólica del lenguaje, no comienza con determinados enunciados formales, no se inicia con un léxico ni una sintaxis explícitos. Por el contrario, se busca hacer lugar a un estatuto más fundamental de la palabra (parole parlante). Que es pensada siempre como un relevo, una continuación (reprise), puesto que se precede a sí misma en la profundidad de lo sensible, en el silencio articulado que liga a los entes del mundo. El pasaje de la relación silenciosa con el mundo hacia la dimensión que habilita la palabra no es jamás el resultado de una simple proyección psicológica, no es pensable como la simple exteriorización de nuestra interioridad. Si tal fuera el caso, el mundo no sería un catálogo de etiquetas conferidas por el capricho injustificado de un sujeto absoluto. Es a la posibilidad de un tal nominalismo, reductor del sentido al instante de una concesión, olvidando su dimensión temporal de comienzo y reanudación de lo sedimentado, que se opone el pensamiento inacabado de Merleau-Ponty.




POETA DEL FRACASO


¿Todavía no conoces a Adrian Tomine? Te estás perdiendo la vida. Su última obra, Intrusos (2016), es una revelación de la cual el filólogo y teórico del cómic Rubén Varillas nos trae la primicia desde España en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural. 

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Se escucha y se lee mucho últimamente que Intrusos (Killing and Dying, en inglés) es el trabajo más maduro de Adrian Tomine. Analicemos qué hay de cierto en ello, y que hay de nuevo en esta, su última colección de relatos breves.
Tomine pasa por ser uno de los grandes autores contemporáneos de la narración comicográfica. Las revistas y publicaciones más prestigiosas del mundo se pelean por sus dibujos e ilustraciones y prácticamente todos sus cómics se reciben con elogios unánimes de crítica y público. Lo curioso es que la cosa es así desde que el canadiense tenía 16 años y comenzó a autoeditarse su fanzine Optic Nerve en los 90 y a vender sus entregas por correspondencia antes de que Drawn & Quarterly (nada menos) se fijaran en él. Un talento precoz, un narrador superdotado.
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Pero, ¿qué queda en Intrusos de aquel joven creador cuyas historias cortas todo el mundo comparaba con las de Raymond Carver? Sobre todo, precisamente, su gusto por la brevedad, por la condensación de la historia. Uno de los rasgos que más nos gustaban del Tomine de los Optic Nerve, perfeccionado en Sonámbulo y otras historias o Rubia de verano (dos de las recopilaciones de sus historias cortas publicadas en España), era esa capacidad de capturar el instante representativo: ese ojo clínico y quirúrgico que condensaba la vida o la psicología de un personaje en solo unos minutos, días o meses de su existencia. Sus historias parecían en el fondo fragmentos de narración, relatos in media res, que carecían de un principio o un final. Todavía hay mucho de ello en Intrusos, aunque la temporalidad de las historias de Tomine se haya vuelto, en general, más compleja y menos lineal: el relato que da nombre a la edición española, por ejemplo, apenas abarca unos días en la vida de su protagonista, un hombre de quien ni siquiera sabemos el nombre y que parece vivir una de esas etapas vitales de crisis y comportamientos erráticos que invitan más al olvido que a la creación de una historia a su alrededor. De otra situación de crisis personal arranca «Vamos, Búhos», de cronología igualmente breve (unas semanas, de nuevo), construida por pequeños saltos temporales irregulares. Es la historia del encuentro de dos personajes de edades diferentes que no tienen en común más que el estar perdidos y el carecer de una perspectiva futura de redención. Historias breves e instantes escogidos para la reconstrucción de vidas complejas: el Tomine de siempre, si cabe aún más hábil, imaginativo y complejo en la construcción de sus tramas (lo demuestra, por ejemplo, su fabuloso uso de la elipsis en «Triunfo y tragedia»).






De sus orígenes, el autor conserva también su enorme capacidad como dibujante realista, que no ha hecho sino mejorar con el tiempo (como ya dejó claro su excelente primera novela gráfica Shortcomings). Ha desaparecido cierta uniformidad que imprimía a las fisonomías femeninas y a sus personajes más jóvenes, en general. Tomine se ha consolidado como un dibujante sobresaliente: un autor con una línea clara y limpia que consigue capturar la realidad con un nivel de detalle y una apariencia de facilidad que no debe engañarnos respecto a su capacidad gráfica. Además, el Tomine de Intrusos es un dibujante mucho más ecléctico: juega constantemente con diferentes registros estilísticos y experimenta con recursos audaces en los usos cromáticos, como la alternancia entre el color y el blanco y negro en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”»; el falso empleo del bitono en «Vamos, Búhos»; el finísimo trazo gris vectorial en «Triunfo y tragedia», en vez de su habitual línea firme; o el gris monocromo en «Intrusos». En cada historia del libro, recurre a un estilo y una técnica de dibujo diferente, demostrando que es un creador en constante búsqueda. Así, mientras su estilo en «Amber Sweet» se parece mucho al de la línea clara y los colores planos que le hicieron célebre, el trazo suelto y modulado de «Intrusos», junto al empleo de la mancha y el sombreado expresionista, nos recuerda mucho más a autores como David Mazzucchelli o, si nos retrotraemos más en el tiempo, a los juegos de iluminación de un maestro como Milton Canniff.
Y es ahí donde tenemos que buscar la madurez del nuevo Adrian Tomine: en su conciencia generacional o, mejor aún, en su aceptación de pertenencia a un grupo privilegiado de autores que desde los 90 están provocando uno de los cambios culturales más excepcionales que ha vivido un discurso artístico en las últimas décadas: la madurez del cómic, que ha sucedido a la consolidación de la novela gráfica como formato. Tomine se sabe uno de los elegidos y, con sus pares, comparte el momento y avanza en una experimentación formal y conceptual intrínsecamente unida, en realidad, a la recuperación del pasado.
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Quizás no haya mejor manera de entender Intrusos que por la lista de agradecimientos que el autor publica en las páginas finales. Entre sus nombres, adivinamos a algunos de los nuevos narradores de la literatura estadounidense, como Zadie Smith; encontramos a Chris Oliveros, el mago-visionario que en 1990 fundó Drawn & Quarterly, la casa editorial que tanto ha hecho por la consolidación del cómic moderno; aparece también otra visionaria, Françoise Mouly, que con su marido Art Spiegelman decidió a inicios de los 80 que el cómic podía ser un vehículo de alta cultura, un medio de creación adulta, y fundó la revista Raw.
Pero, sobre todo, en esa lista aparecen nombres como Chris Ware, Daniel Clowes o Seth..., los coetáneos de Adrian Tomine, los miembros de su «hermandad» artística: los que, como él, estaban a llamados a cambiar el futuro del cómic cuando empezaron a participar en proyectos como Raw o cuando en el arranque de los 90 comenzaron a publicar y autoeditar revistas y fanzines cuyos nombres están cargados hoy de misticismo fundacional: Eightball, ACME Novelty Library, Palookaville u... Optic Nerve.






Todos ellos se propusieron revitalizar el cómic, ampliar sus fronteras, desde una mirada constructiva al pasado, no solo del cómic, sino también de la ilustración o la tipografía. Construir un nuevo edificio a partir de la obra de genios como Winsor McCay, George Herriman, Frank King o Will Eisner, a los que las historias del arte y de la narración nunca habían puesto en el pedestal que se merecían. Sin ir más lejos, encontramos la influencia de Frank King en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”», con su alternancia entre episodios a media página en blanco y negro y otros a página completa en color, claro recuerdo de la transición de las antiguas tiras periodísticas diarias (dailies) a las grandes planchas dominicales a color (sundays). Habíamos visto ejercicios parecidos en la obra de Daniel Clowes (Ice Haven) o Seth (George Sprott). Igualmente, es imposible leer el relato «Traducido del japonés» y no recordar la obra de Chris Ware (y, de rebote, la de Winsor McCay), con esas preciosas postales de espacios apenas habitados, tan frías, detallistas y perfeccionistas que crean una geografía narrativa casi fotográfica (apoyada además por la visión subjetiva que construye el relato).
Es cierto, Intrusos es seguramente el trabajo más maduro y complejo de Tomine hasta la fecha, pero, sobre todo, es un ladrillo más de los muchos que él y sus «amigos» están colocando en la creación del edificio del cómic: el mismo espacio que habrá de cobijar el futuro del medio.





UNA BROMA DE CUATRO SIGLOS



La llegada de la sonda espacial Juno a Júpiter prosigue una broma mitológica que lleva ya unos 400 años e involucra a unas cuantas generaciones de astrónomos. 



Júpiter tiene 67 lunas o satélites conocidos; los cuatro más grandes llevan los nombres de Ganímedes, Europa, Io y Calisto. Johannes Kepler fue quien sugirió a su amigo y colega el astrónomo Simon Marius que las lunas descubiertas alrededor de Júpiter debían llevar los nombres de los amantes del dios. Y aunque Galileo descubrió esos satélites al mismo tiempo y los llamó Planetas Medicianos, por la familia Medici, Marius, en su libro publicado en 1614 Mundus Iovialis anno M.DC.IX Detectus Ope Perspicilli Belgici (El mundo de Júpiter, descubierto en 1609 con el telescopio holandés), introdujo los cuatro nombres que usamos hoy muy a pesar de Galileo, que se negó rotundamente a aceptarlos.
Dice Simon Marius en ese libro: «Io, Europa, Ganimedes puer, atque Calisto lascivo nimium perplacuere Iovi» («Io, Europa, el joven Ganímedes y Calisto dieron grandes placeres al lujurioso Júpiter»). Como sabemos todos, Europa era una fenicia a la que Júpiter raptó, disfrazado de toro; Ganímedes, un hermoso príncipe troyano al que también raptó, en este caso disfrazado de águila, e hizo copero del Olimpo; Calisto, una ninfa del séquito de Diana, diosa cuya apariencia tomó Júpiter para seducirla; e Io, una sacerdotisa de Juno en Argos. En una versión del mito, Júpiter oculta tras las nubes su romance con Io. En otra, se transforma en nubes el mismo. Pero su consorte, la diosa Juno, cuya mirada atraviesa las nubes, los descubre en ambas.

Considerando la cantidad de lunas jovianas descubiertas en el último siglo, y el hecho de que los científicos crean que puede haber más, darles nombres de amantes del señor del Olimpo a sus satélites es lo más coherente con el insaciable apetito sexual que le valió su fama de lascivo.
Y también el nombre de Juno, celosa espía de su marido, es muy apropiado para la nave que lo explora. Después de cuatro siglos de poblar con nombres de affaires extramaritales del gran adúltero olímpico el campo gravitacional de este planeta gigante y gaseoso, justo es que su señora pueda ir a echarle un vistazo. Se completa así el cuadro celeste de la pasión conflictiva de esta pareja de dioses con Juno ahora ya en la órbita de Júpiter desde este mes y dispuesta a descubrir y a revelarnos los secretos que se esconden tras esas nubes.


LAS MURALLAS DE SAMARIS


Un pacto mundial de silencio, un secreto universo simultáneo, los negros espejos inversos de un mundo paralelo.





















La aparición de Las murallas de Samaris (1983) revolucionó el mundo del cómic. Con La fiebre de Urbicanda (1985) quedó claro que era un ciclo. Y las entregas ulteriores fueron dejando entrever la oculta naturaleza de las ciudades oscuras.
ESPEJOS INVERSOS
Sus creadores –el guionista Benoît Peeters (París, 1956) y el dibujante François Schuiten (Bruselas, 1956)– no son tales: son (así se presentan) exploradores que documentan sus viajes en un intento de explicar las interferencias entre el mundo oscuro y el nuestro, y que, contra lo que se podría pensar ingenua o apresuradamente, lejos de ser pioneros en ello, están precedidos por otros que ya han accedido antes a los pasajes ocultos (Novalis, Piranesi, Doré, Swedenborg, Benjamin, Borges, por citar algunos).
El ciclo de novelas gráficas tampoco es tal. Concedamos que sea un ciclo, pero ¿de novelas gráficas? Además de cómics, incluye periódicos (El Eco de las Ciudades), cuentos y relatos ilustrados, mapas, guías (Guía de las Ciudades), catálogos (Enciclopedia de los medios de transporte presentes y por venir), misceláneas (Las puertas de lo posible, Viajes en utopía) y conferencias, muestras e intervenciones en espacios públicos (y, desde la década de 1990, en internet) de Peeters y Schuiten.
Ni siquiera cabe afirmar sin titubeos que sea ficción, pues los elementos de corpus tan heterogéneo pueden pertenecer indistintamente al mundo «ficticio» de las ciudades oscuras o a nuestro mundo «real», según el caso.


Las calles del mundo oscuro son un mosaico steampunk de estilos arquitectónicos cuya dimensión visionaria y utópica evoca el ideal positivista que impregna el imaginario urbanístico moderno. En ese clima racionalista, lo fantástico arrastra a sus habitantes, o a los extraviados que se deslizan en ellas por accidente, a una errancia a la vez interna y externa, a una pérdida de dirección física y de certezas íntimas, a una de las mil formas de la locura. No es un ciclo de novelas gráficas, sino un complejo universo paralelo con mapas siempre solo parciales y que, en tanto parciales, dejan sistemáticamente sus puertas abiertas. La teoría más aceptada tanto en el propio mundo de las ciudades oscuras como entre sus conocedores en el nuestro postula que son un subproducto o un espejo inverso de la Tierra, que no vemos porque lo tapa el sol, pues está en un polo simétricamente opuesto a nuestro planeta.
En las colosales ciudades del mundo oscuro, los personajes parecen pequeños: la peripecia es peripecia de la urbe, de ese paisaje cuyos fundamentos poéticos fueron los sueños rotos de la modernidad, un futuro hoy en ruinas, o en todo caso reciclado, vaciado ya de sentido histórico, mera y huera escena vintage. En ellas también siguen presentes, para envolver en sus espejismos al extraviado, esos monstruos que produce el sueño de la razón.
CELEBRACIÓN DE LA TRAMPA
En los ochenta, cuando la primera entrega de Las Ciudades Oscuras se ganaba el respeto de los entendidos en el incipiente pero entusiasta circuito del cómic en Zaragoza, mis propinas de teenager no alcanzaron para el lujo satinado de sus páginas, y solo hace unos días un diablejo amistoso me regaló este álbum iniciático, que, cruzando océanos y décadas, ha llegado a una tienda especializada en cómics de Asunción en la muy esperada reedición de Norma Comics con un bello bonus track –32 páginas inéditas de Los misterios de Páhry–. Por fin, así, en estos días y noches, supe lo que había pasado: que el Consejo que gobierna Xhystos envió a Samaris, para investigar ciertos hechos extraños, a Franz Bauer; que habían desaparecido los enviados anteriores; que Bauer, tras una travesía digna de Ulises, llegó, se hospedó en un hotel, inició sus pesquisas... y no encontró nada extraño en Samaris: las dos últimas palabras de esta frase deberían «leerse» como susurradas con gesto inquietante y siniestro énfasis, y nada añadiré, o sonará mi alarma contra spoilers. Sí diré, en cambio, que en Samaris, con diversos rasgos clásicos, orientales y renacentistas, se mezclan motivos de la arquitectura barroca, ecos nada casuales de ese amor por los espejismos y el «trompe l’oeil» tan propio de la estética y del espíritu de la Contrarreforma, mientras Xhystos es casi puro art nouveau de gloriosas cúpulas de hierro y cristal, de manera tampoco gratuita, cual burbuja suspensa o instante congelado de aquella Belle Époque que celebrara el goce de vivir y el esplendor sensible en sus graciosas curvas, de modo que, añorada desde Samaris, Xhystos semeja a veces el antiguo jardín de la inocencia, antes de la caída en el presente o en la actualidad. Claro que esa impresión, como todas las demás, no es definitiva: complejidad supone ambivalencia, y nada más complejo que las ciudades oscuras, ni más ambivalente que una celebración de la ciudad, síntesis de tantos sueños e ideales, que la revela, a la vez, como una trampa y una pesadilla.


LA NOSTALGIA DEL FUTURO

El escenario de la mayoría de las ciudades oscuras remite al paso del siglo XIX al XX con su séquito de grandes estructuras de ingeniería y potentes máquinas y ambiciosos proyectos de ordenamiento urbano, de radicales teorías científicas y secretas teorías y sociedades esotéricas, de desconocidos temores e inéditas utopías. En Xhystos y Samaris, un nivel general de desarrollo tecnológico propio –al igual que el vestuario, el mobiliario, los espacios de reunión y los rituales a ellos asociados, etcétera– de la revolución industrial coexiste con el futurismo, conforme a las fantasías sobre futuros posibles y a la nostalgia de ese momento de auge del credo y la fe positivistas que marcan lo mejor del steampunk, corriente seducida por el optimismo irrecuperable de esa modernidad científica y tecnológica que parece hoy, retrospectivamente, la raíz de lo que pudimos ser, pero no fuimos. Sin embargo, en las ciudades oscuras no están solo el pasado conocido y sus proyecciones a futuros pensables, sino también las arquitecturas visionarias del temprano imaginario utópico de la modernidad; son, así, de algún modo, la ciudad ideal de Campanella, de Bacon, de Tomás Moro. Esa ciudad ideal que está tan cerca de la ciudad infernal, y la sombra de cuyos edificios y monumentos acoge tantos horrores, espejo negro que avisa del peligro encerrado en todas las humanas promesas de lo posible. Son oscuras por ser envés del mundo, negativo de la historia, reverso de lo real, que, sin embargo, antes que engañar, revela su naturaleza oculta. Cruda belleza de un tiempo insensato cuyo vigor se apaga en nuestro contemporáneo desencanto, y cuyos lugares, personas y hechos –que parecen existir, dobles oscuros, como simples efectos de reflejo del nuestro– tejen una trama rica y espesa que entabla tan sólidas relaciones con la presunta realidad de quien lee que su verosimilitud es de una coherencia monolítica. Brüsel y Bruselas, Pârhy y París, ciudades que se replican y se desdicen, edificios parecidos pero en lugares diferentes, seres gemelos pero transmutados: todo sugiere una conspiración mundial para ocultar un universo simultáneo, complot denunciado, en nuestro mundo, con el pretexto protector de la ficción. Ficción que desde 1982 lo absorbe todo en su paralelo curso under, subterráneo, incluso este artículo, que a partir de hoy la engrosa. Hasta el leitmotiv escondido del «trompe l’oeil» del primer álbum de la saga oficial, Las murallas de Samaris, que ha llegado a mí, por designio del Padre Azar, aquí, en Asunción, me hace reparar en nuestra ciudad oscura que suele disfrazar a veces la devastación que la ha arrasado con el truco barroco de dejar en pie –para cubrir con ellas, ya la oquedad, ya el lugar funcional y sin historia, ajeno– sus fachadas vacías, este irreal y fantasmagórico escenario de simulacros cómplices, decorado de cartón piedra de una película a la vez ruidosa y muda, pero que nadie filma –o que filma Nadie–.








QUÍMICA DE FINDE



















UN DIVAGUE Entre los restos del fin de semana en nuestro depa veo un predominio de papas fritas envasadas. Observo que la leve dificultad –incentivo para el deseo– de abrir esas bolsas que siempre se resisten un poco está tan calculada como lo crujiente y sonoro del mordisco, importante motivación para su consumo. Para que la saliva no las ablande, y no dejen, por lo tanto, de crujir tan sonoramente, a su elaboración se han aplicado conocimientos científicos de frutos fibrosos que, como las manzanas y las zanahorias, por ejemplo, no dejan de crujir y resonar al ser masticados porque sus células, llenas de agua, estallan al ser mordidas, soltando a cada dentellada chorros de líquido a una velocidad de más de 160 km/h, y con tanta más fuerza en el estallido cuanto más rígidas sean sus paredes y más se resistan a que les hinques el diente y las hagas explotar. En las papas fritas, ese diseño de la naturaleza se ha imitado con la diferencia de que las células, en vez de líquido, contienen aire, encerrado entre paredes que se rompen con el estallido deseado gracias a una rigidez lograda con almidón (ese almidón que en el siglo XIX daba su rigidez a los cuellos de las camisas y otras prendas, como lo exigía el vestir formal, de donde derivó, precisamente, la expresión «almidonado» para calificar el carácter de las personas serias, formales y… rígidas). Por supuesto, la ficha de información nutricional no pone «almidón y aire», sino: «alimento a base de papas», o algo así, pero es que las papas contienen almidón, o, si quieren, el almidón se extrae de las papas. Es justamente por ser tan rígido y tan seco este ingrediente (a diferencia de la papa entera) que tienen que añadir grasa vegetal: el almidón, por sí solo, se pulverizaría como talco o como yeso. Así que a estas papas fritas se les añade, decíamos, alguna grasa, que generalmente es la que queda como desecho de otros procesos igualmente saludables (saludables para la industria) de fabricación de alimentos. En suma, además de los saborizantes, colorantes y conservantes, almidón, grasa y aire son los ingredientes de estas ricas papas. Aunque el más importante de todos es la mercadotecnia: colores, embalaje, cupones de sorteos, vales de descuentos, personajes, promos, spots televisivos, jingles, slogans, campañas publicitarias, música e imágenes en movimiento; es decir, en suma, publicidad, la forma rentable y ubicua que cobra por lo general la fantasía humana en las contemporáneas sociedades de consumo. DIVAGUE!!

http://www.abc.com.py/edicion-impresa/ciencia-y-tecnologia/quimica-de-finde-1496794.html

POKÉMON GO!






La realidad aumentada (RA) –en inglés, «augmented reality» (AR)– no es ni la realidad a secas ni tampoco la realidad virtual (RV) –en inglés, «virtual reality» (VR)–, sino una tercera realidad enriquecida con información extra (aumentada) y creada en tiempo real tomando elementos reales del entorno físico pero vistos a través de un dispositivo de modo tal que se mezclan con elementos virtuales en un tercer nivel de experiencia y, por ende, de realidad.
Por ejemplo, si llevas puestos unos anteojos que editan, orientan o agregan información a lo que ves por el camino mientras vas a tu oficina, te mueves en el campo de experiencia de la realidad aumentada; mientras que, por el contrario, si te descargas una aplicación y con ella mejoras tus fotos o les añades efectos en una pantalla, esa pantalla sigue siendo el plano de la realidad virtual, separada del mundo físico. La realidad virtual sustituye a tu entorno; la realidad aumentada lo construye. La realidad virtual es paralela al mundo físico; la realidad aumentada se integra a él y lo transforma (lo «aumenta») sin suprimirlo ni reemplazarlo. Este mes, millones de usuarios en todo el mundo se han descargado la aplicación del juego de realidad aumentada Pokémon Go, de la multinacional japonesa de videojuegos Nintendo. Lanzado hace dos semanas, Pokémon Go es el primer contacto consciente de muchos con la realidad aumentada, pero la RA tiene una larga historia desde que Paul Milgram y Fumio Kishino hablaron en 1994 de realidad híbrida («mixed reality»), mezcla de información sensorial del mundo físico con información de bancos de datos electrónicos; un ejemplo popular de uso cotidiano es el GPS. Mientras se prepara la primera película de realidad aumentada, de la factoría LucasFilm, que se anuncia desde el año pasado como una experiencia inmersiva en el universo de Star Wars, y aunque la tecnología AR ya es parte de dispositivos de uso frecuente desde el 2010, Pokémon Go ha abierto masivamente las puertas al mundo de la AR con sus posibilidades virtualmente ilimitadas –de recreación, de investigación, de comunicación, económicas, técnicas, artísticas– y ha marcado con esto un antes y un después en la percepción y el manejo del entorno, en las relaciones interpersonales, en la subjetividad y, en suma, en el modo de vida y en la cultura contemporánea. FUN!! 

LA VERDADERA PELEA



Adiós a un invicto: sobre el más largo y difícil combate de Mohamed Ali, nacido Cassius Marcellus Clay, Jr. (Louisville, Kentucky, 17 de enero de 1942-Scottsdale, Arizona, 3 de junio del 2016).


La verdadera pelea 










Entre 1960, año de su debut como boxeador profesional, y 1963, Cassius Clay, nacido el 17 de enero de 1942 en Louisville, Kentucky, ganó diecinueve peleas, quince por knock out, y, en 1964, el título de campeón mundial de los pesos pesados al vencer a Sonny Liston. Al año siguiente le concedió la revancha; el encuentro apenas duró un minuto: un invisible, aún hoy discutido, golpe dio con Liston en la lona. Afea las pullas y alardes de ingenio del entonces joven y en ascenso Clay la triste historia de Liston, amarga historia, como tantas, de un expresidiario malencarado y agresivo fuera del ring, acaso porque nadie lo trató con respeto en toda su miserable vida de negro brutal, conforme, al fin, al estereotipo que acuñó el racismo, y que terminó en oscuro suicidio –o sobredosis, o ajuste de cuentas– en Las Vegas. Su título de campeón no le valió la aceptación social a ese analfabeto con antecedentes penales, uno de los veinticinco hijos de un recolector de algodón de Arkansas, al que Clay noqueó la primera vez en seis asaltos, mientras que en la revancha solo necesitó uno para, al terminar el combate, volar a la esquina de los reporteros y gritarles veinte veces: «Nadie me hará callar nunca». Y nunca lo hicieron callar. La hostilidad contra el que para entonces ya había adoptado el nombre de Mohamed Ali –que tanto individuos como medios de prensa se negaron a utilizar durante años– subió de tono cuando rechazó, por su nueva religión, el llamado del ejército a filas, y cuando se manifestó en contra de la guerra de Vietnam. El viernes 21 de abril de 1967, en declaraciones a la prensa que dieron la vuelta al mundo, fue claro: «Yo no llevare un uniforme militar bajo ninguna circunstancia», y cuando alguien le preguntó si cumpliría su servicio como no combatiente en tareas auxiliares, dijo: «No». «El verdadero enemigo de mi pueblo está aquí, y no en Vietnam». Una semana después, en el centro de entrenamiento del ejército, en Houston, en silencio e inmóvil, ignoró los llamados del oficial de alistamiento, que procedió a informarlo de la pena a la que se exponía por desertor. Ese día, el 28 de abril, la Comisión Atlética del Estado de Nueva York lo despojó del título mundial y de la licencia de boxeo, y el 20 de junio el Tribunal Federal de Houston lo condenó a cinco años de cárcel y diez mil dólares de multa. En libertad bajo fianza, apeló a un tribunal de Houston, y luego a uno de Nueva Orleans; ratificaron la condena. Su suerte dio un giro cuando, en 1970, un juez federal de Texas consideró la suspensión «arbitrarla e irrazonable» y poco después recuperó la licencia para boxear. Convertido –diría entonces la prensa– en «sombra del otrora campeón e invicto», logró dos victorias antes de perder el combate por el título contra Joe Frazier al año siguiente. «Hubo el sentimiento de asistir al final de una leyenda», dice de esa derrota –la primera– la edición del 10 de marzo de 1971 del diario español La Vanguardia (que lo muestra en una foto con la leyenda: «Cabizbajo y hundido, más que sentado, en el taburete de su rincón, Cassius Clay es la viva estampa del ídolo roto...»). En junio, el Tribunal Supremo anuló la condena por motivos formales –como las escuchas telefónicas del FBI–, y él volvió a enfrentarse a Frazier en enero de 1974 en un combate poco lucido que ganó por puntos y tras el cual nadie esperaba ya mucho de Ali. Y fue justo entonces, meses después, cuando, contra todo pronóstico, se convirtió de nuevo en el campeón del mundo de los pesados y en el segundo boxeador (luego de Floyd Patterson) que reconquistó ese título, el título que siete años antes, fuera del cuadrilátero, la Ley le había arrebatado –«el título que me robaron», precisó a la prensa, luego del triunfo–, al derribar por knock out a George Foreman en la primera derrota del hasta entonces invicto tejano frente a ciento veinticinco mil espectadores –que en su mayoría gritaban: «Alí boma ye» (Alí, mátalo)– en el estadio Veinte de Mayo de Kinshasa, la capital del Zaire, entonces bajo el dictador Mobutu Sese Seko, a las cuatro horas y cincuenta minutos del miércoles 30 de octubre de 1974, en el octavo asalto del que sería bautizado para la posteridad como «el Combate del Siglo».
Catorce años atrás, de regreso de las Olimpiadas de Roma, con la medalla de oro ganada por él para Estados Unidos sobre el pecho, lo recibían como a un héroe patrio en su natal Louisville, y en el porche de su casa ondeaba la bandera de las barras y las estrellas sobre los peldaños, pintados de blanco, azul y rojo. Cuando esa semana, invitado por el alcalde para impresionar a unos visitantes, fue al ayuntamiento con su medalla, no sabía que pronto se llamaría Mohamed Ali y que se negaría a ir a Vietnam, pero faltaba muy poco, porque al salir del ayuntamiento fue a un restaurante con un amigo negro, pidieron dos hamburguesas y dos milkshakes, la camarera se negó a servirles y cuando alegó: «Soy Cassius Clay, el campeón olímpico», la voz del dueño no se hizo esperar: «¡No me importa quién seas! Aquí no servimos a negros». Camino a casa, al cruzar un puente, Cassius Clay arrojó la medalla de oro al río Ohio.
Y el 25 de febrero de 1964, cuando peleó contra Liston, una máquina de pegar llena de ruido y de bronca que le había arrebatado el título a Floyd Patterson en dos minutos y seis segundos, y cuando, apostando por él, en el Convention Hall de Miami, estaba Malcom X, que, frente al pacifismo de Martin Luther King, con la Nación del Islam, se negaba a poner la otra mejilla, Cassius Clay ya empezaba a ser uno de ellos. Sonny Liston no era querido; no era un «negro bueno», pero los alardes verbales del joven Clay ya despertaban recelos: «De pronto», escribió Murray Kempton en The New Republic, «todos en la sala odiaban a Cassius Clay. Liston era ahora nuestro policía, el negro corpulento al que le pagamos para mantener la fila de negros».
John Douglas, noveno marqués de Queensberry, es recordado, entre otras cosas, porque dio al boxeo moderno sus reglas (usar guantes de cuero, dividir en asaltos de tres minutos las peleas, etcétera), y por su risible falta de ortografía en aquella tarjeta dirigida al amante de lord Alfred Douglas, su hijo, que le dejó en su club: «To O. W. posing as a somdomite». Cuando lo demandó, Oscar Wilde estaba en la cima, sus obras se representaban en el West End y era tan admirado por sus libros como por su ingenio, que se disputaban todos los salones. Aunque Wilde no pudiera imaginar –y dudo que no pudiera hacerlo– cuántos testimonios en su contra podía reunir su rival, ni cuánta envidia despertaba su brillo, ni cuánto secreto rencor nutrían –aun en ese mismo gran mundo que, al verlo en su auge, las aplaudía– sus radicales opiniones y actitudes, ni de cuánto sadismo eran capaces la prensa y un público tan capaz de deleitarse en destruir como en encumbrar, demandar al marqués de Queensberry era un suicidio. Si de haber guardado las apariencias, hubiera seguido como niño mimado de la hipócrita sociedad inglesa, no lo sabemos, pues no las guardó: demandó por difamación al marqués y reclamó justicia por el agravio, lo que supuso destapar el escándalo de su amorío con Bosie, volverse impresentable, ir a la cárcel y morir en el olvido y la sórdida pobreza. «He puesto mi genio en mi vida, y solo mi talento en mi obra», dijo; otro tanto cabe decir de Mohamed Ali. No porque uno y otro sean poco en las letras o el boxeo –ni, a fuer ambos de ingeniosos, cada uno a su modo, en las letras del boxeo (Ali) o el boxeo de las letras (Wilde)–, sino porque, fuera del citado marqués, otro punto en común entre los dos es el enfrentamiento solitario al poder, el desafío al insulto de la masa, la certeza de que a la larga el porvenir celebrará ese triunfo de uno solo contra todos. A Clay, el gran coro de las voces que le escupían en masa «antipatriota» y «cobarde» –como tampoco a Wilde las que le gritaban «sodomita» y cosas peores– nunca lo hizo retractarse. Mohamed Ali no fue perfecto; encuentro crueles sus ataques a Liston –al menos, a mí me saben algo amargos porque Liston, de algún modo, me parece merecer más comprensión–, por ejemplo, y seguramente ese no es el único punto flaco que cabe hallar en sus opiniones, pero, si en alguna erró, acertó en sostenerlas como lo hizo. La Ley le robó los mejores años de una carrera en la cual la juventud es decisiva, pero le dio algo más grande que cualquier medalla o título de campeón de boxeo. Le permitió librar otra pelea más difícil y morir invicto, llevándose una victoria que ya no es la de los puños, sino la del corazón, que no caduca ni miente, que no obedece ni se rinde, y que nunca se equivoca.
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¿Qué es lo que hoy hace a los curadores tan atractivos, tan necesarios, tan odiosos?



Si hasta los ochenta, e incluso los noventa, el actor principal en la película del arte aún era el artista, hoy el curador ha cobrado una notoriedad que lo hace atractivo, necesario, odioso.



















La pregunta podría estar mal formulada o carecer de respuesta (de hecho, nunca tendría una concluyente), o aun valdría verla como irrelevante. Pero también podría generar otras preguntas y eso quizás no resulte tan aburrido.
CUENTOS CHINOS
Empecemos entonces por los dos primeros tercios adjetivos de la misma (atractivos, necesarios) e imaginemos una maquila que produce jeans para una importante marca internacional, no importa si eso sucede en un barco-factoría fluctuante en el mar de China o en un tinglado encallado en Pedro Juan Caballero.
En ambas «naves globales» (barco y tinglado), y salvando discrepancias regionales relativamente tolerables a los fines de una estimación preliminar, se fabrican prendas de entre 7 y 15 US$ (costo), por las que el consumidor final de Nueva York (o de Berlín) podría pagar entre US$ 200 y 600. Y hablamos de los de gama alta, porque los hay de gama altísima que, «personalizados» con piedras preciosas, pueden dispararse a US$ 250.000 y más.
Esto podrá parecer esnobismo (o tilinguería) del consumidor o codicia del maquilero o del propio sistema en general (y algo de eso también habría), pero la situación no es culpa de nadie. El propio sentido común nos sugiere que, existiendo costos básicos relativamente bajos y globalmente homogenizados (dicen que incluso los bienes manufacturados tienden cada vez más a comportarse como commodities), un producto deberá incorporar componentes aparentemente «externos» a fin de diferenciarse (como la incorporación de piedras preciosas a la prenda). Así, una marca A (de altísimo target) tendrá casi «obligatoriamente» que incorporar como modelos para su publicidad a las no menos preciosas y cotizadísimas Charlize Theron o a la Bundchen, en tanto que otra marca B (de target más sencillito) podrá perfectamente contratar para su campaña a alguna de las yiyis que el video de Calé dejó sin empleo.
La cuestión remite entonces a una sobreoferta estructural. La economía de escala abarató los costos al aumentar el volumen de producción, al punto que –reiterando– para que un producto encuentre un nicho rentable en un mercado saturado, no corren los US$ 7 a 15 del costo de producción (del mar de China o de Pedro Juan) sino los US$ 200 (base/aprox.) del precio de venta de los jeans de marca en Nueva York (o en Oslo); diferencial este dado por la imprescindible inversión en publicidad arriba comentada, el prestigio de la marca en cuestión, el status del diseñador, etc.
Un caso extremo sería el de las gaseosas: el costo del líquido (del producto en sí, digamos) es casi despreciable en comparación con el del transporte, el envase, la publicidad, etc.; con el costo de posicionamiento/visibilización que finalmente determinará si la gaseosa permanece (o no) exitosamente en el mercado.
ICONOS VIRALES
La sobreproducción (también estructural) de imágenes parece aumentar exponencialmente, dada la proliferación y accesibilidad de los dispositivos de producción, reproducción y difusión de imágenes (cámaras digitales, tabletas, grabadores de video, redes informáticas, teléfonos celulares, etc.)
Omitida (por ahora) la producción de las industrias culturales, lo cierto es que la oferta de bienes simbólicos, aun en los circuitos «eruditos» (y sobre todo en estos, a los fines de estos apuntes), ha alcanzado un volumen casi inconsumible. Y no hay que sufrir de «anorexia icónica» para afirmarlo, bastará asistir a cualquier bienal para constatarlo.
Ante esa sobreproducción, los sobrecostos anexos de visibilización (sean galerísticos, críticos o curatoriales, preferentemente los últimos) representarían un factor de progresivo peso a los efectos del ingreso y permanencia de las obras en el mercado simbólico; casi al punto –en una situación extrema– de coincidir con lo señalado por Gianni Vattimo: «El ser ya no existe. Se difunde».
LA LEY DEL EMBUDO
Retornemos a las gaseosas: el contenido, decíamos, se ha vuelto progresivamente irrelevante en términos relativos a otros componentes del costo del producto. Y no es que la Coca haya dejado de ser Coca (por más que también la haya Zero), sino que su valor (el de cambio, obvio, que el de uso resulta casi equiparable al «0» de su versión Zero, dada la posibilidad de que nos produzca un cáncer); su valor de cambio, decíamos, mismo que en gran medida es identificable a su propio estatuto de existencia, es cada vez menos «intrínseco» (líquido) y cada vez depende más de lo «extrínseco» (visibilización discursiva/publicitaria).
Y retornemos también a la maquila: inversamente, la porción de torta que está en juego para Juan o Xing no pasa por el precio de venta de Nueva York (o de Milán) de US$ 200 a 600, sino por el costo de US$ 7 a 15 de Pedro Juan o del mar de China. ¿La «ley del embudo»? (¿para Calvin Klein lo ancho y para Juan y Xing lo agudo? Aunque tampoco esto sucedería por culpa de alguien).
Curioso giro (neo) platónico mercadotécnico: ¿La esencia del producto se ha (casi) desprendido –por decirlo así– del producto mismo (dado que se ha esfumado el bien duro del arcaico taylor-fordismo de bienes tangibles, en el sentido de la Old Economy, metafóricamente asociables ambos al pensamiento crítico duro)? ¿La tónica actual es la del bien blando, propio de la lógica más laxa y volátil de la New Economy, por lo demás no poco vinculable –también figuradamente, claro? a ciertos sesgos de la praxis curatorial)?
MEDIACIONES UBICUAS
Interrogar este (posible) estado de cosas de manera alguna implica incurrir en la ingenuidad. Primeramente, porque resultaría tonto «oponerse» a la práctica curatorial en cuanto tal, sobre todo a la independiente (caso exista), que inicialmente se planteó como alternativa a la inercia institucional-museística y abrió nuevos abordajes a la obra artística.
Por otra parte, siempre ha existido algún tipo de mediación entre los productores (artistas) y los consumidores (público), y en ese sentido esta solo sería una de las tantas formas históricas que ha adoptado la misma.
De hecho, las hubo antes (curadurías en tanto mediaciones) más tiránicas (y peligrosas): bastaría recordar las poco cordiales relaciones entre Goya y la Inquisición («curadores» los últimos a su manera un tanto imperativa). Y siglos antes Veronese «apeligró» el cuero cuando el incidente con esa misma corporación eclesiástica a causa de su (forzosamente renombrada) Cena en la casa de Leví.
Y si nos apuran, pudo haberlas incluso muchísimo más remotas: de hacia el 2800 a.C. data una suerte de testimonio «protocuratorial» materializado en una piedra hallada cerca de Sakkara que ilustra un sistema de proporciones (¿una preceptiva o canon, tal vez?) del que en gran medida derivó el diseño de los edificios de aquel complejo funerario y de otras representaciones bidimensionales del hoy llamado «arte» egipcio (si bien por entonces el «autor» del complejo –Imhotep– no habría soñado que en el futuro algún desquiciado pudiera llamar «arte» a esos objetos sagrados).
Y además se sabe que en general el valor a una obra le viene «de afuera»: «Arte es eso que está en los museos», o algo así, dijo Duchamp hace ya casi un siglo.
Y antes, aunque más «en complicado», algo parecido dicen que dijo Kant: «Vemos colores, tocamos durezas […] pero ni vemos ni tocamos necesidad, unidad ni pluralidad, causalidad o sustancialidad […] al elaborar los datos empíricos […] hacemos ciertas presuposiciones de carácter conceptual y axiomático que entran en nuestra experiencia, pero que no proceden de ella [¿cabría por tanto inferir: tampoco del objeto que la ha producido? (conocer es conectar)] […] [y] para ello nos servimos de determinados conceptos conexivos […] de categorías [sin las cuales] no tendríamos conciencia de ningún objeto y [esta] sería un “caos de sensaciones”, “menos que un sueño” (…) Sin el pensamiento y sus formas específicas no existiría ningún objeto», bla, bla, etc.
DE RAMBO XVIII A LAS MARCAS BLANCAS
Ligeramente «tuneado» (o no tan ligeramente, que sería injusto echarle la culpa al difunto): ¿el razonamiento de arriba habilitaría a supeditar la existencia del objeto (en tanto obra artística) a la existencia de una forma específica de pensamiento (en cuanto «categoría curatorial») que no procede de dicho objeto?
Sonaría razonable... Salvo por el detalle (tal vez algo más contemporáneo) de que obra y reflexión (sea esta histórica, crítica, estética, curatorial, psicológica, etc.) serían entidades discursivas de especificidad (relativamente) propia y estatuto de existencia (relativamente) autónomo.
Entonces, ¿cuán esclarecedora resultaría la remake de aquella (otra) película alemana del XVIII que revisitaría muy literalmente su versión original?
Antes la crítica pedía que el artista fuera «mudo». Un requerimiento poco gentil, aunque quizás en parte explicable por aquello de la división del trabajo, que reclama cierta especialización: no todos los artistas pueden –ni tienen por qué– ser conscientes de sus procesos. Pero ahora parece que se solicita que incluso la propia obra sea «muda». ¿Quizá como esas «marcas blancas» (white brands o «marcas genéricas») que los supermercadistas (¿curadores?) encargan a los productores primarios de leche o de pasta (¿a los artistas?) para presentar esas mercancías (¿obras?) como productos de sus supermercados (¿muestras?)?
Y el procedimiento resulta perfectamente legítimo en un supermercado, pero en el campo artístico –pensamos– equivaldría al trámite un tanto ilógico de «poner la carreta delante de los bueyes», valga la comparación (¿es ya ocioso aquí, entonces, ir al último tercio adjetivo de la pregunta inicial, dado que la respuesta derivaría casi por default de lo precedente?).
¿TODO EL PODER A LOS SOVIETS?
¿Cabría imaginar otras modalidades de mediación obra-público que supongan condiciones más simétricas de redistribución de la plusvalía simbólica para los productores primarios (artistas)?
Esta cuestión no es nueva: ya en los 60 Joseph Kosuth sostenía que era irresponsable que el artista dependa de la crítica para explicar su trabajo; desde allí –y al menos desde los 90 de manera más sistemática– diversas formas de autogestión han buscado pluralizar la relación producción/reflexión mediante diversas acciones: redes de intercambio, residencias, muestras gestionadas por los propios artistas, etc.
¿«Todo el poder a los Soviets» (artistas)…? Quizás no todo, pero algo más que un vueltito tendría que sobrarles. Si bien –al margen de la horizontalidad promovida por las citadas acciones de autogestión– cabría, sin embargo, señalar que esta cuestión no pasaría solo por quién cumple qué rol (artista, curador, crítico), sino también por las relaciones de poder que se establecerían entre los mismos.
No existen límites absolutos, pero estos roles tampoco carecen de especificidad, sea discursiva o de praxis. De competencias, en suma, según se mencionó. No tenerlo en cuenta –creemos– conllevaría el riesgo de reproducir desde otro ordenamiento las mismas asimetrías que inicialmente se buscó revertir.
Para ir cerrando estos apuntes: ¿el problema (también) podría provenir de una traslación problemática de la lógica de la producción simbólica a la lógica de las industrias culturales? En estas, hay una tendencia progresiva –señaló Sigfried Zielinski– a reunir desde un control verticalista una diversidad de subproductos (editoriales, audiovisuales, radiofónicos, fonográficos, etc.) en función de un criterio de producción, validación y distribución homogenizado. En refuerzo de su opinión, el mencionado pensador alemán especializado en los medios citó estas declaraciones de un presidente de la Coca-Cola Bottle Co., hechas hace ya muchos años, luego de que esta corporación tomara el control de Columbia Pictures: «La idea es jugar el mismo rol en los televisores del país que en las heladeras. Ahora tenemos gaseosas […] y jugo en las heladeras y queremos que lo mismo ocurra en la televisión, lo que significa que todo que se vea allí venga de Columbia, sea por aire, por cable, por satélite o por video».
¿Estaríamos finalmente ante un problema político-cultural que requeriría, por consiguiente, acciones también políticas…? Más concretamente: ¿se trataría de la democratización que pudieran (o no) promover como colectividad políticamente organizada los productores simbólicos primarios (artistas) en la estructura de visibilización/distribución (supermercadistas/curadores) y aun en los propios medios de producción simbólica (lo último tratándose de los mass media, productores y distribuidores al mismo tiempo)?
Da igual si forzados por prosaicas necesidades económicas o fulminados por el resplandor incontrovertible de la autoconciencia hegeliana, lo cierto es que a los productores de pollo congelado hace rato que les «cayó la ficha» y se organizaron. Quizá con menos Aufklärung que la esfera avícola, la cancha de los artistas no parece mostrar a la fecha indicios muy notorios de una epifanía similar.

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