lunes, 27 de abril de 2015

AQUÍ TU CANaLLITA CON EL COOLTURAL DE LA SEMANA!















Dos meses antes del lanzamiento (será el 15 de junio) de «There’s a girl in the corner» (tema que ha grabado para el lado B del próximo single de The Twilight Sad), y mientras llegan 4:14 Scream y 4:26 Dream, Robert James Smith, nacido en Blackpool el 21 de abril de 1959, festejó el pasado martes su cumpleaños. Los discos 4:14 Scream y 4:26 Dream los anunció el año pasado, y el anterior, el 2013, fue el del impresionante primer concierto de The Cure en Paraguay; hoy  saludamos por su aniversario al gran Robert Smith celebrando aquella inolvidable noche: Retrospectiva nocturna: Just like Heaven.



http://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/just-like-heaven-1360224.html

















El inefable fan de The Cure Julián Sorel nos habla de la reciente colaboración del gran Robert Smith con los escoceses de The Twilight Sad y de su próxima y esperada aparición: Robert Smith, que cumplió años el martes, canta en el Lado B del material que el 15 de junio lanzará con Fat Cat Records la banda escocesa de indie rock y post punk The Twilight Sad, formada en el 2003; sepamos un poco más de ella: The Twilight Sad.



http://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/the-twilight-sad-1360228.html









Y sobre aquel escritor nacido en Shrewsbury en 1893, a uno de cuyos versos debe su penumbroso y crepuscular nombre la banda escocesa The Twilight Sad, y a quien la guerra volvió soldado y poeta con el mismo ademán: Wilfred Owen.



http://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/wilfred-owen-1360229.html






















Tengan un feliz inicio de semana, oh ingeniosos lectores del Cooltural! I don't care if Monday's blue...




















domingo, 19 de abril de 2015

TU COOLTURAL DE HOY, III: LOS DOS ESTANDARTES

Al leer este análisis (literario, político, cultural, en suma) a propósito del doble duelo de esta semana, ojo a las sutilezas (agudas, reveladoras –deliciosas–) del erudito escritor y periodista argentino Alfredo Grieco y Bavio, que hoy nos escribe desde La Paz, Bolivia



LOS DOS ESTANDARTES



En el Café Brasilero -"muestra conspicua de la amistad entre el Imperio y la República Oriental- de Montevideo hace unas semanas















PRESAGIOS Y MEDIALUNAS


Semanas atrás en Montevideo se me cayó encima un café hirviente. «Malos presagios», dije a nadie en voz alta: la silla de enfrente estaba vacía. Me había quedado el asa en la mano: mal pegada a la taza de una loza china muy estándar, despegada por el calor del líquido. Por el percance, el encargado del Café Brasilero me ofreció, y yo rechacé, una medialuna de cortesía. Trasvasaron a una taza nueva –prudente, esta vez evité meter el dedo en el asa– lo poco que no se había volcado, y me completaron el café. El local, fundado en la década de 1870, es una muestra conspicua, en el paisaje urbano uruguayo, de la amistad entre el Imperio y la República Oriental, acrecida tras la aventura común de la Guerra Guasu.
En aquel fin de mediodía de marzo de 2015 todas las mesas del café epónimo estaban ocupadas; yo me había sentado en una última, pequeña, casi al lado de los baños. Turistas y oficinistas elegían entre dos o tres opciones de Menú Ejecutivo. Ya no era el Brasilero –si alguna vez lo había sido– un café literario oriental, de los historiados con gusto y con tino por Nelson Di Maggio; era un comedero pintoresco para lunching crowds del puerto cosmopolita, saliendo de alguna peatonal afeada por mojones de la Ciudad Vieja. En las dos paredes laterales del Café, por encima de la elegante boiserie oscura (¿caoba?), marcos más o menos dorados encuadran, detrás de cristales, ejecutorias de la antigüedad de la institución y certificados de que Eduardo Galeano era feligrés asiduo.
El 15 de abril, el diario El Espectador de Montevideo publicó: «El café más antiguo pierde a su cliente más conocido». El Café Brasilero posteaba en Facebook un primer plano de Galeano, sentado, la cabeza todavía cubierta con su boina. La imagen llevaba como lema la promesa tibiamente guevarista: «Te estaremos siempre esperando con un café... ¡hasta siempre!». El polígrafo uruguayo había coincidido puntualmente, en el cambio de quincena del mes más cruel, con el Premio Nobel de Literatura 1999: el 15 murió en la ciudad hanseática de Lübeck el alemán Günter Grass.
Los obituarios europeos también coincidieron. En que la novela germanófona «más importante» de la segunda posguerra fuese El tambor de hojalata (1959). Y en que había fijado estándares críticos tan altos, que toda comparación desfavoreció la restante media centuria de publicaciones de Grass. Otro tanto había ocurrido con Las venas abiertas de América Latina (1971). Desde los años setenta es la más influyente historia pop del subcontinente. Pasaron la décadas, y el exdirector de Crisis –revista porteña notable en el contexto notorio de la épica época, el lustro que vivimos en (mayor) peligro–, dijo arrepentirse, nostalgioso, de los trazos gruesos de su narrativa fabulosa, esos que tanto amaba en las xilografías que ilustran las literaturas de cordel nordestinas. Su best-seller setentero es una obra sustituible, pero que, en ese su escalafón y andarivel, no ha sido sustituida. Fue el adecuado regalo de Hugo Chávez a Barack Obama. Un compendio truculento de sufrientes esclavos africanos, de indios sometidos pero no vencidos, de racismo supremacista blanco, para celebrar el primer encuentro del líder bolivariano con el primer presidente negro de la Casa Blanca.


"...una parodia vívida y estilizada del nazismo, una pesadilla de color local pardo"















A TAMBOR BATIENTE


El tambor de hojalata es una obra maestra del arte del lenguaje. Una sátira alucinada y grotesca. Fastidiosamente exactos, léxico y sintaxis salen de la boca de un narrador digno de todas las desconfianzas. El Tercer Reich, su discurso, su ideología, su fraseología, sus clichés –clasistas, folclóricos, racistas, sexistas, eliminacionistas…– se ven recreados en una parodia vívida y estilizada del nazismo, una pesadilla de color local pardo. La burla trasparece desde la primera oración del libro: no sin afectada autocompasión, el protagonista arianizante y monstruoso, el puer senex Oskar Matzerath, se mira en el espejo: «alguien que tiene los ojos azules como yo».
Viejo como el tiempo, el enano Oskar ha salido directamente de un antiguo cuento de Grimm para escupir en la cara al más sacrosanto género de la prosa alemana: el Bildungsroman, la novela de educación, canónica desde Goethe hasta el Nobel Thomas Mann. El tambor de hojalata que le regalaron en 1927 (fecha de nacimiento de Grass), al cumplir la edípica edad de tres años, será el juguete rabioso, estruendoso y redoblante que permitirá a este Peter Pan de la eugenesia hitleriana vivir el verde paraíso artificial de una puerilidad perdurable. Como un Gulliver sin peluca, como un Pantagruel sin bondad, el enano Oskar recorre a tambor batiente, del mar Báltico al río Rhin, el mundo de los gigantes que pueblan la Alemania de Weimar y del Tercer Reich, y después de la República Federal en tiempos de Reconstrucción rigurosamente vigilada bajo ojos americanos. Gracias al tambor, Oskar saca a las gentes de sus casas. Siempre hay una duplicidad, en Grass: la función pública del arte es asimismo propaganda. Toda exaltación es control: «¿Cómo puede ser incendiario aquel que vemos que apaga?».
Creo que los libros que más me gustan de Grass son la nouvelle El gato y el ratón y el novelón Es cuento largo (1995), homenaje a Fontane, el Pérez Galdós berlinés. Los dos tienen momentos cómicos, de una comicidad, por decirlo de este modo, más cervantina que quevediana. Hay en El gato y el ratón (1961) un homoerotismo raro en la literatura alemana de posguerra, porque el autor no renuncia a entreverarlo –sin ahogarlo en la denuncia– con el culto y el sueño de los héroes nazis.
Las escenas de adolescentes que en las tardes menos heladas de su escuela secundaria van a nadar y gozar desnudos bajo un cielo de guerra y comparar largo y grosor de sus sexos, resaltan y restallan con la nitidez metálica de un vaso griego, como de la copa Warren, gracias a un lenguaje frío que pone una distancia que nunca es la de la ironía y la litote, sino la de una «nueva objetividad» recuperada. Menos panorámico, más focalizado, reconocemos aquí el Detailrealismus memorioso y minucioso del desconfiable, desconfiado Oskar, narrador en primera persona, abscóndito pero exhibicionista: «Hoy ya sé que todo nos espía, que nada pasa inadvertido y que aún el papel pintado de las paredes tiene mejor memoria que los hombres. Y no es el buen Dios el que lo ve todo. No, una silla de cocina, una percha, ceniceros a medio llenar o la imagen de una mujer llamada Niobe bastan para proporcionar de todo acto un testimonio imperecedero».


"...un cameo del sacarinado film argentino de 1992 El lado oscuro del corazón"












CONFLICTOS Y DONES


También Galeano poseía un notable don verbal. Como Elvio Romero, como Pablo Neruda, como Mario Benedetti (este sabía bien el alemán, y recitó poemas propios, en versión alemana, en un cameo del sacarinado film argentino de 1992 El lado oscuro del corazón). El don de crear fórmulas bien redondeadas. Días y noches de amor y de guerra (1978) es un gran título. Es un mal libro, ay –de categoría especial: la comicidad involuntaria, según sugirió Juan José Sebreli–. La de Galeano era la virtud, en última instancia, propia del buen redactor publicitario. Galeano sabe qué decir para que el lector compre, y sabe cómo decirlo. Sin limpostación ideológica de izquierdas, el mismo mérito de tantos escritores rioplatenses de los ochenta y noventa, para quienes Fogwill fue sumario estandarte. La leyenda negra del Imperio Hispánico en América que Galeano desgrana en Las venas abiertas no es otra que la antes difundida por el Imperio Yanqui, aséptico y comercial y protestante y enemigo declarado de monjas casadas vírgenes y mártires y de toda fangoria del catolicismo romano; una república imperial, la de Washington, que Galeano también combatió sin desfallecimiento, con la pluma y la palabra, en el mismo libro.
En Alemania, la traducción de Las venas abiertas de América Latina sumó un texto admirativo de otro Nobel de posguerra. El católico renano Heinrich Böll era novelista realista y prolífico. Como Grass, promovió la candidatura de Willy Brandt. En 1969 llegó al poder la Socialdemocracia en una República Federal que había gobernado la sobria, trabajólica, dispéptica Democracia Cristiana. Los libros de ambos sobre el tema, con tonos suavemente mesiánicos –la novela coral Retrato de grupo con señora (1971), y el diario de campaña Del diario de un caracol (1972), de Grass–, son a la vez de los mejores y de los más «fechados» de estos dos Premios Nobel. Nunca fue Böll, ni lo quiso ser, «un maestro del lenguaje». Tras la caída del Reich, los alemanes «progres» quedaron cautivos de toda causa que luciera «progre». Böll resulta trivial sobre Galeano; el «complejo de culpa», manifiesto. Entre dos explicaciones, siempre elige la que pinta más inocentes a los americanos, y más culpables a los europeos. ¿Cómo alguien que sirvió en la Wehrmacht podría hacer otra cosa? Como el teólogo Joseph Ratzinger, después abdicante papa Benedicto XVI, Böll y Grass se sabían juzgados de antemano. Su pasado los condenaba nacional, epocalmente; volvía sospechosa toda excepción a la regla, toda verdad personal disidente. Grass, declarado persona non grata en el Estado de Israel tras publicar un poema que deploraba la bomba atómica en manos sionistas, se veía dividido entre su lealtad a los judíos y su defensa de la causa palestina: entre un progresismo de 1945 y otro posterior, más adventicio.


"El director Volker Schlöndorff recurrió a un patológico niño viejo, el actor suizo David Bennent"















NARRACIÓN, TIEMPO, HISTORIA Y MITO


El tambor de hojalata, que en 1979 ganó el Oscar al mejor film extranjero, hizo famosa la imagen terrible del enano Oskar Matzerath. El director Volker Schlöndorff recurrió a un patológico niño viejo, el actor suizo David Bennent. Desde 1959, las nuevas novelas de Grass habían ampliado el mundo histórico de su natal Danzig (hoy la ciudad polaca Gdansk), sin jamás abandonarlo mentalmente. Como Galeano, Grass practicaba la imaginación de la distancia. Una perspectiva libre, donde la vista se pierde y lo vago se funde y confunde con lo vasto en la marcha procesional de las generaciones. Así su grueso libro de estampas, no menos amaneradas que las de un levantino Gabriel Miró, no menos circunstanciadas, Mi siglo (1999). Y en Galeano, como en Grass, el mito origina relatos. El vacío de conocimientos se cubre con narraciones, y la narración, aquí, se torna en lo opuesto a la información. La narración (el cuento, la fábula) y la experiencia concreta, unidas a la oralidad, son adversarias de la información, venerada por la affluent society de la Alemania de la Reconstrucción, como lo había sido por la Gestapo. Esta aversión a tecnocracias y burocracias retrotrae al folclore: en el origen de las novelas de Grass siempre hay un cuento (Pulgarcito en El tambor de hojalata, el Gato y el ratón en El gato y el ratón, el Pescador y su mujer en El rodaballo, de 1977…)
Galeano y Grass son románticos. La Sátira, toda sátira, se detiene. Entra en escena la Utopía, la «alegoría política», una narrativa originaria sobre la interacción de los hombres en sociedad. La visión del Danzig pretérito es alegórica: se trata de ordenar los restos de un mundo perdido. Ya no existe naturaleza: han de buscarse en el presente los rastros del universo desaparecido. La obra de Grass, la de Galeano, es así utópica: lo verdadero nunca está en la realidad, sino en la posibilidad. En Grass, el anticlasicismo se vuelve programa estético para la ficción novelística. Escapa de la «forma cerrada», se aleja de inmediato apenas se acerca a cualquier empatía. Huye del narrador omnisciente, del narrador autobiográfico, de la tradición novelística, de la veracidad histórica. Uno y otro, Galeano y Grass, espacializan el tiempo. Practican una pictórica, sincrónica «narración al fresco». Se mezclan sueños nocturnos y diurnos, hechos ficticios y sucesos reales. Frente a un fluir temporal uniforme, detienen el flujo histórico y consideran todas las épocas como contemporáneas –como igualmente cercanas a Dios, según el apotegma del historiador Ranke.
También Grass fue evocado en las necrológicas de la prensa alemana como si fuera el mítico Oskar, como si fuera «alguien que tiene los ojos azules», aunque los suyos no lo fueran. «Nada gusta porque sí», decía Baudelaire, y me citaba, cuando yo era chico, el escritor «kurepa» José Bianco. Pero eso, como diría Grass, «es cuento largo»...



«"Nada gusta porque sí", decía Baudelaire...»


TU COOLTURAL DE HOY, II: TERTULIA LITERARIA

Este lunes en que por coincidencia fúnebre fallecieron Günter Grass y Eduardo Galeano, conversamos, por correo electrónico, chat o aprovechando –más coincidencias– encuentros, con algunos escritores en una tertulia transterritorial disparada por la pregunta: «Günter Grass y Eduardo Galeano han muerto hoy. Si tuvieras que elegir un solo libro de uno solo de ellos como el mejor y el más importante de todos, ¿cuál sería, y por qué?» Al leer sus respuestas, muy distintas entre sí, cada lector tendrá sus preferencias, pero podemos asegurarle que todas le dirán algo valioso



















TERTULIA LITERARIA


Miguel Méndez

Antes que nada, me parece bien recordar un diálogo entre Galeano y Saramago que escuché cuando un estudiante, en el Foro Social de Porto Alegre, Brasil, les preguntó qué pensaban del papel de la universidad en la sociedad. Coincidieron en que eran antiuniversidad y en que ninguno de los dos había pretendido nunca asistir a ella. Defendieron un pensamiento y una literatura antiacademicistas. Se definieron como proletarios de la escritura que habían tenido que trabajar como obreros antes de tener renombre. Y, dejando ahora a Saramago, en eso se parecían también Günter Grass y Galeano: ninguno fue a la universidad. Ambos trabajaron en oficios comunes, y creo importante resaltarlo, sobre todo en el caso de Galeano, que no fue un intelectual académico, ni un profesional de la investigación; tampoco un poeta... Pero sí, tal vez, un escritor que en los años 70 del siglo XX despertó la sensibilidad de muchos por las causas perdidas en Latinoamérica. Mi primer libro de Galeano fue El Libro de los Abrazos; luego alguno menor, y, alguna vez, Las venas abiertas. El que más me divirtió fue Fútbol a sol y sombra; Úselo y Tírelo me gustó, un librito que indaga en la cuestión ecológica, y bueno, Patas Arriba me sirvió para darme cuenta de cómo funcionan (al revés) las cosas en el mundo. Creo que lo más importante de Galeano es que, justamente por no tener una formación académica, ni de escritor, ni de periodista, su escritura hace navegar al lector por universos heterodoxos que no se terminan de cerrar ni en la poesía, ni en el relato histórico riguroso, ni en la crónica periodista, pero que nos hacen comulgar con sus ideas de justicia y libertad. Creo que Galeano tuvo el raro papel de ser un iniciador de lectores. Unos llegan a sus textos desde la literatura, otros desde el periodismo, otros desde la preocupación social. No es poco este papel: algunos tienen que iniciar a los lectores.

Ricardo Loup

El tambor de hojalata es para mí el non plus ultra de la narrativa del siglo XX. Divertida, sarcástica, delirante, alocada, etc., etc. Creo que instaura una irreverencia en la literatura que antes no había, salvo quizás con Ulises. Y es muy densa por partes. Para mí, es genial de cabo a rabo. El tambor de hojalata es, digo a menudo, la mejor novela que he leído en mi vida; llena de ingenio, ironía y pasajes rayanos en la locura. También considero a Oskar el mejor personaje de la literatura universal. En mi opinión, lo de Galeano va por otro lado, por el lado social, más bien. Un capo, sin duda, pero menos por la literatura en sí.

Agustín Pérez Leal

Elegir un libro de Grass es fácil; de Galeano, no tanto. De Grass elegiría El tambor de hojalata porque cambió la conciencia que los alemanes tenían de sí mismos. De Galeano, Las venas abiertas... marcó época, pero no es su mejor libro (en mi opinión), así que, si tuviera que elegir uno solo, sería Memoria del fuego. Porque es literatura de alto voltaje y va más hondo y más lejos que el resto de sus libros. Y entre Grass y Galeano, elijo uno de Galeano. Galeano es un continente. Grass es solo un país. Y un país que ya pasó.

Juan Ramírez Biedermann

Elegiría El tambor de hojalata porque pocas novelas han sido capaces de hacerme sentir la desesperada necesidad de ser escuchado o entendido o justificado, y todo gracias a los gritos de Oskar Matzerath.

Mónica Bustos

El tambor de hojalata es una obra maestra de las más importantes de la literatura universal. Es surrealista, grotesca, metafórica, incómoda, genial, brillante, triste, divertida, la leí a los quince años y me produjo reacciones psicosomáticas y hasta ahora cuando tengo fiebre con alucinaciones digo que tengo la enfermedad del Tambor de Hojalata. Adiós pequeño nazi arrepentido, siempre llevaré en mi corazón tus Años de Perro.
Las venas abiertas... son las venas abiertas. Como dijo Galeano, prosa pesada de izquierda tradicional, pero con mucha influencia en Latinoamérica, la obra que lo hizo mundialmente conocido. Para mí no es lo máximo, a pesar de que en mi última novela un chupacabras izquierdista dice que es su libro favorito, pero entiendo totalmente su decisión: a él le encantan Las venas abiertas. Creo que a mucha gente es la obra que le ha marcado; claro que muchos de estos no han leído otra cosa.

Moncho Azuaga

El rodaballo y Memorias del fuego por su universalidad fundacional, su amplia visión antropológica, su belleza experimental y su profunda simbología de cantos universales sobre la condición humana. Creo que no debemos elegir entre ellos, sino sumarlos, porque son dos rostros de nuestra multiplicidad.

Lía Colombino

Los libros de Galeano están entre mis afectos, casi como si fueran gente. De esas personas que fueron parte de una historia y que ya no podrías sacar de tu vida aunque quisieras. Yo podría prescindir de Oskar, sin embargo, en mi historia personal. Así que, literariamente, elijo El tambor de hojalata, de Grass. Pero los afectos, uno no los elije.

Cristino Bogado

Elijo Años de perro (Hundejahre), de Günter Grass. Uno, porque reaparece el tambor de hojalata de niño, que «debe ser el hijo del tendero de ultramarinos Matzerath, que no está del todo bien de la cabeza». Dos, porque define Befreite Hände (peli de 1939 con la actriz del momento, Brigitte Horney) por su «olor a avellanas todavía verdes» cuando Harry y Jenny la ven mientras Harry mete el dedo en el agujero de Jenny para saber si huele como el de Tula –da para contar la historia del cine con este parámetro: ¿a qué huelen Vértigo, Satantango, El espejo, Larga es la noche, Posesión–? Tres, por la desternillante parodia y la burla sangrienta de la jerga de la autenticidad de Heidegger: «precisamente la palabrita existencia se adaptaba a todo: –¿Existe por ahí un cigarrillo? ¿Quién se viene a existir en el cine? Si no te callas la boca en el acto, te existo una. El que estaba enfermo hacia la existencia sobre un costal de paja. El permiso semanal se designaba como pausa de existencia. Y si alguien había pescado a una muchacha, se vanagloriaba, después de la retreta, de las veces que se había introducido en su existencia». Cuatro, por la moraleja dialéctica negativa final: «Y si no hubiera espantajos, tampoco habría pájaros». Y cinco, por su teoría de la narrativa, hermana de la de Las mil y una noches: «porque mientras narramos historias seguimos viviendo. Mientras se nos sigue ocurriendo algo, con efecto inesperado o sin él, historias de perros, historias de anguilas, historias de espantajos, historias de ratas, historias de crecidas de río, historias de recetas, historias de mentiras e historias de libro de lectura, mientras sigan pudiendo entretenernos historias, ningún infierno es capaz de entretenernos».

León Félix Batista

Elijo a la vez El tambor de hojalata y Las venas abiertas porque El tambor de hojalata muestra inequívoca pero imaginariamente (lo palpable mediante la ficción) la crudeza de la guerra y su azote a nuestra intimidad, porque Las venas abiertas, con razonamientos vestidos de literatura y crónica, iluminó nuestras conciencias sobre los despojos y engañifas con espejitos a los que habíamos sido (y seguíamos siendo) sometidos, y porque son dos modos de arrojar luz de dos cuyas luces se apagaron a la vez.


Hemos tenido el placer de conversar hoy en estas páginas con:


Miguel Méndez. Nació en Asunción en 1975 y vive en Quito. Integró el Colectivo Rafael Barrett y el movimiento Generación de los 90. Ha publicado Allaite (Asunción, El Ombligo del Mundo, 2003) y Todos somos de Gua’u (El Ombligo del Mundo, 2004), entre otros libros. Ganó el Premio de Poesía Rubén Bareiro Saguier 2009 con Guarania del Llanto.


Ricardo Loup. Nació en Asunción en 1986. Ganó el Tercer Puesto del concurso de cuentos Doctor Jorge Ritter, organizado por la cooperativa Coomercipar Limitada, con su relato «La Flecha Guaraní», en el 2013. Figura en antologías como Lascivia Textual (Asunción, 2014).




Agustín Pérez Leal. Nació en Teruel en 1965 y vive en Alicante. Ha publicado Cuarto Cuaderno (Valencia, Pre-Textos, 2001) y La Noche en Arras (Pre-Textos, 2006; Premio de Poesía Gerardo Diego). Figura en antologías como Orfeo XXI (Gijón, Libros del Pexe, 2005) y Jóvenes poetas españoles (México DF, La Jornada, 2007).


Juan Ramírez Biedermann. Nació en Asunción en 1976. Integrante de los grupos de rock Sabaoth y Eyesight. Ha publicado Nobis (Asunción, Fondec, 2007), El fondo de nadie (Lima, Altazor, 2010; mención de honor en el Premio Nacional de Literatura de Paraguay, 2011) y Plegaria de Penumbras (Lima, Altazor, 2011).

Mónica Bustos. Nació en Asunción en 1984. Ha publicado León muerto (edición de la autora, 2003), Complejo de Bustos (ídem, 2004), Chico Bizarro y las moscas (Asunción, Alfaguara, 2010; Premio Augusto Roa Bastos de Novela 2010), Villa Veneno (Asunción, Felicita Cartonera, 2010), El club de los que nunca duermen (Asunción, Alfaguara, 2012) y Novela B (Alfaguara, 2013).

Moncho Azuaga. Nació en Asunción en 1952. Miembro del Taller de Poesía Manuel Ortiz Guerrero. Ha publicado Bajo los vientos del sur (Asunción, Alcándara, 1986), Arto cultural (Asunción, Arte Nuevo, 1989) y Pancha Garmendia y Elisa Lynch: El amor en los tiempos de López / Babilonia Sur (Asunción, Arandurã, 2006), entre otros libros.

Lía Colombino. Nació en Asunción en 1974. Integra el colectivo Ediciones de la Ura y coordina el taller de escritura Abrapalabra. Ha publicado Las cavidades ausentes (Asunción, Arandurã / Cuadernos de la Ura, 2000), Proyecto Auricular (audioplaqueta con Javier Palma, 2006) y (lupa) (Ediciones de la Ura, 2009), entre otros títulos. Ha participado en encuentros como el Poetry parnassus en Londres (2012)

Cristino Bogado. Nació en Asunción en 1967. Ha publicado La Copa de Satana (Ediciones de la Ura, 2002), Dandy ante el Vértigo (Jakembó, 2004), Amor Karaíva (Bs. Aires, Milena Caserola, 2010), Contra el fútbol (Okara Japu, 2013) y Puente Ka’í (marzo, 2015), entre otros. Figura en antologías como Neues vom fluss (Berlín, Lettrétage, 2010) y Los Chongos de Roa Bastos (Bs. Aires, Santiago Arcos, 2011).

León Félix Batista. Nació en Santo Domingo en 1964 y vive en Brooklyn, Nueva York. Ha publicado Crónico (Buenos Aires, Tsé-Tsé, 2000), Tour por todo (Barcelona, Las Hojas del Diluvio, 1995) y Burdel Nirvana (Santo Domingo, Taller, 2001; Premio Casa de Teatro de Poesía), entre otros libros. Figura en antologías como Cuerpo Plural (Valencia, Pre-Textos, 2010).

TU COOLTURAL DE HOY, I: LA SELECCIÓN DE LOS OLVIDADOS

Tanto Günter Grass (1927-2015) como Eduardo Galeano (1940-2015) eran aficionados al fútbol y escribieron sobre fútbol. Ambos pertenecieron profundamente al siglo XX, cuya literatura tomó este deporte, entre otras expresiones de la cultura popular, como uno de sus temas, y cuya economía hizo de este deporte, entre muchas otras cosas, una industria. Vaya, como saludo póstumo a dos escritores cuya disimilitud refleja las contradicciones de una historia sin la cual estaríamos incompletos, este artículo del doctor Alejandro Encina Marín acerca del fútbol, la muerte y la memoria.




Arsenio Erico (1915-1977) salta y cabecea el balón durante un partido contra River Plate en 1935, en una imagen mundialmente célebre


















Hace más de setenta y cinco años que veo fútbol; he visto pasar a muchos futbolistas por los diversos clubes y quiero formar, para la memoria afectuosa de los jugadores de ayer y el fervoroso aliento a los jugadores de hoy, una selección de grandes del balompié paraguayo. Quiero resucitar a los olvidados para formar una legión de «poras» que nos aliente a ganar y llegar a los campeonatos.
Mi recuerdo más lejano es de 1936 o 37, un clásico Cerro Porteño-Olimpia. Aunque mi padre era de Nacional, me llevó al «Bosque» a ver el espectáculo central de nuestro fútbol.
Tiempos de chipa y aloja, y de un bizcocho de miel de caña que se llamaba «boquerón». Tiempos de árbitros de blanco: camisa blanca de manga larga arremangada, pantalones de brin blanco, largos, y «championes» blancos. Años después, Marcos Gerinaldo Rojas, alias «Muñequita»; Arsenio Lugo, Cayetano de Nicola y Mario Rubén Heyn, entre otros, tendrían que llevar camisas y shorts color carbón, y los cronistas deportivos los llamarían «los hombres de negro».
Aún no habían irrumpido en el éter Pedrito García, Julio César Maldonado ni Victoriano Vera, el cronista de los deportes menores, como las «bochas» –«el deporte de las lisas y rayadas»–. Ni Gerardo Halley Mora. Gerardo vivió becado unos años en Estados Unidos, y no decía «saque de mano», sino «throw in», ni «tiro de penal», sino «penalty kick», ni «tiro de esquina», sino «corner». Además, pronunciaba correctamente «off side» –el público decía «orsái»–.
Aún no se transmitían partidos. Recuerdo a «Pakú» Domínguez, luego masajista de Olimpia, «transmitiendo», de una emisora porteña de onda corta, un partido Paraguay-Argentina por los parlantes del diario «El Liberal» en sus balcones de Chile casi General Díaz.
Recuerdo a Sinforiano García, «cuidapalos» de Cerro y de la Selección, donde le ganó por puntos la titularidad al golero del Olimpia Armando Ramos. Lo vi en 1946 en la cancha de San Lorenzo de Almagro, en Buenos Aires, en un encuentro ante Chile; nos sancionaron con un penal que ejecutó el interior derecho Cremaschi. Con gran estirada, Sinfó levantó el tiro, pero, al ponerse de pie, el esférico le golpeó la espalda, y entró el gol.
Aun así ganamos 2 a 1 con un cañonazo de Albino Rodríguez, centro delantero del «Kelito» (River Plate), que venció al celebrado Roque Gastón Maspoli.
Sinfó García fue después transferido al Flamenco, de Brasil. En su monumental campo de juego, una placa de bronce recuerda el paso del arquero paraguayo por sus filas. Hoy pocos cerristas, en sus conversaciones, se acuerdan de este jugador que honró camisetas internacionales.
Para la Selección de los Olvidados, pongo de arquero suplente a Miguel Salinas, que, creo, primero jugó en Guaraní, y destacó luego en el hoy casi extinto River Plate. En la crónica de «Mundo Deportivo», revista llena de fotos y de hojas brillantes que dirigía Pedrito García, cuando Salinas jugó por River contra Olimpia y el Decano ganó 7 a 1, el mejor hombre de la cancha fue… ¡Miguel Salinas, el arquero del vencido! Flota aún en mi mente la pregunta: ¿cómo hubiera concluido el partido sin Salinas?
La extrema defensa de los equipos eran dos «backs». En mi equipo, a la derecha está don Enrique Hugo, de Guaraní y del Nacional que, con goles de Pedro Fernández y Francisco Sosa, de Cerro, Vicente Sánchez (Nacional), Delfín Benítez Cáceres (Libertad) y Juan Bautista Villalba (Luqueño), venció a la selección argentina de Muñoz, Pedernera, Méndez, Labruna y Loustau por 5 a 1 en Asunción en 1946. Enrique Hugo, un «Rey del Área» de enorme agilidad en «chilenas» y «palomitas», fue transferido a Peñarol, de Montevideo, donde brilló varios años. Recuerdo que jugaba con boina negra.
También llamo a Amado Casco, defensor izquierdo de Libertad, y a otro genio gumarelo, Antonio Invernizzi. La memoria de los rayados de negro y oro y los blanquinegros, a los que tantos alegrones dieron, es ingrata con estos tres defensores de mi selección. Y conste que no me olvido de Idalino Monges, que terminó transferido a Independiente de Buenos Aires, ni de Casiano Céspedes, «El Mariscal», que destelló en las filas de Sportivo Luqueño y de la Selección Nacional de su tiempo.
El mediocampo lo formaban tres «halves». Y había varios clubes con una espectacular línea media. En Libertad, Gavilán, Leguizamón y Hermosilla; en Olimpia, Granje, Goretta y Cantero; en Nacional, Coronel, Magín «Lo’ongo» Gómez y Santomé. (Lo de «Lo’ongo» se le quedó a Magín de la época en que jugó en el Hayes, célebre por los apodos de sus integrantes, como Sixto «Chorito» Noceda, «Rubité» Jara o «Capachelo» Melgarejo).
Son memorables para mí Doroteo Coronel, de Nacional, y Justo «Baby» Díaz de Vivar, olvidado por la hinchada olimpista, ágil campeón de salto alto que dejó el fútbol por la Medicina para ser uno de los más célebres facultativos de Pedro Juan Caballero, donde vive hasta ahora, como vive en mi recuerdo por su caballerosidad y limpieza. (Creo que se especializó en ginecología y que está entre los profesionales del gremio médico que «trabajan donde lo’ perro’ se divierten»).
En el centro, pocos como Leguizamón y Magín Gómez, un científico de la disciplina, pero quien más me impactó fue un «centre half» del Atlántida, el argentino-paraguayo Santiago «Piola» Mendoza, que alternó con un centrocampista de poca estatura pero muy fino en su juego, Numa Alcides Mallorquín –que brilló más en la política, colorado, siempre opositor, presidente de centros estudiantiles, agresivo, más tarde embajador de Paraguay en Londres–. «Piola» Mendoza no solo brilló en su club, sino también como «colado» en internacionales amistosos; así, jugó por Cerro y por Libertad un sábado y un domingo en dos internacionales sucesivos: el «Ciclón» derrotó al Huracán de Buenos Aires por 2 a 1 con dos goles de Piola, que lesionó al arquerazo del «Globito», Barrionuevo, al otro día reemplazado por Lentini, y Libertad ganó 2 a 1, también con un gol de Piola Mendoza.
A la izquierda, en el mediocampo, hubo una época feliz con el «Torito» (de Paraguarí) Benegas en Cerro Porteño, «Hormiguita» Fernández (jugaba con boina blanca) en Libertad y Sixto Castor Cantero en Olimpia. Antes de ser centre half y deslumbrar en Paraguay y Colombia por su elegancia, el «Mariscal» José Ocampo fue marcador de punta izquierda (antes esa era su función, y no la de «carrilero»), y su figura alta y espigada pasea por la añoranza de quienes lo vimos defender al entonces Nacional Fútbol Club.

Arsenio Erico (1915-1977) salta y cabecea el balón durante un partido contra River Plate en 1935, en una imagen mundialmente célebre


En la parte de los goleadores, la línea delantera, desde el «wing derecho» (o, como diría Halley Mora, «winger»), evoco el primero a ese «chico» de Nacional que se llamó Cecilio Martínez y que, aunque perdimos 1 a 0 contra Brasil en cancha de Libertad en 1952, partido por la Copa del Mundo, reconcilió al público con el combinado paraguayo dándole un «baile» que no puede pasar nunca al olvido a uno de los puntos altos del equipo «rapái», Djalma Santos, marcador de fuste al que el pequeño Cecilio llenó de gambetas y, al decir porteño, «le escondió la pelota» hasta hacerlo perder la noción del lugar en que estaba.
Y con Cecilio, también guitarrero y cantor, viene a mi memoria el liberteño Hermes González, que jugó en delantera con el inmortal «Coquito» Eulogio Martínez, nuestro embajador futbolero en España, cuyas redes llenó de goles, y «Papi» Rolón y Salinas en la punta izquierda.
En la punta derecha, a Lugo, de Sportivo Luqueño, la violencia de su pierna diestra lo llevó al equipo mayor de la Liga Paraguaya. En el mismo puesto jugó Pablito León, de Guaraní, Campeón Sudamericano de Lima; en el último partido contra Brasil, fungió de «aguatero» hasta que, a los 85’, reemplazó a Ángel Berni e intempestivamente puso el marcador a nuestro favor, asegurando el campeonato y provocando los titulares porteños: «El aguatero paraguayo gana el campeonato».
Y me pongo de pie para nombrar a Tiberio Godoy, del Decano, al que vi jugar un centenar de veces. Sobrio, serio, hacía que nada existiera fuera de cada encuentro. Maestro en parar la pelota con el muslo y en enviarla de un fuerte tiro al «rincón de las ánimas», lejos del arquero. Y no puedo soslayar a Vicente Sánchez, mi amigo, técnico del club cuando en 1963 me hice cargo de su presidencia con la misión de salvarlo del descenso. Misión cumplida.
El centro delantero, «fobal centro» para la hinchada, era el jugador más importante y por lo general el goleador. En mi equipo entra Leocadio Marín, iteño, centro delantero de Olimpia y de la Selección Nacional, que terminó su carrera en el Nacional de Montevideo, donde alguna vez, por su velocidad, fue puntero derecho y desplazó a Atilio García, prócer del equipo oriental. En un partido ante el São Paulo de Brasil, que Olimpia ganó 6 a 2, Marín eludió a cinco defensores, dejó, con fina gambeta, tirado en el suelo al arquero Gilmar, y entró en el arco «con pelota y todo». Gran cabeceador, funcionario del Banco del Paraguay, alumno de la facultad de Ciencias Económicas, Marín competía por ser el mejor en su puesto con Teófilo Espínola, de Libertad, y Francisco Sosa, entonces de Cerro Porteño, más conocido como «Mano Santa» porque, instalado cerca de Tuyucuá, ponía los huesos en su lugar a los futbolistas que (pese a que los más prestigiosos traumatólogos estaban al servicio de sus respectivos clubes –el profesor Manuel Giagni, al del Olimpia; el doctor Gerónimo Segovia, al de Nacional; el doctor Mieres, exjugador, al de Cerro Porteño; el doctor Mosciaro, al de Libertad…–) acudían a él.
Los «aborígenes» de Guaraní no hablan ya de Atilio Mellone y sus hazañas en el Rogelio L. Livieres, y como ariete del Huracán de Buenos Aires. El «Indio», lo motejaron los del «Globito» cuando, al frente de su delantera, disputaba el título de «scorer» del campeonato rioplatense. Me parece extraño ver hoy como dócil cónyuge, las bolsas de las compras que hace su señora en la calle Garibaldi a cuestas, al intrépido jugador que recibía golpes, como todo «crack», en los campos del fútbol.
De interior izquierdo, Eulogio Martínez, goleador en Libertad y creo que en el Barcelona, donde llenó de gloria a Paraguay, «Ka’i» González (Luqueño), César Cabrera (Nacional), Juan Ángel Romero (Olimpia), que llevó a España su genio goleador. «Romerito», de Luqueño, y el «Melli» de Cerro son muy nuevos para integrar la Selección de los Olvidados. Invoco para este lugar del cuadro a Alejandrino Genes, de Nacional, de la Selección y de equipos colombianos en la diáspora del fútbol cafetero. Y conste que vi al «Machetero» Delfín Benítez Cáceres (Libertad y Boca Juniors) brillar en la victoria sobre Argentina por 5 a 1 en la Copa Chevallier Boutell. Lo de «Machetero» le venía de los días de la Guerra del Chaco, cuando honraba a Paraguay en el equipo «Xeneixe».
Como puntero izquierdo, por su velocidad, llamo a un gran olvidado. ¿Quién se acuerda de Leongino Unzaín? Jugó con la selección de su pueblo, Guarambaré, el Campeonato Nacional en la Capital, y destacó por su carrera inalcanzable y por sus goles. Pasó del equipo campesino a la Academia, y cuando apenas había jugado dos o tres partidos, su ficha fue solicitada, creo que por el Napoli, y nuestro pequeño «wing izquierdo» viajó a Italia, donde brilló por un tiempo.
Una noche invernal, Unzaín iba por una calle de Italia bajo la nevada. Su estatua más admirada era la de Garibaldi, de quien le contaron que había estado en Paraguay. Al ver al prócer soportar la ventisca sin apearse del corcel, paró el auto, se bajó, trepó el pedestal de mármol y abrigó a Garibaldi con su bufanda de lana escocesa.
En este puesto vi jugar al célebre «Avión Colí», de Cerro, al «Cañonero» Silvio Parodi y a otro realmente olvidado, pues no sé su apellido, pero sí sé que, jugando por la Selección Nacional, luego de los primeros 50 segundos, en que marcó el primer gol, le hizo otros cuatro a Roque Gastón Maspoli, «superstar» del fútbol uruguayo y capitán del cuadro.
Se me acaba el repertorio de setenta y cinco años de ver rodar la pelota por los campos del mundo, y la memoria también; los lectores lo podrán confirmar si reparan en que no he recordado el apellido del vencedor de los campeones de la remota época de Amsterdam y Colombes desde los años treinta.
Fuera de mi Selección de los Olvidados, quiero decir que vi jugar a uno que debe estar jugando en el Equipo del Olimpo del balompié: vi a Arsenio Erico, el Saltarín Rojo, hacer la jugada que inmortalizó al arquero Higuita, «El Escorpión», dos veces. La primera, jugando por Independiente de Avellaneda en un doble amistoso entre los campeones de Paraguay y Argentina en 1946, Avellaneda y Nacional, en Asunción; jugó a media fuerza y hubo un empate 4 a 4. La segunda, al otro día. «Picado» por un violento «fault», el Hombre de Goma marcó cuatro goles; uno fue El Escorpión. El resultado, 7 a 3 en detrimento de los locales. Pero el Avellaneda tenía un equipo de lujo: «Tarzán» Bello, Lecea y Coletta en el arco; Oscar Sastre, Leguizamón y Mourin en la línea media; y, como delanteros, Maril de la Mata, Erico, Antonio Sastre y Zorrilla. Fuera del resultado, nuestra «Academia» le metió al campeón porteño… ¡siete goles en dos partidos!
Es hora de terminar. Mi recuerdo fiel es grato al conjurar la bendición de los Olvidados, que ya no están en este mundo, para los grandes goles del futuro.


"C'est Nijinsky", dijo el poeta y narrador modernista francés Paul Morand (1888-1976) al verlo jugar en los años treinta. Arsenio Pastor Erico, el mejor futbolista paraguayo de la historia


domingo, 5 de abril de 2015

DEL ITALIANO OESTE










«Tierra de la fantasía,
el desierto de Almería,
donde a balazos y canciones
el gran Ennio Morricone
bailar a la Muerte hacía»

(Romancero pop del Tercer Milenio, Fragmento de una de las Coplas Urbanas del Anónimo posmoderno del siglo XXI)

En las décadas de 1960 y 1970, varios directores italianos (como los «Tres Sergios», Sergio Leone, Sergio Corbucci y Sergio Sollima) filmaron largometrajes de bajo presupuesto, en el desierto de Almería, sobre todo, devenido sucedáneo ibérico de los «verdaderos» (en el relato) escenarios de sus historias (los desiertos del sur de Estados Unidos y del norte de México). Fue la época dorada del «spaghetti western», un subgénero cinematográfico que abrió nuevos caminos a la representación de la violencia en el arte.



Clint Eastwood y Sergio Leone en Almería durante el rodaje de Per un pugno di dollari












«Django desencadenado», el último –mientras llega el estreno de «The Hateful Eight», anunciado para este año– largometraje del director, guionista, productor y actor Quentin Tarantino (Knoxville, Tennesse, 1963), es un homenaje al subgénero cinematográfico conocido como «spaghetti western». Pero ¿qué es el «spaghetti western»? Nos lo cuenta hoy el inefable Julián Sorel en su artículo SPAGHETTI WESTERN: El italiano Oeste 



http://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/el-italiano-oeste-1353151.html















Se ha dicho, entre otras cosas, que es una adaptación del «Yojimbo» (1961) de Akira Kurosawa (escrita por Kurosawa y Ryuzo Kikushima), y que «Yojimbo», a su vez, está inspirada en «La llave de cristal» (1942), de Stuart Heisler, y que «La llave de cristal», por su parte, está basada en la novela homónima de Dashiell Hammett. Nos referimos a «Por un puñado de dólares»: PER UN PUGNO DI DOLLARI: Medio siglo de spaghetti 















Si bien en los últimos meses del año pasado se comenzó a celebrar el primer medio siglo (1964 - 2014) del estreno de «Por un puñado de dólares» y, por ende, el primer medio siglo de la aparición del «spaghetti western», hubo otros dos aniversarios relacionados con esto, algo más sombríos, mas no por ello menos dignos de memoria, que, a pesar de su «redondez» curiosamente coincidente (¿coincidencia trinitaria?), no tuvieron repercusión: LOS OTROS ANIVERSARIOS 









Estrenado en los cines de Estados Unidos el 25 de diciembre del 2012 a modo de simpático y extraño regalo acorde a fecha tan dadivosa, el último largometraje de Tarantino hizo disfrutar a muchos y rabiar a muchos más, como de costumbre. Pongámosle un poco de pimienta al chocolate pascual de este domingo metiendo las zarpas en la polémica sobre una de las películas que más discusiones ha alimentado y sigue alimentando en los últimos dos años, esa especie de oda al «spaghetti western» que se titula «Django Unchained», «Django desencadenado». Y cuando te internes en estas ardientes disputas, recuerda , sutil lectora, sagaz lector, que la «D» es muda. DJANGO DESENCADENADO: La verdad de la ficción














AGITADO Y PROVECHOSO DOMINGO PARA TI, OSADA LECTORA, INQUIETO LECTOR, Y QUE SALGAMOS DE ÉL TODOS ALGO MÁS DESENCADENADOS