Tanto Günter Grass (1927-2015) como Eduardo Galeano (1940-2015) eran aficionados al fútbol y escribieron sobre fútbol. Ambos pertenecieron profundamente al siglo XX, cuya literatura tomó este deporte, entre otras expresiones de la cultura popular, como uno de sus temas, y cuya economía hizo de este deporte, entre muchas otras cosas, una industria. Vaya, como saludo póstumo a dos escritores cuya disimilitud refleja las contradicciones de una historia sin la cual estaríamos incompletos, este artículo del doctor Alejandro Encina Marín acerca del fútbol, la muerte y la memoria.
Hace más de setenta y cinco años que veo fútbol; he visto pasar a muchos futbolistas por los diversos clubes y quiero formar, para la memoria afectuosa de los jugadores de ayer y el fervoroso aliento a los jugadores de hoy, una selección de grandes del balompié paraguayo. Quiero resucitar a los olvidados para formar una legión de «poras» que nos aliente a ganar y llegar a los campeonatos.
Mi recuerdo más lejano es de 1936 o 37, un clásico Cerro Porteño-Olimpia. Aunque mi padre era de Nacional, me llevó al «Bosque» a ver el espectáculo central de nuestro fútbol.
Tiempos de chipa y aloja, y de un bizcocho de miel de caña que se llamaba «boquerón». Tiempos de árbitros de blanco: camisa blanca de manga larga arremangada, pantalones de brin blanco, largos, y «championes» blancos. Años después, Marcos Gerinaldo Rojas, alias «Muñequita»; Arsenio Lugo, Cayetano de Nicola y Mario Rubén Heyn, entre otros, tendrían que llevar camisas y shorts color carbón, y los cronistas deportivos los llamarían «los hombres de negro».
Aún no habían irrumpido en el éter Pedrito García, Julio César Maldonado ni Victoriano Vera, el cronista de los deportes menores, como las «bochas» –«el deporte de las lisas y rayadas»–. Ni Gerardo Halley Mora. Gerardo vivió becado unos años en Estados Unidos, y no decía «saque de mano», sino «throw in», ni «tiro de penal», sino «penalty kick», ni «tiro de esquina», sino «corner». Además, pronunciaba correctamente «off side» –el público decía «orsái»–.
Aún no se transmitían partidos. Recuerdo a «Pakú» Domínguez, luego masajista de Olimpia, «transmitiendo», de una emisora porteña de onda corta, un partido Paraguay-Argentina por los parlantes del diario «El Liberal» en sus balcones de Chile casi General Díaz.
Recuerdo a Sinforiano García, «cuidapalos» de Cerro y de la Selección, donde le ganó por puntos la titularidad al golero del Olimpia Armando Ramos. Lo vi en 1946 en la cancha de San Lorenzo de Almagro, en Buenos Aires, en un encuentro ante Chile; nos sancionaron con un penal que ejecutó el interior derecho Cremaschi. Con gran estirada, Sinfó levantó el tiro, pero, al ponerse de pie, el esférico le golpeó la espalda, y entró el gol.
Aun así ganamos 2 a 1 con un cañonazo de Albino Rodríguez, centro delantero del «Kelito» (River Plate), que venció al celebrado Roque Gastón Maspoli.
Sinfó García fue después transferido al Flamenco, de Brasil. En su monumental campo de juego, una placa de bronce recuerda el paso del arquero paraguayo por sus filas. Hoy pocos cerristas, en sus conversaciones, se acuerdan de este jugador que honró camisetas internacionales.
Para la Selección de los Olvidados, pongo de arquero suplente a Miguel Salinas, que, creo, primero jugó en Guaraní, y destacó luego en el hoy casi extinto River Plate. En la crónica de «Mundo Deportivo», revista llena de fotos y de hojas brillantes que dirigía Pedrito García, cuando Salinas jugó por River contra Olimpia y el Decano ganó 7 a 1, el mejor hombre de la cancha fue… ¡Miguel Salinas, el arquero del vencido! Flota aún en mi mente la pregunta: ¿cómo hubiera concluido el partido sin Salinas?
La extrema defensa de los equipos eran dos «backs». En mi equipo, a la derecha está don Enrique Hugo, de Guaraní y del Nacional que, con goles de Pedro Fernández y Francisco Sosa, de Cerro, Vicente Sánchez (Nacional), Delfín Benítez Cáceres (Libertad) y Juan Bautista Villalba (Luqueño), venció a la selección argentina de Muñoz, Pedernera, Méndez, Labruna y Loustau por 5 a 1 en Asunción en 1946. Enrique Hugo, un «Rey del Área» de enorme agilidad en «chilenas» y «palomitas», fue transferido a Peñarol, de Montevideo, donde brilló varios años. Recuerdo que jugaba con boina negra.
También llamo a Amado Casco, defensor izquierdo de Libertad, y a otro genio gumarelo, Antonio Invernizzi. La memoria de los rayados de negro y oro y los blanquinegros, a los que tantos alegrones dieron, es ingrata con estos tres defensores de mi selección. Y conste que no me olvido de Idalino Monges, que terminó transferido a Independiente de Buenos Aires, ni de Casiano Céspedes, «El Mariscal», que destelló en las filas de Sportivo Luqueño y de la Selección Nacional de su tiempo.
El mediocampo lo formaban tres «halves». Y había varios clubes con una espectacular línea media. En Libertad, Gavilán, Leguizamón y Hermosilla; en Olimpia, Granje, Goretta y Cantero; en Nacional, Coronel, Magín «Lo’ongo» Gómez y Santomé. (Lo de «Lo’ongo» se le quedó a Magín de la época en que jugó en el Hayes, célebre por los apodos de sus integrantes, como Sixto «Chorito» Noceda, «Rubité» Jara o «Capachelo» Melgarejo).
Son memorables para mí Doroteo Coronel, de Nacional, y Justo «Baby» Díaz de Vivar, olvidado por la hinchada olimpista, ágil campeón de salto alto que dejó el fútbol por la Medicina para ser uno de los más célebres facultativos de Pedro Juan Caballero, donde vive hasta ahora, como vive en mi recuerdo por su caballerosidad y limpieza. (Creo que se especializó en ginecología y que está entre los profesionales del gremio médico que «trabajan donde lo’ perro’ se divierten»).
En el centro, pocos como Leguizamón y Magín Gómez, un científico de la disciplina, pero quien más me impactó fue un «centre half» del Atlántida, el argentino-paraguayo Santiago «Piola» Mendoza, que alternó con un centrocampista de poca estatura pero muy fino en su juego, Numa Alcides Mallorquín –que brilló más en la política, colorado, siempre opositor, presidente de centros estudiantiles, agresivo, más tarde embajador de Paraguay en Londres–. «Piola» Mendoza no solo brilló en su club, sino también como «colado» en internacionales amistosos; así, jugó por Cerro y por Libertad un sábado y un domingo en dos internacionales sucesivos: el «Ciclón» derrotó al Huracán de Buenos Aires por 2 a 1 con dos goles de Piola, que lesionó al arquerazo del «Globito», Barrionuevo, al otro día reemplazado por Lentini, y Libertad ganó 2 a 1, también con un gol de Piola Mendoza.
A la izquierda, en el mediocampo, hubo una época feliz con el «Torito» (de Paraguarí) Benegas en Cerro Porteño, «Hormiguita» Fernández (jugaba con boina blanca) en Libertad y Sixto Castor Cantero en Olimpia. Antes de ser centre half y deslumbrar en Paraguay y Colombia por su elegancia, el «Mariscal» José Ocampo fue marcador de punta izquierda (antes esa era su función, y no la de «carrilero»), y su figura alta y espigada pasea por la añoranza de quienes lo vimos defender al entonces Nacional Fútbol Club.
En la parte de los goleadores, la línea delantera, desde el «wing derecho» (o, como diría Halley Mora, «winger»), evoco el primero a ese «chico» de Nacional que se llamó Cecilio Martínez y que, aunque perdimos 1 a 0 contra Brasil en cancha de Libertad en 1952, partido por la Copa del Mundo, reconcilió al público con el combinado paraguayo dándole un «baile» que no puede pasar nunca al olvido a uno de los puntos altos del equipo «rapái», Djalma Santos, marcador de fuste al que el pequeño Cecilio llenó de gambetas y, al decir porteño, «le escondió la pelota» hasta hacerlo perder la noción del lugar en que estaba.
Y con Cecilio, también guitarrero y cantor, viene a mi memoria el liberteño Hermes González, que jugó en delantera con el inmortal «Coquito» Eulogio Martínez, nuestro embajador futbolero en España, cuyas redes llenó de goles, y «Papi» Rolón y Salinas en la punta izquierda.
En la punta derecha, a Lugo, de Sportivo Luqueño, la violencia de su pierna diestra lo llevó al equipo mayor de la Liga Paraguaya. En el mismo puesto jugó Pablito León, de Guaraní, Campeón Sudamericano de Lima; en el último partido contra Brasil, fungió de «aguatero» hasta que, a los 85’, reemplazó a Ángel Berni e intempestivamente puso el marcador a nuestro favor, asegurando el campeonato y provocando los titulares porteños: «El aguatero paraguayo gana el campeonato».
Y me pongo de pie para nombrar a Tiberio Godoy, del Decano, al que vi jugar un centenar de veces. Sobrio, serio, hacía que nada existiera fuera de cada encuentro. Maestro en parar la pelota con el muslo y en enviarla de un fuerte tiro al «rincón de las ánimas», lejos del arquero. Y no puedo soslayar a Vicente Sánchez, mi amigo, técnico del club cuando en 1963 me hice cargo de su presidencia con la misión de salvarlo del descenso. Misión cumplida.
El centro delantero, «fobal centro» para la hinchada, era el jugador más importante y por lo general el goleador. En mi equipo entra Leocadio Marín, iteño, centro delantero de Olimpia y de la Selección Nacional, que terminó su carrera en el Nacional de Montevideo, donde alguna vez, por su velocidad, fue puntero derecho y desplazó a Atilio García, prócer del equipo oriental. En un partido ante el São Paulo de Brasil, que Olimpia ganó 6 a 2, Marín eludió a cinco defensores, dejó, con fina gambeta, tirado en el suelo al arquero Gilmar, y entró en el arco «con pelota y todo». Gran cabeceador, funcionario del Banco del Paraguay, alumno de la facultad de Ciencias Económicas, Marín competía por ser el mejor en su puesto con Teófilo Espínola, de Libertad, y Francisco Sosa, entonces de Cerro Porteño, más conocido como «Mano Santa» porque, instalado cerca de Tuyucuá, ponía los huesos en su lugar a los futbolistas que (pese a que los más prestigiosos traumatólogos estaban al servicio de sus respectivos clubes –el profesor Manuel Giagni, al del Olimpia; el doctor Gerónimo Segovia, al de Nacional; el doctor Mieres, exjugador, al de Cerro Porteño; el doctor Mosciaro, al de Libertad…–) acudían a él.
Los «aborígenes» de Guaraní no hablan ya de Atilio Mellone y sus hazañas en el Rogelio L. Livieres, y como ariete del Huracán de Buenos Aires. El «Indio», lo motejaron los del «Globito» cuando, al frente de su delantera, disputaba el título de «scorer» del campeonato rioplatense. Me parece extraño ver hoy como dócil cónyuge, las bolsas de las compras que hace su señora en la calle Garibaldi a cuestas, al intrépido jugador que recibía golpes, como todo «crack», en los campos del fútbol.
De interior izquierdo, Eulogio Martínez, goleador en Libertad y creo que en el Barcelona, donde llenó de gloria a Paraguay, «Ka’i» González (Luqueño), César Cabrera (Nacional), Juan Ángel Romero (Olimpia), que llevó a España su genio goleador. «Romerito», de Luqueño, y el «Melli» de Cerro son muy nuevos para integrar la Selección de los Olvidados. Invoco para este lugar del cuadro a Alejandrino Genes, de Nacional, de la Selección y de equipos colombianos en la diáspora del fútbol cafetero. Y conste que vi al «Machetero» Delfín Benítez Cáceres (Libertad y Boca Juniors) brillar en la victoria sobre Argentina por 5 a 1 en la Copa Chevallier Boutell. Lo de «Machetero» le venía de los días de la Guerra del Chaco, cuando honraba a Paraguay en el equipo «Xeneixe».
Como puntero izquierdo, por su velocidad, llamo a un gran olvidado. ¿Quién se acuerda de Leongino Unzaín? Jugó con la selección de su pueblo, Guarambaré, el Campeonato Nacional en la Capital, y destacó por su carrera inalcanzable y por sus goles. Pasó del equipo campesino a la Academia, y cuando apenas había jugado dos o tres partidos, su ficha fue solicitada, creo que por el Napoli, y nuestro pequeño «wing izquierdo» viajó a Italia, donde brilló por un tiempo.
Una noche invernal, Unzaín iba por una calle de Italia bajo la nevada. Su estatua más admirada era la de Garibaldi, de quien le contaron que había estado en Paraguay. Al ver al prócer soportar la ventisca sin apearse del corcel, paró el auto, se bajó, trepó el pedestal de mármol y abrigó a Garibaldi con su bufanda de lana escocesa.
En este puesto vi jugar al célebre «Avión Colí», de Cerro, al «Cañonero» Silvio Parodi y a otro realmente olvidado, pues no sé su apellido, pero sí sé que, jugando por la Selección Nacional, luego de los primeros 50 segundos, en que marcó el primer gol, le hizo otros cuatro a Roque Gastón Maspoli, «superstar» del fútbol uruguayo y capitán del cuadro.
Se me acaba el repertorio de setenta y cinco años de ver rodar la pelota por los campos del mundo, y la memoria también; los lectores lo podrán confirmar si reparan en que no he recordado el apellido del vencedor de los campeones de la remota época de Amsterdam y Colombes desde los años treinta.
Fuera de mi Selección de los Olvidados, quiero decir que vi jugar a uno que debe estar jugando en el Equipo del Olimpo del balompié: vi a Arsenio Erico, el Saltarín Rojo, hacer la jugada que inmortalizó al arquero Higuita, «El Escorpión», dos veces. La primera, jugando por Independiente de Avellaneda en un doble amistoso entre los campeones de Paraguay y Argentina en 1946, Avellaneda y Nacional, en Asunción; jugó a media fuerza y hubo un empate 4 a 4. La segunda, al otro día. «Picado» por un violento «fault», el Hombre de Goma marcó cuatro goles; uno fue El Escorpión. El resultado, 7 a 3 en detrimento de los locales. Pero el Avellaneda tenía un equipo de lujo: «Tarzán» Bello, Lecea y Coletta en el arco; Oscar Sastre, Leguizamón y Mourin en la línea media; y, como delanteros, Maril de la Mata, Erico, Antonio Sastre y Zorrilla. Fuera del resultado, nuestra «Academia» le metió al campeón porteño… ¡siete goles en dos partidos!
Es hora de terminar. Mi recuerdo fiel es grato al conjurar la bendición de los Olvidados, que ya no están en este mundo, para los grandes goles del futuro.