Al leer este análisis (literario, político, cultural, en suma) a propósito del doble duelo de esta semana, ojo a las sutilezas (agudas, reveladoras –deliciosas–) del erudito escritor y periodista argentino Alfredo Grieco y Bavio, que hoy nos escribe desde La Paz, Bolivia
LOS DOS ESTANDARTES
PRESAGIOS Y MEDIALUNAS
Semanas atrás en Montevideo se me cayó encima un café hirviente. «Malos presagios», dije a nadie en voz alta: la silla de enfrente estaba vacía. Me había quedado el asa en la mano: mal pegada a la taza de una loza china muy estándar, despegada por el calor del líquido. Por el percance, el encargado del Café Brasilero me ofreció, y yo rechacé, una medialuna de cortesía. Trasvasaron a una taza nueva –prudente, esta vez evité meter el dedo en el asa– lo poco que no se había volcado, y me completaron el café. El local, fundado en la década de 1870, es una muestra conspicua, en el paisaje urbano uruguayo, de la amistad entre el Imperio y la República Oriental, acrecida tras la aventura común de la Guerra Guasu.
En aquel fin de mediodía de marzo de 2015 todas las mesas del café epónimo estaban ocupadas; yo me había sentado en una última, pequeña, casi al lado de los baños. Turistas y oficinistas elegían entre dos o tres opciones de Menú Ejecutivo. Ya no era el Brasilero –si alguna vez lo había sido– un café literario oriental, de los historiados con gusto y con tino por Nelson Di Maggio; era un comedero pintoresco para lunching crowds del puerto cosmopolita, saliendo de alguna peatonal afeada por mojones de la Ciudad Vieja. En las dos paredes laterales del Café, por encima de la elegante boiserie oscura (¿caoba?), marcos más o menos dorados encuadran, detrás de cristales, ejecutorias de la antigüedad de la institución y certificados de que Eduardo Galeano era feligrés asiduo.
El 15 de abril, el diario El Espectador de Montevideo publicó: «El café más antiguo pierde a su cliente más conocido». El Café Brasilero posteaba en Facebook un primer plano de Galeano, sentado, la cabeza todavía cubierta con su boina. La imagen llevaba como lema la promesa tibiamente guevarista: «Te estaremos siempre esperando con un café... ¡hasta siempre!». El polígrafo uruguayo había coincidido puntualmente, en el cambio de quincena del mes más cruel, con el Premio Nobel de Literatura 1999: el 15 murió en la ciudad hanseática de Lübeck el alemán Günter Grass.
Los obituarios europeos también coincidieron. En que la novela germanófona «más importante» de la segunda posguerra fuese El tambor de hojalata (1959). Y en que había fijado estándares críticos tan altos, que toda comparación desfavoreció la restante media centuria de publicaciones de Grass. Otro tanto había ocurrido con Las venas abiertas de América Latina (1971). Desde los años setenta es la más influyente historia pop del subcontinente. Pasaron la décadas, y el exdirector de Crisis –revista porteña notable en el contexto notorio de la épica época, el lustro que vivimos en (mayor) peligro–, dijo arrepentirse, nostalgioso, de los trazos gruesos de su narrativa fabulosa, esos que tanto amaba en las xilografías que ilustran las literaturas de cordel nordestinas. Su best-seller setentero es una obra sustituible, pero que, en ese su escalafón y andarivel, no ha sido sustituida. Fue el adecuado regalo de Hugo Chávez a Barack Obama. Un compendio truculento de sufrientes esclavos africanos, de indios sometidos pero no vencidos, de racismo supremacista blanco, para celebrar el primer encuentro del líder bolivariano con el primer presidente negro de la Casa Blanca.
A TAMBOR BATIENTE
El tambor de hojalata es una obra maestra del arte del lenguaje. Una sátira alucinada y grotesca. Fastidiosamente exactos, léxico y sintaxis salen de la boca de un narrador digno de todas las desconfianzas. El Tercer Reich, su discurso, su ideología, su fraseología, sus clichés –clasistas, folclóricos, racistas, sexistas, eliminacionistas…– se ven recreados en una parodia vívida y estilizada del nazismo, una pesadilla de color local pardo. La burla trasparece desde la primera oración del libro: no sin afectada autocompasión, el protagonista arianizante y monstruoso, el puer senex Oskar Matzerath, se mira en el espejo: «alguien que tiene los ojos azules como yo».
Viejo como el tiempo, el enano Oskar ha salido directamente de un antiguo cuento de Grimm para escupir en la cara al más sacrosanto género de la prosa alemana: el Bildungsroman, la novela de educación, canónica desde Goethe hasta el Nobel Thomas Mann. El tambor de hojalata que le regalaron en 1927 (fecha de nacimiento de Grass), al cumplir la edípica edad de tres años, será el juguete rabioso, estruendoso y redoblante que permitirá a este Peter Pan de la eugenesia hitleriana vivir el verde paraíso artificial de una puerilidad perdurable. Como un Gulliver sin peluca, como un Pantagruel sin bondad, el enano Oskar recorre a tambor batiente, del mar Báltico al río Rhin, el mundo de los gigantes que pueblan la Alemania de Weimar y del Tercer Reich, y después de la República Federal en tiempos de Reconstrucción rigurosamente vigilada bajo ojos americanos. Gracias al tambor, Oskar saca a las gentes de sus casas. Siempre hay una duplicidad, en Grass: la función pública del arte es asimismo propaganda. Toda exaltación es control: «¿Cómo puede ser incendiario aquel que vemos que apaga?».
Creo que los libros que más me gustan de Grass son la nouvelle El gato y el ratón y el novelón Es cuento largo (1995), homenaje a Fontane, el Pérez Galdós berlinés. Los dos tienen momentos cómicos, de una comicidad, por decirlo de este modo, más cervantina que quevediana. Hay en El gato y el ratón (1961) un homoerotismo raro en la literatura alemana de posguerra, porque el autor no renuncia a entreverarlo –sin ahogarlo en la denuncia– con el culto y el sueño de los héroes nazis.
Las escenas de adolescentes que en las tardes menos heladas de su escuela secundaria van a nadar y gozar desnudos bajo un cielo de guerra y comparar largo y grosor de sus sexos, resaltan y restallan con la nitidez metálica de un vaso griego, como de la copa Warren, gracias a un lenguaje frío que pone una distancia que nunca es la de la ironía y la litote, sino la de una «nueva objetividad» recuperada. Menos panorámico, más focalizado, reconocemos aquí el Detailrealismus memorioso y minucioso del desconfiable, desconfiado Oskar, narrador en primera persona, abscóndito pero exhibicionista: «Hoy ya sé que todo nos espía, que nada pasa inadvertido y que aún el papel pintado de las paredes tiene mejor memoria que los hombres. Y no es el buen Dios el que lo ve todo. No, una silla de cocina, una percha, ceniceros a medio llenar o la imagen de una mujer llamada Niobe bastan para proporcionar de todo acto un testimonio imperecedero».
CONFLICTOS Y DONES
También Galeano poseía un notable don verbal. Como Elvio Romero, como Pablo Neruda, como Mario Benedetti (este sabía bien el alemán, y recitó poemas propios, en versión alemana, en un cameo del sacarinado film argentino de 1992 El lado oscuro del corazón). El don de crear fórmulas bien redondeadas. Días y noches de amor y de guerra (1978) es un gran título. Es un mal libro, ay –de categoría especial: la comicidad involuntaria, según sugirió Juan José Sebreli–. La de Galeano era la virtud, en última instancia, propia del buen redactor publicitario. Galeano sabe qué decir para que el lector compre, y sabe cómo decirlo. Sin limpostación ideológica de izquierdas, el mismo mérito de tantos escritores rioplatenses de los ochenta y noventa, para quienes Fogwill fue sumario estandarte. La leyenda negra del Imperio Hispánico en América que Galeano desgrana en Las venas abiertas no es otra que la antes difundida por el Imperio Yanqui, aséptico y comercial y protestante y enemigo declarado de monjas casadas vírgenes y mártires y de toda fangoria del catolicismo romano; una república imperial, la de Washington, que Galeano también combatió sin desfallecimiento, con la pluma y la palabra, en el mismo libro.
En Alemania, la traducción de Las venas abiertas de América Latina sumó un texto admirativo de otro Nobel de posguerra. El católico renano Heinrich Böll era novelista realista y prolífico. Como Grass, promovió la candidatura de Willy Brandt. En 1969 llegó al poder la Socialdemocracia en una República Federal que había gobernado la sobria, trabajólica, dispéptica Democracia Cristiana. Los libros de ambos sobre el tema, con tonos suavemente mesiánicos –la novela coral Retrato de grupo con señora (1971), y el diario de campaña Del diario de un caracol (1972), de Grass–, son a la vez de los mejores y de los más «fechados» de estos dos Premios Nobel. Nunca fue Böll, ni lo quiso ser, «un maestro del lenguaje». Tras la caída del Reich, los alemanes «progres» quedaron cautivos de toda causa que luciera «progre». Böll resulta trivial sobre Galeano; el «complejo de culpa», manifiesto. Entre dos explicaciones, siempre elige la que pinta más inocentes a los americanos, y más culpables a los europeos. ¿Cómo alguien que sirvió en la Wehrmacht podría hacer otra cosa? Como el teólogo Joseph Ratzinger, después abdicante papa Benedicto XVI, Böll y Grass se sabían juzgados de antemano. Su pasado los condenaba nacional, epocalmente; volvía sospechosa toda excepción a la regla, toda verdad personal disidente. Grass, declarado persona non grata en el Estado de Israel tras publicar un poema que deploraba la bomba atómica en manos sionistas, se veía dividido entre su lealtad a los judíos y su defensa de la causa palestina: entre un progresismo de 1945 y otro posterior, más adventicio.
NARRACIÓN, TIEMPO, HISTORIA Y MITO
El tambor de hojalata, que en 1979 ganó el Oscar al mejor film extranjero, hizo famosa la imagen terrible del enano Oskar Matzerath. El director Volker Schlöndorff recurrió a un patológico niño viejo, el actor suizo David Bennent. Desde 1959, las nuevas novelas de Grass habían ampliado el mundo histórico de su natal Danzig (hoy la ciudad polaca Gdansk), sin jamás abandonarlo mentalmente. Como Galeano, Grass practicaba la imaginación de la distancia. Una perspectiva libre, donde la vista se pierde y lo vago se funde y confunde con lo vasto en la marcha procesional de las generaciones. Así su grueso libro de estampas, no menos amaneradas que las de un levantino Gabriel Miró, no menos circunstanciadas, Mi siglo (1999). Y en Galeano, como en Grass, el mito origina relatos. El vacío de conocimientos se cubre con narraciones, y la narración, aquí, se torna en lo opuesto a la información. La narración (el cuento, la fábula) y la experiencia concreta, unidas a la oralidad, son adversarias de la información, venerada por la affluent society de la Alemania de la Reconstrucción, como lo había sido por la Gestapo. Esta aversión a tecnocracias y burocracias retrotrae al folclore: en el origen de las novelas de Grass siempre hay un cuento (Pulgarcito en El tambor de hojalata, el Gato y el ratón en El gato y el ratón, el Pescador y su mujer en El rodaballo, de 1977…)
Galeano y Grass son románticos. La Sátira, toda sátira, se detiene. Entra en escena la Utopía, la «alegoría política», una narrativa originaria sobre la interacción de los hombres en sociedad. La visión del Danzig pretérito es alegórica: se trata de ordenar los restos de un mundo perdido. Ya no existe naturaleza: han de buscarse en el presente los rastros del universo desaparecido. La obra de Grass, la de Galeano, es así utópica: lo verdadero nunca está en la realidad, sino en la posibilidad. En Grass, el anticlasicismo se vuelve programa estético para la ficción novelística. Escapa de la «forma cerrada», se aleja de inmediato apenas se acerca a cualquier empatía. Huye del narrador omnisciente, del narrador autobiográfico, de la tradición novelística, de la veracidad histórica. Uno y otro, Galeano y Grass, espacializan el tiempo. Practican una pictórica, sincrónica «narración al fresco». Se mezclan sueños nocturnos y diurnos, hechos ficticios y sucesos reales. Frente a un fluir temporal uniforme, detienen el flujo histórico y consideran todas las épocas como contemporáneas –como igualmente cercanas a Dios, según el apotegma del historiador Ranke.
También Grass fue evocado en las necrológicas de la prensa alemana como si fuera el mítico Oskar, como si fuera «alguien que tiene los ojos azules», aunque los suyos no lo fueran. «Nada gusta porque sí», decía Baudelaire, y me citaba, cuando yo era chico, el escritor «kurepa» José Bianco. Pero eso, como diría Grass, «es cuento largo»...
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