Porque la historia es también historia de la ficción, y porque es también historia ficticia de lo real y porque es también historia de las historias ficticias, en ocasión efemérica de hablar del Día del Libro celebrado esta semana, yo elijo hablar de los libros fabulados, alucinados, delirados y temidos, perseguidos y deseados, incendiados y malditos.
LA NOCHE DEL LIBRO
Hay libros sobre personajes inventados y vidas de ficción, hay libros sobre otros libros y hay libros cuyos personajes leen libros que existen solo dentro de esos libros que tratan de las vidas de esos personajes de ficción. Los libros reales han creado todo un mundo de libros ficticios paralelo al nuestro y al lado de las bibliotecas reales han crecido bibliotecas infinitas, fabulosas, cuya enorme sombra mágica cubre la historia de la humanidad y la de la literatura.
Porque la historia es también historia de la ficción, y porque es también historia ficticia de lo real y porque es también historia de las historias ficticias, en ocasión efemérica de hablar del Día del Libro celebrado esta semana, yo elijo hablar de los libros fabulados, alucinados, delirados y temidos, perseguidos y deseados, incendiados y malditos.
Elijo hablar del prodigioso y potente universo de Gargantúa y Pantagruel, ese libro en el que Rabelais describe libros. En el que describe los libros que contiene la Biblioteca de San Víctor, sita en algún lugar de los alrededores de París y cuyos estantes, entre varias otras grotescas joyas luminosas de la sabiduría escatológica, guardan el De modo cacandi de Tartaretus y el Ars Honeste Petandi in Societate de Maitre Hardouin de Graetz.
Elijo hablar de la carcajada atronadora que el 10 de agosto de 1840 resonó con la subasta de la biblioteca del último conde de Fortsas: cincuenta y dos valiosos títulos nunca descritos hasta entonces en catálogo alguno. Acudieron coleccionistas y expertos de toda Europa el día señalado y descubrieron que no había conde, notario ni biblioteca: todo había sido uno de los memorables y pesados chistes del militar retirado y gran bromista Renier-Hubert Ghislai Chalon.
Elijo hablar del espectral Emmanuel Goldstein, principal enemigo del régimen que conspira contra el Gran Hermano en el opresivo, triste 1984, de George Orwell: Goldstein, autor ficticio del ficticio libro Teoría y Práctica del Colectivismo Oligárquico, que llega hasta las manos del desdichado Winston Smith para perderlo.
Elijo hablar de Aristóteles, pero no del Aristóteles que escribió lo que nos consta y tenemos, sino del otro, del imaginado, del doble supuesto del filósofo histórico, que muchas mentes forjaron al imaginar al Aristóteles real concibiendo y escribiendo la también imaginada segunda parte de su realmente existente Poética: como en ella el Aristóteles real anuncia: “Pues bien, acerca de la imitación en hexámetros y de la comedia hablaremos más tarde” (Poética, VI, 1449b), y como el libro no llegó a nosotros completo, esa Segunda Poética se volvió un mito.
Libro mítico que Umberto Eco hace, en El Nombre de la Rosa, que aún no se haya perdido en la época de su relato y que sea el libro maldito y envenenado que desata las muertes en la abadía benedictina en cuyo scriptorium Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos discuten, pues De Baskerville sabe que, en su tratado De las partes de los animales, Aristóteles dice que el hombre es el único animal que ríe. (A su vez, por cierto, un oscuro apócrifo contemporáneo, en su mil veces anunciado pero hasta donde se sabe aún inédito Diccionario de Dama Satán, ha glosado esto añadiendo que el hombre es también el único animal que da risa).
Elijo hablar del Al Azif, del que, hasta donde llega el conocimiento humano, en el mundo entero solo quedan cuatro copias (el original, escrito en el siglo XII, se ha perdido), obra del poeta Abdul Al-Hazred, tristemente célebre por sus invocaciones de seres que no deberían haber existido nunca ni en la mente de un monstruo y porque se entrevé en él un extraño (para la época) dominio de la física del tiempo y el espacio. Cuando se tradujo al griego con el título de Necronomicon, el patriarca Miguel ordenó que fuera destruido, pero una copia llegó a las manos de Olaus Wormius, que la tradujo al latín y la imprimió. Esos últimos cuatro ejemplares del libro maldito están, uno en la Biblioteca Widener, de la Universidad de Harvard, otro en la Biblioteca Nacional de París, otro en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, y otro en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires, pero ningún investigador ha logrado obtener jamás un permiso de ninguna de esas cuatro bibliotecas para leer ni siquiera una sola página del Necronomicon. No existe institución académica en todo el mundo capaz de autorizar a nadie a leer el Necronomicon. Porque el Necronomicon solo existe en los libros que lo citan y que a veces transcriben fragmentos aberrantes de la obra nefanda del árabe loco Abdul Alhazred, fragmentos que se multiplican como la metástasis de un cáncer de caos cósmico, de pavor inhumano y desolación abisal desde que Howard Philips Lovecraft habló por primera vez de este libro fatal cuya lectura enloquece sin remedio al que se atreva a descifrarlo.
Elijo hablar de El jardín de los senderos que se bifurcan, de Ts’ui Pen, libro del cual, en su famoso cuento homónimo, dice Jorge Luis Borges que «El jardín de los senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên».
Pero si hablo de escritores, de libros y bibliotecas que han sido creados por otros escritores y que existen en otros libros que pueblan otras bibliotecas, los tres primeros pertenecientes al doble fabuloso del universo real, los tres segundos (al menos eso suponemos en la vigilia) pertenecientes a la realidad, no puedo olvidar las enciclopedias.
Elijo hablar del ciclo de novelas de Asimov sobre la Fundación, en el que, previendo siglos de caos, Hari Seldon, padre de la psicohistoria, impulsa la creación de la Enciclopedia Galáctica (idea esta, la de una Enciclopedia Galáctica, que recorre también toda la famosa serie televisiva de divulgación científica escrita y presentada por Carl Sagan, Cosmos). «Con la destrucción de nuestra estructura social», explica Seldon, «la ciencia se romperá en millones de trozos». «Pero», añade, «si ahora preparamos un sumario gigantesco de todos los conocimientos, nunca se perderán».
Elijo señalar que, como en las novelas del ciclo mencionado hay numerosas citas textuales de partes de la Enciclopedia Galáctica, se da la paradoja de que, si fueran reunidos en un libro real todos esos fragmentos de algo que no existe, la nada cobraría existencia parcial. Elijo aquí decir, ergo, que incluir en libros reales citas textuales de libros imaginarios es una de las formas de dar ser al no-ser.
Elijo hablar de ese exquisito poeta metafísico que fue John Donne y que, secretamente risueño en medio del Londres miserable del siglo XVII, de ese Londres del que el gran Burgess escribió que “las calles eran estrechas, adoquinadas, resbaladizas por el limo de los desperdicios”, en ese siglo terrible de la gran peste, de la aterradora peste negra, se divirtió a su manera haciendo el Catalogus Librorum aulicorum incomparabilium et non vendibilium: sumario de libros tan raros como el Judaeo-Christian Pythagoras, proving the numbers 99 and 66 to be identical if you hold the leaf upside down (Pitágoras judeocristiano prueba que los números 99 y 66 son idénticos si se da la vuelta a la hoja) o el On removing the particle ‘not’ from the Ten Commandments and attaching it to the Apostles’ Creed (Quitando la partícula no de los Diez Mandamientos y uniéndola al Santo Credo de los Apóstoles), todos ficticios.
Decir lo indecible sin decirlo, citando los libros que supuestamente lo dicen, ejercicio de filosofía oblicua, pone de manifiesto tanto la fragilidad del conocimiento como la potencia de la imaginación, y esta es tan promisoria que no es posible resignarse a que esos libros no hayan sido escritos nunca ni vayan a ser publicados jamás (excepto, obviamente, el Necronomicon, libro inmundo cuya lectura enloquece y que fue escrito por un loco, pues habría que quemarlo si se publicara y así elegir la ceguera antes que el horror sin retorno). Es duro aceptar que no puedan ser sino el estado, para siempre larvario, de pura posibilidad de algo que habitó alguna vez una esquina de la mente de un escritor que no llegó más que a esbozar su concreción ya imposible.
Este artículo sobre irrealidades lleva una firma apócrifa, que, como la primera persona del singular, no designa a alguien sino que lo inventa o lo crea. Alguien que, por ende, al igual que todo lo pensado (y que, en el caso humano, equivale a «todo», a secas, y que, en tanto pensado, no es ni puede ser nunca lo real), solo es literatura.
Este es un artículo sobre libros ficticios, es decir que, por metáfora, es un artículo sobre todas las cosas deseadas pero imposibles, sobre todos los terrores genuinos pero innombrables, sobre todos los sueños que, demasiado grandes para el día, con su sensata realidad la vigilia refuta. Es un poco de noche para el Día del Libro.