V DE VENDETTA
Anoche –y de aquí vino la asociación de ideas que da pie a este artículo– escuché la palabra «pseudociencia». Siempre me molestaron esos neologismos canallescos, barriobajeros, feos y de mal gusto –al menos para mí, que tengo la piel sensible, lo admito– por su etimología, ni griega ni latina, híbrida, de impura calaña, de aficionados confusos, incomprensiva, para vocabulario de parvenue, de advenedizos deseosos de «trepar» en el mundo de «la cultura», de acumular títulos (hoy los burgueses compran con matrículas, cuotas y horas de aula títulos académicos para ser «intelectuales» como antes compraban títulos nobiliarios para ser «aristócratas»), de enmarcar diplomas, de hacer todo ese tipo de cosas.
La persona que utilizó esa palabra no es (creo) tonta, ignorante ni vulgar: fue su reacción de fastidio contra otro que había disertado en argot psicoanalítico toda la noche con cierta pedantería. Ojo: no desdeño el psicoanálisis ni niego su interés ni su importancia; señalo lo pesados y autoritarios que algunos representantes reales o supuestos de esta disciplina son a veces. Al marcharse este contertulio, ella exclamó algo así (cito de memoria), más o menos:
–¡Pffft! Hay dos problemas con los psicoanalistas; uno: es una pseudociencia, y la mayoría son curepas, y dos: la memoria es plástica, y en muchos casos el problema no es un trauma pasado, sino una forma de procesar los hechos.
Entonces me tocó hablar y sonó el celular de ella: ya era de madrugada (esto, pues, no fue ayer, sino hoy) y hubo que pedir la cuenta. Así, anoche (u hoy) en aquella mesa habló todo el mundo –bueno, dos personas, pero conmigo solo había tres– menos yo.
Ahora voy a vengarme.
APUNTES PARA UNA BIOLOGÍA HISTÓRICA
La idea aristotélica de que el hombre fuera de la sociedad no sería hombre sino animal o dios se repite con obediencia sabihonda y no se la entiende en absoluto. Muchos que recitan lo del zoon politikón creen al mismo tiempo que piensan de modo «científico» si imaginan, por ejemplo, una visión «objetiva» o «racional» del cuerpo humano como ente biológico asocial afectado solo incidentalmente por la subjetividad; es un ejemplo (hay muchos más temas) de cierto esquematismo básico, sordo a la elocuencia de la materia muda, incapaz de entender cómo se imbrica esta con la historia de las mentalidades, los valores y los apetitos, los intereses y las ilusiones, las profundas y grandes ficciones de la cultura.
No hay biología humana libre en su composición de la historia de las ideas (o de las ideas de la historia): el zoon politikón no es externo a la sociedad; su naturaleza no es naturaleza sino cultura; su biología está hecha de elementos materiales y mentales, de utensilios y hábitos que admiten observación, estadística, experimento, y de elementos intangibles, de poderes invisibles, de ideas y reacciones, de sueños, miedos, pasiones y deseos ignorados a veces hasta por uno mismo –ignorados sobre todo, en realidad, por uno mismo–, compleja trama de silencios anónimos y de nociones declaradas, de puntos ciegos y de ideas claras, de gestos y de palabras.
UN POCO DE HUMORISMO NEOKANTIANO
No es cierto que en muchos casos «el problema no es un trauma pasado sino una forma de procesar los hechos»: ¡es así en todos los casos! Y es que no hay hechos, sino formas de procesar los hechos (otra frase que se repite y por lo visto no se entiende, esta de Nietzsche: «No existen hechos, solo interpretaciones»). Es que la materia no es pura materia, ni puede ser puramente material: es siempre también mental. Y el cuerpo humano no es ni puede ser puramente biológico: es siempre un cuerpo pensado, un cuerpo dicho, social: no hay, stricto sensu, una biología pura del ser humano sino una biología histórica, una construcción social de la materia, una ficción que interviene y lee la realidad, una ficción que le da su carga semántica a todo lo real en tanto que pensable. No hay una biología sino una sociobiología; de la historia en incesante metamorfosis surgen las ficciones del cuerpo y las variedades de la experiencia sensible; una, parafraseo a Kant –y mi paráfrasis es una broma kantiana– biología en sí supondría una fisicidad anterior o exterior a la sociedad, una materia ahistórica y, como tal, no humana. Y no hay, si se guarda la coherencia con la idea aristotélica, lógica en la infundada y fabulosa hipótesis de un sustrato puramente biológico, una materia impensada, «objetivamente» o «científicamente» vista tal como es en sí, suerte de noúmeno (sigo mi chiste kantiano; así me divierto y me río al escribir) limpio de «subjetividad», piso no fenoménico, presocial o asocial, en el que se funda –o, dada la nefasta trayectoria de nuestra especie, en el que se funde (perdonen el mal humor)– en un segundo momento, en un supuesto después, la sociedad humana, como no hay sino interpretaciones, o «formas de procesar», los hechos, mas nunca hechos.
POR TODO LO INTANGIBLE QUE INFORMA LA MATERIA
Que el poder no está solo en los ejércitos y palacios de Gobierno, que se diluye en miradas, relaciones y formas de control social, lo ha explicado impecablemente Foucault, entre otros, y es, al menos desde la segunda mitad del siglo pasado, familiar a cualquier oído contemporáneo. Norbert Elias, en El proceso de la civilización, expuso cómo la actual experiencia del cuerpo surge de procesos sociales que se desarrollan desde el siglo XVI en códigos de conducta y en una noción del cuerpo como signo de posición social; y de investigar esto mismo en la sociedad de hoy se encargó Bourdieu. Philippe Ariés, entre otros, terminó de afirmar al cuerpo humano como fenómeno sociocultural. Es obvio, no solo para los intelectuales más importantes de nuestra era, sino, creo, para cualquiera que no sea un ladrillo, que la sociedad incide en la fisiología. Ya era claro en la etnografía de Mauss que la cultura da su forma al cuerpo. Y hablo del cuerpo como del fruto físico de una época, como una obra histórica moldeada por circunstancias socioeconómicas e ilusiones, por códigos públicos y secretas pasiones, por todo lo intangible que informa la materia. No hablo solo de un modo histórico de ver un cuerpo «natural» o biológico, sino de una fisiología que es ya en sí misma histórica: de un verbo que se hace carne, de una ficción encarnada. Es mi lectura personal, la dejo para los exégetas, del célebre pasaje de Juan que Jerónimo tradujo a la lingua franca de su época para el vulgus –que divulgó– en suópera magna de traductor, en la Vulgata: «Kai o logos sarks egeneto». «Et verbum caro factum est». «Y el verbo se hizo carne».
EXABRUPTO
Hay que ser corto de seso para, no digo después de Demócrito, ni de Galileo, a quien ya he verificado que nadie lee, ni siquiera de Hume, sino después de Kant –de Kant nomás, señores, que no es pedir tanto, que es fotocopia obligatoria de bachillerato hasta en Papúa, Kuala Lumpur y Paraguay (y si no lo es, por mí basta de la Tierra: me vuelvo a Melmack esta noche)–; hay que ser corto, decía, para caer en la impresionante naïveté(estas cosas me tendrían que mover a piedad o a risa, pero ya me tienen harta) de hablar de «objetividad».
¡Ah, supuesta «racionalidad» acrítica de una tan estrecha noción de la ciencia que es todo menos racional! ¡Ah, mentes petulantes que reducen a su medida enana lo que llaman «pseudociencia», «supersticiones», «atraso» (conservan el esquema cronológico lineal del viejo mito del progreso y piensan por ello en términos de «atraso», «avance», etcétera) y demás ideas afines! La razón, en sentido propio, lo primero que ve –sin cesar– de sí misma son sus límites; si los soslayara, se tendría por más y ya no sería razón, sino dogma irracional y simple con piel de razón, oveja con piel de lobo, oveja que sonroja, que avergüenza a los escépticos de verdad, a los pensadores de verdad, a los racionalistas de verdad, a los ateos de verdad, a los científicos de verdad, a los filósofos de verdad.
ZOON POLITIKÓN
El hombre es social no porque sea «amiguero» ni «odie estar solo», ¡no!, sino porque en la sociedad se gesta; y la sociedad no tiene una forma eterna y necesaria como la de las verdades matemáticas o los mecanismos inflexibles y perfectos de la lógica, sino que cambia en el tiempo y es contingente: tiene historia, y la historia no es una colección, como las de los museos, de fechas de batallas y de grandes «hitos» que dan nombre a institutos, avenidas, shoppings, casas de citas, estadios, moteles, carritos de pancheros o lo que quiera el capricho patriótico del momento, ¡no! La historia es también la historia misteriosa, subterránea, sutil de las ideas y de las emociones, de los diversos modos en que los hombres se ríen y se emborrachan, se enamoran y mueren en uno u otro siglo, en uno u otro milenio, en uno u otro lugar. Y la propia materia de la que estamos hechos es parte de este complejo entramado proteico y mutante que la integra: es una materia hablada, es una materia pensada, y eso de por sí esfuma las fronteras –fronteras que son una herramienta útil si no se pierde de vista su valor meramente instrumental y su carácter arbitrario de convención (¡pero todos lo pierden de vista, o, más bien, nunca lo han visto, ya que no son capaces de entenderlo!)– entre la realidad y la ficción, entre la historia y el mito, entre lo «objetivo» y lo subjetivo, entre el arte y la ciencia, entre la ciencia y la «pseudociencia».
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