(«¡He visto varias veces lo que ver cree el hombre! / Vi al sol poniente sucio de místicos horrores…» Arthur Rimbaud, El barco ebrio, 1871)
Ayer, a medianoche, conversaba en la barra de X, un local de venta de bebidas alcohólicas, con Y, que atendía la caja, cuando llegó nuestro común amigo Z, quien, con la mirada fija, se acodó en dicha barra, abrió una latita y se consagró a repetir, con celo digno de más santa causa y enloquecedora regularidad de artefacto de relojería, que no lograba recordar el parlamento de la escena final de una película bien conocida por los tres. Z insistió hasta comprobar, satisfecho, que había logrado infectarnos totalmente con su obsesión tanto a Y como a mí, que de ese parlamento guardábamos memoria tan pobre como la suya, hasta que Y, mientras intentábamos reconstruirlo vanamente entre los tres con los, no retazos, sino impúdicos harapos de recuerdos que teníamos, súbitamente hastiado de imprecisiones, fue a la computadora para buscar en internet aquella escena.
LA ERA DE LA CONFUSIÓN ONTOLÓGICA
Hegel, como ha señalado Habermas en las primeras páginas de El discurso filosófico de la modernidad, «caracteriza la actualidad como un momento de tránsito que se consume en la conciencia de la aceleración del presente y en la expectativa de la heterogeneidad del futuro». Ahora bien, la consecuente y aguda inquietud por el futuro típica de la consciencia moderna es también inquietud por el presente, pues lo heterogéneo del porvenir cuestiona lo tenido por cierto en el ahora. En términos filosóficos, yo diría que la Modernidad inaugura una era de confusión ontológica, confusión que la mutabilidad general –social, tecnológica, etcétera– acrecienta. Lo fijo, lo «natural», lo «eterno» son nociones desafiadas no solo en un futuro del que podrían teóricamente verse desterradas sino en el presente mismo, por esa sola posibilidad futura que, aun como mera hipótesis pensable, las relativiza en sí mismas ya. Las grandes clasificaciones, oposiciones, definiciones del mundo tradicional, pierden, en la apertura moderna a la «heterogeneidad del futuro», el supuesto carácter absoluto de su verdad. La identidad y la alteridad, que esta apertura cronológica subjetiva señalada por Habermas y los cambios objetivos –artísticos, sociales, tecnológicos, científicos, culturales, en fin– confunden, ocupan por ello, lógicamente, el centro del pensamiento contemporáneo, y también marcan la ficción y la fantasía actuales de mil diversas formas.
EN LOS EXTRAMUROS DEL MUNDO
Claro que las figuras y los temas de la ficción contemporánea a los que acabo de aludir arriba tienen precursores, por la misma razón por la que «alteridad» no es un neologismo, es decir, porque el curso de la historia ha caracterizado el presente con lo agudo de estas inquietudes, no con su aparición ex nihilo. Tal como el término latino alteritas ha dado en español «alteridad» como algo familiar en el mundo académico al menos desde que leemos a Nicolás de Cusa (si no desde antes, probablemente, aunque no sé con exactitud desde cuándo), el monstruo, el extraño, el otro está en nuestra fantasía desde que existen registros de la fantasía humana. Hay una tendencia espontánea a pensar que lo conocido, lo habitual en la sociedad en la que uno vive, es lo normal y lo legítimo, y a creer que son «naturales» sus valores y sus costumbres. El dios Pan, ser semibestial, mitad chivo, marcaba la frontera de la polis, del espacio propiamente humano en la Grecia antigua. Donde sonaba su flauta aterradora (de hecho, causaba «pánico») pero irresistible (como la del flautista de Hamelin, otro extraño que lleva a lo desconocido) era ya, para utilizar una figura clásica de la ciencia ficción, el «espacio exterior», lo no domesticado, lo inhumano.
Los monstruos señalan las fronteras, el adentro y el afuera de la comunidad humana. Afuera están los dioses, los centauros, las bacantes, los sátiros. O, en la Europa medioeval, los fenómenos fabulosos, en parte humanos y en parte inhumanos, que pueblan el bosque: unicornios, cíclopes, hermafroditas, trasgos, brujos, gigantes, fantasmas, confusa materia de lo semihumano, materia bruta y prima de portentos y horrores. Los monstruos son criaturas liminales, seres de la frontera, propios, prójimos a veces, de un modo desconcertante, y espantosamente ajenos siempre, extraños por definición; y por su naturaleza fronteriza ponen en duda las fronteras de la propia especie, en principio no monstruosa, y con ella cuestionan lo que uno es y lo que no, qué tan lejos está de lo que llama «el Otro» y qué tan prójimo es a uno el «extranjero». Descubrir la bondad de la criatura del doctor Frankestein en la novela de Mary Shelley no nos entristece solo porque el supuesto monstruo no sea tal y tenga, pese a ello, que sufrir, sino porque nos abruma ver de pronto con sus ojos el destino que le damos; por esa culpa irremediable que está en el áspero núcleo de ese viejo problema filosófico que es la dialéctica de la identidad y la alteridad, y esa emoción terrible y sin salida que se asocia secretamente al Mal en lo profundo de todo el que comprende aunque sea por un instante la soledad del monstruo, del condenado a merodear en los extramuros del mundo. y en los mitos, en el arte, en los sueños y las pesadillas de nuestra especie desde siempre.
HIC ET NUNC
Pero tal como la alteridad es hoy más vital que nunca como concepto filosófico (en especial desde hace unas décadas por Lévinas, Derrida, etcétera) y no solo como concepto filosófico sino como una de las claves de todos los estudios de crítica cultural, sociología, etcétera, actuales, así también la presencia del Otro, del alter (y del ajeno, del alien) ha invadido cada vez más todas las áreas de la fantasía desde el inicio del terror moderno en literatura a fines del siglo XVIII hasta hoy, pasando, por supuesto, por uno de los géneros obsesionados de modo más directo y notorio con la exploración del tema, que es la ciencia ficción, que muestra las formas más extremas de la alteridad: otros seres y otros mundos que, cuando, de modo conmovedor y espantoso, se vuelven próximos, comprensibles, incluso entrañables, parecen reclamar la expansión de las fronteras del concepto tradicional de lo humano.
ES LA MISMA LLUVIA
En esto y otras cosas parecidas, aunque se nos sumaron luego más contertulios –cuatro: P, Q, R y S– y ya no comentamos nada sobre el parlamento de aquella escena final de cierta película, parlamento que primero Z y luego Y, y yo también, queríamos y no podíamos recordar, estuve pensando durante la madrugada, antes de venir aquí y ponerme a escribir esto para ustedes. Y, como les decía al principio, Y, súbitamente harto de vaguedades, fue a la computadora y la buscó en internet.
–Vengan aquí –nos llamó, al cabo de unos minutos, con un gesto de la mano, Y, de pie al costado de la computadora–. Aquí tenemos la dichosa escena.
«Yo he visto», decía el replicante Roy Batty, poco antes de morir, con una sonrisa insólita, casi simpática, poniéndose de pronto muy triste, «cosas que vosotros no creeríais. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.»
Y de pronto, mientras Roy Batty hablaba, ya no fue él, Roy Batty, el enemigo, sino que lo fue Deckard, nuestro congénere, nuestro semejante, es decir, lo fue cada uno de nosotros; no era ya el enemigo ese androide en rebeldía contra los seres humanos, sino la humanidad que lo condenaba, vista de pronto por cada uno de nosotros, Y, X y yo, los tres que allí de pie estábamos, en la escena final de su muerte como no solemos ser capaces de verla nunca. Pues parece que, para poder pensarse, lo humano necesitara del efecto de la distancia. Que necesitara al otro. Al alter y su alteridad, para llegar a ser él mismo. Que tuviera que partir a una Odisea y extrañarse de sí para no vivir y morir sin haber abierto ni una vez los ojos. Y las lágrimas en la lluvia de esa escena no fueron las de Roy, sino las del cazador que se dedicaba, en nombre de nosotros, los humanos, a exterminar a Roy Batty y a los demás replicantes, lágrimas por la miseria de un mundo que nos enfrenta al otro como enemigo. Y, pese a toda la miseria de ese mundo, la lluvia que caía sobre el rostro de Roy Batty, el replicante, y sobre el rostro de Deckard, el humano, la lluvia que caía sobre el rostro del monstruo, de la amenaza, del otro, del intruso, y sobre el propio rostro, el de nosotros, los seres humanos auténticos, los grandes asesinos de todos los anormales, era la misma lluvia.
Tears in the rain. El monstruo en la cultura