Del narrador, pintor, crítico de arte, ensayista y poeta inglés John Berger nos queda la mirada. En exclusiva para el Suplemento Cultural.
La mirada decisiva
ENVUELTO EN GAS MOSTAZA
El 5 de noviembre, día de Guy Fawkes –cuya máscara (que es la de Anonymous), llegó al mundo del cómic antes que al cine, ya en los ochenta, con el V de Vendetta de Alan Moore y David Lloyd–, fecha en que se recuerda la fallida Conspiración de la Pólvora y los niños recorren alegremente las calles de los suburbios pidiendo moneditas («penny for the guy!»), nació en el barrio londinense de Stoke Newington el novelista, historiador del arte, crítico cultural, poeta y pintor, que prefirió llamarse a sí mismo narrador de historias, «storyteller», John Peter Berger. Era el año 1926 y ese hecho entonces no debió parecer demasiado importante salvo para Miriam, sufragista originaria de Lambeth, y Stanley, que dejó el seminario para ir a la Gran Guerra, guerra que a su vez le dejó a él un grado de capitán y esas marcas que su hijo recordará en los versos de Self-portrait 1914-18:
«Nací de la mirada de los muertos
envuelto en gas mostaza
nutrido en la trinchera.
Yo era la infundada esperanza de la
supervivencia
con barro entre el pulgar y el índice,
nacido cerca de Abbeville»
(1970; trad. propia).
FLASHBACK
John Berger se escapó de St. Edward’s, en Oxford, a los dieciséis, entró al Chelsea College of Art, hizo la mili, volvió al Chelsea College, expuso, trabajó en el Tribune y fue editado allí por George Orwell, fue crítico de arte del New Statesman, publicó su novela A Painter of Our Time (1958), reunió sus ensayos en Permanent Red (1960), se separó de su primera esposa, la ilustradora Pat Marriott, se mudó a Gloucestershire con Rosemary Guest, se mudó a Ginebra con la traductora Anya Bostock, tuvieron dos hijos, la escritora Katya Berger y el cineasta Jacob Berger, saltó a la fama en 1972 con Ways of Seeing, serie de televisión de la BBC, y libro, inspirados en Walter Benjamin, ganó el England’s Booker Prize, escribió la trilogía Into Their Labors en la aldea de Quincy, a la que se mudó con Beverly Bancroft, tuvieron un hijo, el pintor y escritor Yves Berger, escribió And Our Faces, My Heart, Brief as Photos (1984) a partir de sus cartas de amor a la actriz Nella Bielski, publicó, primero anónimamente, la novela King: A Street Story (1999), narrada por un perro, encontró un ficticio cuaderno de apuntes de Baruch Spinoza en Bento’s Sketchbook (2011), Beverly murió, él escribió con Yves Rondó para Beverly (2013), se mudó al barrio parisino de Antony, publicó, editado por Tom Overton, Portraits (2015) y Landscapes (2016), y colaboró desde los noventa con The Independent, The Guardian, El País, Die Weltwoche, Frankfurter Rundschau y otros medios.
Esta lista, grosera aproximación a su larga trayectoria, es, desde luego, muy incompleta: Berger dejó más de una treintena de libros, un tercio de los cuales son novelas y entre los que hay obras de teatro, poemarios y guiones cinematográficos. Sin embargo, conviene reconocer, en el magma de tan cuantiosa y heterogénea producción, dos líneas temáticas centrales: las funciones sociales del arte en la historia, y la lectura crítica del presente. División que, al cabo, solo sirve para llegar a la unidad, pues, en la medida en que los aportes de Berger al campo de la percepción artística son inseparables de sus análisis históricos y políticos, sus tesis sobre la visión del arte y sus tesis sobre la sociedad contemporánea son la misma cosa.
UN VIEJO MENDIGO
Pese a todo lo que se ha dicho sobre su «facilismo» –a lo cual la réplica evidente es que su discurso, como cualquier otro, tiene diversos niveles de lectura–, la mirada (para usar ese término que él se dedicó a cargar de sentido) de Berger es tan original como compleja. Recuerdo un artículo suyo, en El País, sobre ese cuadro de Vermeer en el que Vermeer se pinta a sí mismo, pintando a su modelo; Berger cuenta que, mirándolo, se percató de que los elementos que integraban la figura de la modelo estaban en la mesa que esta miraba, pero que, a diferencia de la modelo, llena de vida, ahí, en la mesa, eran cosas inertes: con ello, Vermeer señalaba que el principio vital es invisible, por la misma época en la que su amigo Van Leeuwenhoek descubría otro invisible universo de criaturas vivientes que nos rodeaba y lo revelaba con su microscopio; arte, ciencia y religión atentas al misterio de lo invisible en esa esquina de las calles de la historia.
Pero sobre todo recuerdo sus palabras sobre esos dos cuadros perfectos, escalofriantes, en los que Frans Hals retrata a los regentes y las regentas, que miran al pobre viejo que los pinta, un viejo que vive de la caridad pública que ellos administran:
«Las dos últimas grandes pinturas de Frans Hals retratan a los regentes y las regentas de una casa de caridad para viejos indigentes en la ciudad holandesa del siglo XVII de Haarlem. Son retratos encargados oficialmente. Hals, un viejo de más de ochenta años, estaba despedido. La mayor parte de su vida estuvo endeudado. En el invierno de 1664, cuando empezó a pintar esos retratos, obtuvo tres cargas de turba de la caridad pública; sin ellos, hubiera muerto congelado. Los que posaban sentados frente a él eran los administradores de esa caridad pública. […] Los regentes y las regentas miran a Hals, el anciano pintor despedido que ha perdido su reputación y vive de la caridad pública. Él los mira con ojos de mendigo, un mendigo que tiene, sin embargo, que tratar de ser objetivo, es decir, que tiene que tratar de superar la forma en que los ve, como un mendigo».
Imposible, ante esos dos imponentes cuadros de Hals, no sentir el mismo escalofrío que recorre la dura verdad de las palabras de Berger.
VIVIR Y VER
Ways of Seeing fue una réplica a Civilización, de sir Kenneth Clark (1969), que había ponderado la autoridad imperecedera de los grandes maestros y la perfección del arte europeo, «as usual»; frente a eso, Berger atacó la mistificación de la historia, la exaltación de la propiedad, la mercadotecnia que capitaliza la envidia social en aras del consumo, la mentira que nos convence de algún modo de que la felicidad puede comprarse, la publicidad que convierte el consumo en un sucedáneo de la democracia, porque «la elección de lo que uno come (o usa o conduce) toma el lugar de una elección política significativa» (Ways of Seeing, Londres, Penguin, 1972, p. 149).
Por esos días, en 1972, al recoger el premio Booker por su novela G, Berger le dijo a Booker McConnell que los Panteras Negras londinenses surgían de las cenizas de lo que su compañía y otras habían hecho en el Caribe, y que dividiría el premio entre ese movimiento y su próximo trabajo, sobre inmigrantes –sería A Seventh Man.
En esa década, la de 1970, con el premio Booker y la serie de la BBC, rebelde, honesto, potente, vital, apasionado, joven –tenía 46 años en 1972–, Berger estaba en el centro de todas las miradas, de todos los odios y de todas las admiraciones. ¡Y se fue a vivir entre campesinos en un pueblo perdido en lo alto de los Alpes! Y no hay que soslayar aquí, por otra parte, que, para el marxismo ortodoxo, los campesinos, resistentes al cambio, conservadores, reaccionarios, son parte de una tradición a la que un radical como Berger debería oponerse.
Berger reunió en Into their Labors las historias que había escuchado mientras cortaba el heno, cavaba la tierra y limpiaba establos en Quincy. Escribió sobre la vida rural, como antes había escrito y hablado sobre la pintura, con palabras llenas de la sensación de lo verdadero, y, como antes había hecho con las obras de arte, ayudó a muchos a ver las cosas –en este caso, a los campesinos– tal como realmente son.
Vivir enseña a ver, y vivir entre campesinos enseña a verlos; Berger, maestro de la mirada, fue su primer aprendiz. «De origen campesino», escribió, «Courbet llevó a la pintura un nuevo tipo de sustancialidad, percibida con sentidos desarrollados por hábitos distintos a los de la burguesía urbana. El pescado, tal como es atrapado por el pescador; el perro, tal como es elegido por el cazador» (About Looking, Nueva York, Pantheon, 1980, p. 70). Millet, que era de un pueblo normando, «supo pintar a los campesinos porque era uno de ellos» (Selected Essays, Nueva York, Pantheon, 2001, p. 62).
POR QUÉ MIRAR EL ARTE ES MIRAR EL MUNDO
Si Ways of Seeing (1972), The Look of Things (1974), About Looking (1980) y The Sense of the Sight (1985) devolvieron, para muchos, su vida y su verdad al arte, y también a la propia mirada del espectador, al limpiarla de tópicos, las novelas y otros libros de Berger –A Painter of Our Times (1958), A Fortunate Man (1967), G. (1972) o la trilogía Into Their Labours (1979-1990), por ejemplo– conectan su teoría de la percepción con su postura crítica, y política, mediante esa misma empatía –esa «einfühlung» de Herder y Schleiermacher, y más tarde de Husserl: no olvidemos que el concepto surge en la estética y la fenomenología, y que solo después es adoptado por la psicología– que le permite ver el arte y ver el mundo «desde adentro». Realidades, ambas, intersubjetivas que hacen del «modo de ver» un modo de estar y, eventualmente, de actuar. Primero, porque negarse a aceptar una imagen absurda del mundo exige, más temprano que tarde (si es que no al mismo tiempo), denunciarla. Y segundo, porque enseñar al espectador a mirar un cuadro, es decir, «desenseñarle» (horrible neologismo, perdón; es de usar y tirar, solo para entendernos hoy aquí) creencias sobre el pasado construidas por otros y enquistadas en la Historia del Arte, es enseñarle a mirar, de manera igualmente propia y libre, todo. La teoría de lo visible no solo concierne al arte. Desde el principio de su carrera, cuando explica cómo la mirada del espectador sobre el arte es condicionada por factores ajenos al arte, Berger está hablando del arte tal como se lo ve y tal como se da en el mundo, y, por ende, está hablando del mundo que condiciona esa mirada. La mistificación que se denuncia en el arte, es mistificación que se denuncia en el mundo. No es solo el arte lo que se mistifica: se mistifica todo. Por eso, el compromiso con el arte es un compromiso con el mundo: devolverles a ambos su verdad.
Berger se dedicó a mirar, por ello, el mundo, pero no solo para interpretarlo, sino para transformarlo. Cuando criticaba una película, cuando le explicaba al señor Bush por dónde empezar a responder su propia pregunta aquel 11 de setiembre («¿Por qué nos odian?»), cuando miraba a los regentes y las regentas con los ojos de ese pobre y viejo mendigo, de ese genio abrumador que era Frans Hals, se trataba de lo mismo, siempre: de devolverles su verdad a las cosas. Dickens y Gorki fueron sus contemporáneos y sus paisanos. Siguió creyendo hasta el fin que podíamos salvarnos. Desde ahora nos mira de otra forma, desde nuestro propio interior: merezcámoslo.
*montserrat.alvarez@abc.com.py
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