martes, 24 de julio de 2012
EL PELIGRO DE LA MÚSICA
En realidad, este cuelgue suicida (porque debería estar trabajando y no escuchando música), o esta nota, es sobre EL PELIGRO DE LA MÚSICA Y DE LA POESÍA o sobre EL PELIGRO DE LA POESÍA Y DE LA MÚSICA. Pero basta decir EL PELIGRO DE LA MÚSICA porque mi idea va de que en la poesía es ese ritmo bárbaro, o sutil e insidioso, esa forma de inteligencia o ese pulso enigmático, eso que forma precisamente su materia musical, lo que da su vigor propiamente poético a la obra.
La palabra puede tocar el cuerpo con la emoción, pero por lo general llega a él a través de la mente --y a eso lo llamamos su "inteligibilidad". La música, en cambio, alcanza el cuerpo sin pasar por la mente con ningún "contenido" diferenciado del sonido en sí, con ningún contenido que este sonido porte o trasmita y que el pensamiento deba descodificar, es decir, sin lo que en el signo lingüístico llamamos el "significado": la música, más bien, golpea directamente el cuerpo con el poder del puro significante. Significante que tal como es así, en este estado como "desnudo", o, más exactamente, ajeno a la descodificación de ningún contenido, consiste en un absoluto misterio.
La palabra también tiene ese poder y ese enigma de la música, aunque casi ningún escritor sea lo bastante músico para entenderlo, y menos todavía para dominarlo. Este poder que tantos escritores ignoran o que no saben manejar no es sino la dignidad de la materia en su puro enigma opaco, en su último núcleo duro y compacto de oscuridad de cuerpo, de cosa física, de zarpazo o de caricia, de sonrisa o de aullido. Y esto es lo que sostiene, como su osamenta o su esqueleto, como su estructura, el cuerpo vivo del idioma de un verdadero escritor. Sobre todo en poesía, pero también en prosa. (Si es poesía de verdad y si es buena prosa, obviamente.)
Se trata de la música, cuya peligrosa potencia es ilustrada desde la Antigüedad por la palabra de diversas formas; por ejemplo, en cuentos ("El flautista de Hamelín"), en mitos (la lira de Orfeo, que amansa a las bestias más feroces, o la flauta de Pan, que enloquece de terror) o en utopías (la censura de Platón en su polis ideal contra el peligroso poder de los poetas y los músicos): esa capacidad irresistible que la ata por definición a la locura, a lo que no cabe ni pensar ni decir sino que, en el sentido demonológico (y, una vez más, básicamente físico, carnal, corpóreo) "posee" (como el demonio en la "posesión", precisamente), más allá de todas las posibles palabras e ideas.
Es un poder que no negocia con la mente porque, a diferencia del signo lingüístico, es decir, de la palabra en su función comunicativa usual (pero no en su función poética, coherentemente censurada, junto con la música, por Platón --quien fue poeta antes de ser filósofo y quien, asustado de esta potencia oscura que veía en sí mismo, quemó todas sus tragedias inéditas), la música no está condenada al sentido, a la inteligibilidad en la cual se disuelven los enigmas, sino que todo en ella consiste en revelar sin dejarse traducir ni dominar por la mente.
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