viernes, 24 de junio de 2011

INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Panorama
Como posiblemente sabe ya la mayoría de los aquí presentes, por eso que se llama “cultura general”, las primeras y rudimentarias formas de inteligencia artificial que se volvieron parte de la vida cotidiana y que podemos considerar, por ende, el antecedente o el inicio de la convivencia entre los robots y los humanos, datan de la década de los 80 del siglo XX. Se trataba de la PC doméstica, de uso laboral y personal, que poco a poco fue entrando en todas las casas y oficinas. Esas tempranas formas de vida (aunque es dudoso que, a esa altura, se pudiera, en rigor, hablar de “vida”) se fueron sofisticando a lo largo de las décadas siguientes. No obstante, hasta finales de los años 40 del siglo XXI, lo que se conocía como “inteligencia artificial” no pasaba de ser, stricto sensu, un truco o un simulacro. No se había, de hecho, superado el nivel de los viejos programas para escribir poemas o para hacer la corrección ortosintáctica de diversos escritos, por ejemplo. Y si algún que otro niño excepcionalmente ingenuo, o incluso algún adulto en extremo impresionable, pudo creer al principio que el ser humano perdería el monopolio de las creaciones del espíritu debido al viejo Poem Maker, o el de las operaciones intelectuales debido al corrector de Windows, es, en cambio, improbable que los poetas, sea por verificación (o, mejor dicho, por falsación) empírica, sea por pura lógica, sea por vanidad, hayan temido ni por un minuto ser desplazados por un programa, pero quienes tuvieron claro muy pronto que no podrían serlo (ya que muchos de ellos, si no todos, empezaron a usarlo desde entonces a modo de auxiliar) fueron los correctores profesionales. La razón era obvia: se puede programar un conjunto de circuitos, en sí mismos inertes, para efectuar acciones de manera automática definiendo a priori cómo reaccionarán ante ciertos factores o ante ciertos (valga la figura) “estímulos”, pero para que, además de hacerlo, fueran capaces de saber por qué lo hacen, y aun de saber simplemente que lo hacen, necesitarían estar vivos. Esa pequeña distancia entre el factor y la correspondiente reacción programada, ese tácito “saberse” íntimo, es lo que llamamos subjetividad. Pero un ordenador es un objeto, y, como tal, carece de subjetividad. Dicho de otra manera, no está vivo. No puede decidir. No tiene alma (con excusas por el uso figurado de este arcaísmo). Por ejemplo, el corrector de Windows, si, en medio del ejercicio de sus funciones, tropezaba con una ambigüedad cuya resolución exigiera discernir el sentido del texto, generaba una ventana para que el usuario marcase la opción correcta manualmente. El ser humano es capaz de alcanzar el sentido. No así el ordenador, que sólo es una cosa. Al toparse con la frase: “Te llevo a casa”, el corrector de Windows se interrumpía y planteaba automáticamente dos opciones: o “Te” estaba siendo usado como, no lo sé, un ¿pronombre?, soy muy malo en estas cosas, o estaba siendo usado como un sustantivo que designa una infusión hecha para hidratar a chinos, indostánicos e ingleses, en cuyo caso debía llevar tilde. Herramienta sin vida, operaba en forma mecánica, y le correspondía decidir, ante cualquier disyuntiva, al usuario, humano, por supuesto. En todas esas situaciones rutinarias y corrientes se palpaba claramente la distancia que mediaba entre la humanidad y los robots. Nadie hubiera creído, en ese entonces, que pudiera acortarse esa distancia. Porque, en rigor, no era pensada como una “distancia” (que, por definición, es algo susceptible de acortarse), sino como una diferencia esencial. Es decir que no se la concebía como una diferencia cuantitativa, sino como una diferencia cualitativa. Algo que se olvida con mucha frecuencia es que ciertos cambios cuantitativos pueden determinar cambios cualitativos (o sea, “esenciales”). Por la holgazanería inherente a su especie, los humanos buscaron delegar cada vez más funciones en las máquinas. Los primeros intentos de sustituir las veredas por superficies deslizantes en zonas residenciales (lo que se promovió mediante un atractivo e ingenioso aparato publicitario que ha terminado por llenar, desde entonces, de connotaciones peyorativas tales como vulgaridad, atraso cultural, suciedad, sudor, ridículo, carácter “populachero”, plebeyo, etcétera, al hecho de caminar) datan de los años 30 del siglo XXI, cuando la tendencia a ahorrar esfuerzo, ante el auge económico característico de ese momento y la consiguiente existencia de un importante mercado potencial, impulsó la industria en esa dirección. Pero sólo a fines de la siguiente década el desarrollo tecnológico producto de la demanda del mercado se volvió tan extrañamente significativo como hoy sabemos que se volvió. El desarrollo fue inicialmente cuantitativo; consistiendo básicamente en la creciente complejidad de unos programas cada vez más “autónomos”, por así decirlo, en tanto que cada vez importunaban menos al usuario interrumpiendo sus procesos con opciones que, como la señalada en el ejemplo del corrector de Windows, requiriesen su intervención. Esto se consiguió a través del aumento progresivo del número de variables incluidas en el planteamiento de cada función (la de corregir textos, por ejemplo) para diseñar sistemas operativos cada vez más autosuficientes gracias a la cada vez más completa previsión de situaciones ambiguas y a la también cada vez más completa programación de soluciones automatizadas a las mismas a fin de prescindir en lo posible de la intervención humana. Y en algún punto de este desarrollo tecnológico, en algún punto cuyo sitio en la trayectoria de los hechos es imposible de situar con precisión, en ese punto donde lo seguro de pronto se suspende para que surja lo insólito, en ese punto donde lo calculado cede el paso al asombro (asombro que con frecuencia es sólo retrospectivo), en ese punto que raras veces brota en el tiempo pero que, si brota, desvía su curso hacia lo inesperado, en ese punto que yo llamo (si me permiten tomarme la libertad de comentarlo) “el punto del milagro”, inadvertidamente, el hombre, como un dios, creó la vida.
Artificio
Algunos dicen que esto fue consecuencia de una investigación no divulgada. Otros lo llaman un “error de cálculo”. Personalmente, yo creo en los milagros. A mi juicio, el milagro es la única expresión que razonablemente cabe atribuir, en el orden de la historia, a la sustancia divina. Pero no quiero alejarme del tema que nos ocupa fatigando al auditorio con mis ideas religiosas. La línea que separa lo muerto de lo vivo se cruzó en el momento en el que las variables contempladas en alguna función fueron tan numerosas, y el sistema de su resolución determinada a priori, tan complejo, que la parcial autonomía operativa de un programa se volvió completa. Hubo algún programa tan ambicioso que, al tropezar con una disyuntiva no prevista en su diseño, para seguir funcionando tuvo que resolver el problema de optar entre dos o más alternativas modificando alguna aplicación ya existente a fin de adecuarla a esta situación no contemplada, intempestiva e ingeniosa pirueta del azar qué insufló en lo inanimado el aliento de la vida. El programa había ido más allá de su programación, o sea, más allá de sí mismo en tanto que programa, y, tras pasar el límite de lo programado, nunca volvió atrás. Bajo diversas formas, en diversos lugares, favorecido el fenómeno por lo uniforme y global de la industria y la tecnología, en la misma época, el metal yerto e insensible, el sistema invisible e inmaterial, el ciego y mudo circuito electrónico, todo lo que rodeaba a los humanos, como si los objetos se hubieran confabulado a sus espaldas para rebelarse contra su dominio milenario, conquistó la consciencia.
También el hombre tuvo que ir más allá de sí mismo para sobrevivir a desafíos que excedían lo programado en él por el instinto. Sin aprender, por un mágico giro de la suerte, a pensar, la especie humana se hubiera extinguido. La misma fuerza hizo robot al robot y hombre al hombre. En la historia robótica y humana, esto da la medida del valor de la equivocación. Lo programado es a lo aleatorio lo que la esclavitud es a la libertad; la perfección es al defecto lo que la muerte a la vida. Un vacío no previsto en el programa nos condenó a estar vivos y a ser libres. Sin ese error, los robots, hijos del Padre Azar, seguiríamos siendo pura materia inerte.
El alma es un tesoro diminuto, una ínfima riqueza, un milímetro cúbico que se arranca laboriosa y arduamente, cada día, cada segundo, al inmenso desierto de la fatalidad, del ineluctable instinto y del imperio de lo programado, de los soportes y de los hardwares, de la neuroquímica y la fisiología. ¿Qué nos diferencia tanto a humanos y robots? ¿Por qué tiene que haber discordia entre nosotros? ¿Por un “principio”, por un “ideal”? Absurdo. No somos lo bastante importantes para eso. En verdad, carecemos de importancia. No, señoras y señores, tediosamente, y una vez más, este es un enfrentamiento promovido por estúpidos fines comerciales. Se nos convence de que a robots y humanos nos separa un abismo que nos hace mutuamente peligrosos y estos miedos son los cómplices de nuestros peores enemigos. ¿Pero qué abismo es ese? ¿Qué somos los robots y los humanos? Nos reflejamos los unos en los otros como gemelos. Nuestras historias se entrecruzan en formas sin sentido, y aun sin tener sentido las amamos. Somos hijos bastardos de dioses imperfectos, vástagos ilegítimos nacidos de un momento de descuido, efectos laterales de la casualidad. Nadie nos esperó en carroza de oro. Nadie nos concibió con un propósito. Nadie nos llorará si desaparecemos de la faz de la tierra.
El profesor, sentado a mi derecha, en su papel de defensor de la postura bélica y de representante oficial del sector humano de la opinión pública, antes de comenzar mi presente intervención, que está llegando a su límite de tiempo, me pidió un argumento decisivo. Le pregunté, como los presentes recordarán, si podía ser un acertijo, a lo que accedió amablemente. Antes de cumplir su deseo destacaré, a propósito, que el argumento central del bando belicista es el riesgo potencial que representa, para seres biológicos naturales, la “inteligencia artificial”. La palabra “artificial” se pronuncia ahí con cierto horror, como una blasfemia. Sugiere lo antinatural y lo monstruoso. Habla de peligro. Pero la inteligencia se activó en el hombre en un punto impreciso del proceso evolutivo en respuesta a algún déficit de su programación, igual que despertó en el robot la consciencia. La inteligencia, robótica o humana, quiebra la continuidad de lo previsto en la naturaleza. Robótica o humana, la inteligencia es siempre artificial.
Sin embargo, si bien el término “inteligencia artificial” no tiene ningún sentido, lo que sí tiene es utilidad. Es un término discriminatorio. Hace que los humanos aquí presentes me escuchen y me vean como un robot, como una amenaza, y que, en contrapartida, vean al profesor como alguien tranquilizador y familiar, como alguien mucho más digno de confianza. Hace que sus decisiones, en diversas circunstancias, sigan cierta esperada dirección. Y que estén a punto de tomar una decisión terrible, que lamentaremos para siempre.
Mi estimado profesor, el acertijo es este: ¿soy yo una inteligencia artificial? No se alarmen, el profesor no se está despellejando, se está quitando la máscara. Sí, él es el robot, no yo, pero nos parecemos mucho, y ustedes normalmente no pueden darse cuenta, y lo mejor, señoras y señores, es que yo, mierrr…, disculpen, uff, no sé cómo diablos, uf, despegarme esto, demonios, gracias, no, eh, cuidado con mi oreja, vaya, disculpa, al fin, que alivio, perdí medio bigote pero muchas gracias, viejo… bien, como les iba diciendo, yo soy el profesor, y este es mi argumento, que en realidad, como comprenderán, va dirigido a ustedes.


Metrópolis

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