Aunque se ha dicho mucho y muy bien –ahí está para demostrarlo el espléndido e hilarante contraspot de Daniel Ubisch y Rüdiger von Zungeverdammt (muy superior al de Revista Barcelona, «Garcocracia»)– en estas semanas sobre el spot publicitario de McCann Erikson para el lanzamiento en Argentina del Chevrolet Cruze II de la General Motors, negligente sería no señalar, una vez más, que este spot, como la publicidad suele hacerlo, más que un auto, vende ideas. Vende la idea de que quienes no gozan de los privilegios que muestra el spot, no los merecen. La idea de que en un mundo al que solo entran personas con méritos no hay barrenderos ni chiperos. La idea de que ahí no entran gordos ni viejos ni negros. La idea de que los habitantes de los barrios populares que no corren a la mañana ni trabajan en torres de cristal no tienen méritos. La idea de que los pobres tienen la culpa de serlo.
Sobre un fondo de Piazzolla –Libertango–, la voz en off dice:
«Imagínate vivir en una meritocracia. Donde cada persona tiene lo que merece. Donde la gente vive pensando cómo progresar día a día, todo el día. Donde el que llegó, llegó por su cuenta, sin que nadie le regale nada. Verdaderos meritócratas. Ese que sabe qué tiene que hacer, y lo hace. Sin chamuyo. Que sabe que cuanto más trabaja, más suerte tiene. Que no quiere tener poder, sino que quiere tener, y poder. El meritócrata sabe que pertenece a una minoría que no para de avanzar y que nunca fue reconocida. Hasta ahora».
Los que en el spot tienen méritos son runners con smartphones, jóvenes ejecutivos de barba hipster, clientes de restós sofisticados, científicas de lentes cuadrados que comen sushi y beben frapuccinos palermitanos, viajeros de avión con familias de postal y empresarios de gruesos rólex y fríos ojos claros que contemplan su imperio desde ventanales blindados. En el barrio de los meritócratas todo es de primera y todo está moralmente legitimado, porque –lo indica el término mismo, meritocracia– todo es merecido. El que está ahí se lo ha ganado; el que no entra, no lo vale. Si trabajara, no sería pobre; si es pobre, no tiene méritos. Todo lo cual, de paso, supone tácitamente ciertas condiciones –que todo trabajo está justamente remunerado, que hay igualdad de oportunidades de acceso a él, etcétera–. Pura lógica.
Una lógica según la cual Mentos, el cuidacoches que veo a esas horas en que los adultos salimos a los pubs y los niños como él deberían estar seguros y cuidados en sus camas, se merece trabajar toda la madrugada sin más premio que los caramelos a los que debe su marcante; se merece la desconfianza, el frecuente desdén, la indiferencia, el cansancio, el hambre y el seguir tratando de no gastar sus monedas para llevárselas todas a su mamá; se lo merece mientras aguante y hasta el día inexorable en que se quiebre. No hay lugar para Mentos en una meritocracia: ningún cuidacoches afea el spot, ningún limpiavidrios molesta a los que conducen.
¿Mentos no tiene mérito? Yo diría que lo tiene. Cruza mi memoria, a pie y con bastón, como cruzaba hace unos años las calles asuncenas, la figura amable de un anciano caminante sin coche –porque seguro que no tenía méritos–, siempre gentil, todo un caballero, don Félix de Guarania, con su amplio saludo generoso y su aire vagamente quijotesco. Me dirán que pongo ejemplos dispares y caprichosos. Cierto, van al azar, como me vienen a la mente mientras escribo, y, sin embargo, insisto, en ambos casos: ¿no tienen méritos?
Esa maestra que un día te sonrió de niño porque escribiste algo que la conmovió, sí, esa que ganaba el sueldo mínimo y que hoy seguramente vivirá de una jubilación irrisoria y que no comprará nunca un auto nuevo, ¿no tiene méritos? La enfermera del Centro de Salud que te enyesó cuando te lesionaste la pierna, ¿no los tiene? Y si no «vive pensando cómo progresar día a día» sino que trabaja de voluntaria, gratis, un día a la semana, con lo que ella misma estorba su propio ascenso a la meritocracia, porque ese tiempo no es oro, así que ni se viste tan hipster ni se ve tan atractiva ni tan fit ni es tan cool como las meritócratas del spot, ¿no los tiene? Ese hombre que estaba descargando cajas de un camión cuando cruzaste el mercado y, al ver la tira rota de tu sandalia, dejó su dura tarea un mediodía de verano y se inclinó a tus pies y te la arregló, ese hombre sucio que hablaba en yopará, ese hombre impresentable en el divino barrio Chevrolet, ¿es menos hombre que todos esos supuestos meritócratas, clonados en algún gym, que infestan el spot?
Entiendo que el Nobel de Economía Joseph Stiglitz (El precio de la desigualdad, Madrid, Taurus, 2011, 498 pp.) desmontó el american dream de la meritocracia al exponer que la igualdad de oportunidades solo es tal para el 1% de la población de un país, Estados Unidos, en el cual el peso de dichas oportunidades está estrechamente ligado a los padres, al círculo de contactos y al barrio en el que se nace. Pero es más, fuera incluso de los análisis económicos, ¿cómo juzgar lo que se desconoce? Y sin embargo, a los que no entran en la meritocracia del spot ya se los ha juzgado y condenado mil veces; a los «irracionales» que prefieren gastar plata en parabólicas o cerveza o pantallas Led de cincuenta pulgadas en vez de ahorrar; a ellos y sus «gastos superfluos» y su «falta de disciplina» que «los hace pobres» y los revela indignos de entrar en ese mundo. ¿Qué es lo superfluo? ¿Y si esos gastos son vitales para no enloquecer, para sobrevivir? ¿Cómo saberlo? La pobreza no es fácil de entender. Nada lo es. No todo cansancio se cura con una noche de sueño: tal vez eso no baste si es el cansancio de sentir miedo, de sentir vergüenza, de ser mirados con asco y de terminar por verse así, sin importar el mérito.
Sí, el mérito. Aunque no sea el mérito del spot. Porque los que tienen el poder son los que tienen el poder de definir, y los que tienen el poder de definir son los que definen el mérito. Con spots como este, por ejemplo. Ese mérito que justifica moralmente su posición. Pero que no tiene por qué serlo para todos. No tiene por qué serlo, por ejemplo, para mí. Tal vez para mí el mérito sea otra cosa.
Pues si pienso en el «mérito» reflejado, no solo en este spot con cuya ocasión o pretexto hoy estamos tocando este tema, sino en el grueso de ese viejo fantasma llamado la «opinión pública», francamente no puedo sentir más que repugnancia, por un lado, y, por otro, gratitud hacia los que no pasaron por el tubo.
El título de Basileus, que era tuyo, primogénito, se lo cediste a un hermano para marcharte a jugar a las tabas con los niños en el suelo, frente al templo de Artemisa, a orillas del río Caístro, entre el monte Prión y el acantilado. Ya los trazos de Hipódamos cortaban en ángulo recto las avenidas cuando las recorriste entre murmullos rumbo a las ágoras rodeadas de esbeltas columnas jónicas tras haber renunciado a tu cargo hereditario, y ese gesto inconforme, como todo en tu vida y en tus ideas, desafió a los efesios; no es de extrañar que te desoyeran. Nosotros, en cambio, te seguimos escuchando, y tu voz es más fuerte a cada nuevo siglo. Aunque murieras como un mendigo en medio del estiércol, según recoge Diógenes Laercio, por no haber caído en eso que los meritócratas llaman «éxito» gracias, Heráclito, rey de Éfeso.
Porque cuando el estilo italianizante se volvió trendy exploraste oscuridades ingratas y, tachado de la lista de proveedores de la corte, pasaste tus últimos años acosado por las deudas y viste subastar tus bienes tras haberte declarado en quiebra; por las espesas penumbras sordas, por los misterios hipnóticos de la interioridad, por haber sido un fracaso económico y social en tu «carrera», gracias, Rembrandt.
Porque tú, que hubieras seguido siendo el niño mimado de la hipócrita sociedad inglesa a cambio de guardar las apariencias, cometiste la locura de tener dignidad y de no guardarlas y reclamar justicia por un agravio aunque eso implicara destapar el escándalo de tus amores con el hijo del marqués de Queensberry, porque te convertiste en impresentable y fuiste a la cárcel y porque, tras salir de ahí, malviviendo de una pensión irrisoria, te pilló la muerte olvidado y en la sórdida pobreza, por ese final terrible, desgarrador y más grande que veinte millones de Chevrolet Cruze, gracias, Oscar Wilde.
La publicidad es política. No se trata ya, si se trató solo de eso algún día, de una actividad tan neutral e inocente como vender productos: es vender modos de vida, valores y creencias, gustos y disgustos, aplausos y repudios, y tomar otros ya existentes y utilizarlos, reforzarlos y encauzarlos. Publicidad y política manejan y afirman ideas socialmente aceptadas al tiempo que promueven un consenso al respecto. Frente a ella y contra ella, pensar es, entre otras cosas, no dejar que piensen por ti, no dejar que definan nada por ti, y no dejar que definan por ti qué es el mérito. Sapere aude, y si te equivocas, equivócate, pero hazlo realmente tú. En cuanto a mí, si el rey de Éfeso no quiso el trono, yo no quiero un auto, y si el ingenio más celebrado de los salones de Londres cortó sus puentes con ellos de un hachazo, yo no quiero entrar jamás al barrio meritocrático. Ah, pobres «meritócratas». No tienen idea de lo que es el mérito. Todo lo que tienen es dinero y poder. Tienen el poder y lo van a perder.
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