Nuestro Equipo se reunía regularmente
con el objetivo de «abordar» lo que, con aberrante pedantería y desesperado
afán de asirnos a una sombra risible de lo que para nuestros obtusos
hemicéfalos era la «respetabilidad» ―ilusoria― de la que creíamos haber gozado
en nuestros respectivos lugares de trabajo anteriores, llamábamos «una
tentativa de análisis teórico de prácticas concretas», sin duda con la misma
jactancia terminológica con la que a su propio pero igualmente necio y feo
estilo intentarían ennoblecer sus correspondientes sesiones grupales los demás
miembros de los diversos Equipos de Trabajo reclutados por la DGDPRCI desde que comenzamos
este proyecto estúpido.
Una de las apagadas medianías que
integraban nuestro Equipo logró bañarse con una débil luz de originalidad mal
entendida al señalar que las mujeres estaban curiosamente ausentes en el «diseño»
del «programa» (la torpe criatura se expresó en esos términos). Para no verme
opacado por su argucia, me investí a mí mismo con la dudosa dignidad de adversario
suyo en lo que prometía ser un tedioso debate lleno de nefasta seriedad. Sonreí
al escucharlo con hastiado desdén y, tras un suspiro lleno de ofensiva paciencia,
con el aire de quien se sacude la modorra por el penoso deber de disipar los
errores ajenos, protesté y procedí a discutir ensartando una vacuidad tras otra
tan brillantemente como si el tema me importara algo.
Mi oponente provenía, por su
manejo de ciertas estadísticas, del «momento de la toma de consciencia
feminista», lo que me facilitó hacer que pareciese a los ojos miopes de mi
escaso auditorio que yo había decidido contrarrestar las extemporaneidades que sus
ideas obsoletas pudieran introducir en nuestro Equipo, impidiendo que el refrescante
entusiasmo de un lúcido amateur como
era yo se viese «ralentizado» por los aires de sarcófago de ciertas
universidades europeas en las décadas de los sesenta, los setenta o los ochenta
del hacía tiempo superado y felizmente extinto siglo XX.
Conseguí que se acobardara ante
mi empuje y obtuve a cambio el triste privilegio de que se me encargara definir
rápidamente un propósito, un campo y una metodología, pues la DGDPRCI exigía resultados
inmediatos.
Tras lo que llamé con parsimonia mis
«confrontaciones de tesis opuestas», y que fueron sesiones consagradas prioritariamente
a aullar hits de Aerosmith
mordisqueando cheeseburgers mientras
pateaba mi escritorio y mascaba chicle deformando mi cara para parecer Steve
Tyler con espeluznantes muecas y haciendo estallar sobre ella (id est, sobre mi cara) los globos «pink
flamingo» con cierto seco ruido exquisitamente nítido, compacto y límpido (raro
talento que es, en realidad, el único que tengo), «reformulé» en términos «quizá
un poco menos convencionales de lo que es habitual en ámbitos académicos», como
dije con una sonrisa cortés llena de fingida timidez malévola y dirigida con
farsante deferencia a mi ya bastante aplastado contendiente a fin de extremar
delicadamente su humillación para llevarla a un grado más sutil, más perfecto y
más sublime, «la propuesta anterior», anunciando que debíamos concentrarnos en el
análisis del ámbito, hoy andrógino pero siempre simbólicamente femenino, de la
cocina «en sus tres facetas complementarias de significante artístico, de realidad
sociocultural e histórica y de concepto». Dicho esto, estornudé con gentileza y
gracia mientras mi alma ardía en locos deseos de estrangular a alguien hasta
matarlo, empezando por mí mismo. «La cocina», expuse en tono aclaratorio a
nuestro Equipo del Tercer Círculo organizado por la DGDPRCI, «por su relación,
como necesidad básica, con la experiencia humana en sus aspectos más
universales, será la “noción-guía”» (sí, yo cada mañana orino un neologismo) «del
trabajo, evitando respuestas estereotipadas al “dejar el habla” a los misterios
ordinarios y humildes, profundos y ancestrales, de las prácticas cotidianas».
Sé que se están preguntando si
soy un genio o un imbécil, un tipo en el fondo bueno pero desesperadamente
enfermo de hastío o un verdadero monstruo. Por ser todo eso y más he llegado a
ocupar mi posición actual: gracias a lo mejor y a lo peor de mí mismo, puedo
afirmar, y créanme que no me río al decir esto, aunque la frase siempre me dio
risa, que tengo mi futuro asegurado.
Después de mi primer paso en el
dominio de tan horrible terreno, que me niego a llamar «intelectual», como era
el del posible aporte de nuestro Equipo al vacuo e inane proyecto de la DGDPRCI, se delegó en mí
la responsabilidad de definir «puntualmente» (que barbarismo ridículo) los
«lineamientos centrales» (mejor me callo) para «trabajar en el concepto» (tales
libertades en el uso del verbo «trabajar» me hacen fantasear con ardor en la
delicia de que alguien suelte semejantes gansadas justo al pasar delante de algún
edificio en construcción para que los albañiles la emprendan contra nosotros a
ladrillazo limpio desde lo alto de su andamio).
Como soy de una petulancia espléndida,
tras algunas «jornadas de revisión de fuentes» y «brainstorming solipsista», como las llamé, condescendiendo a mostrar
un retorcido humor para hacer a mi auditorio «bajar la guardia» con engañoso
alivio ―jornadas consistentes en fumar haciendo poggo al ritmo del justamente desconocido grupo de hardcore galés Budistas Terminales, con
letras en una especie de sánscrito adulterado salpicado de algo que parece el
croar de un sapo enorme y que se supone que son ancestrales obscenidades en griego―,
declaré que «nuestra metodología sería la propia del campo de estudio de las
representaciones y los comportamientos sociales».
Como sin duda ya sabe el lector (esto,
por si alguno fuera un poco más lento, no es sino una insolente ironía), es usual
ilustrar dicho campo de estudio explicando que el análisis de lo que difunde la
televisión corresponde al estudio de las representaciones sociales, y el del tiempo
pasado por la gente ante el televisor, al de los comportamientos sociales.
Otra cosa es, por supuesto, lo
que hace la mente de cada uno con lo que ve en la tele. Podemos observar y
dominar las representaciones y los comportamientos, pero no el interior de la
mente. Lo exterior nos pertenece por entero. Conocemos todos nuestros
productos, sean estos zapatos o ideas, y todos los detalles de su asimilación
exterior. Pero lo que hace la mente del sujeto con esos productos, sean
televisivos, publicitarios, comerciales o de cualquier tipo, no es observable. Ni
siquiera los propios sujetos suelen saber qué hacen realmente con ellos, ni
cómo ni por qué lo hacen. La producción, en suma, es fácil de estudiar, pero el
consumo en el fondo es enigmático.
Utilizamos datos y variables concretos,
diagramas, porcentajes, segmentos, todo lo que podemos utilizar para tratar de sentir
que nuestro objeto de estudio es tan abierto a nuestra observación como si se
tratara de un trozo de papa expuesto sobre una mesa de laboratorio, pero eso en
realidad no es ningún alivio (a menos que uno sea un verdadero iluso o un zoquete
y se trague sus mentiras, que ni siquiera son suyas). Buscamos la manera, desconocida
en la mayoría de los casos para el propio sujeto, que cada sujeto tiene de usar
los productos de esta economía que en apariencia lo domina todo, pero que, sin
embargo, no puede conocer ni controlar esa zona de niebla y de penumbra del
destino final de sus productos. Y que, por ende, tampoco puede conocer, ni
prever, ni controlar, su propio destino.
Haremos «focus groups»,
investigaciones, experimentos, obtendremos detalles, cifras, estadísticas, procesaremos
datos con afinadísimos programas y cada vez mejores computadoras pero nunca lograremos
ni disipar esa niebla ni barrer esa penumbra. Los problemas se pueden resolver,
pero el futuro ―el mío, el tuyo, el de la sociedad, el de la industria― no es un
problema. Es un misterio. Siempre lo ha sido. Y los misterios no pueden resolverse.
No es su naturaleza. Creer lo contrario resulta de una crasa confusión en materia
de conceptos y definiciones.
¿Qué oculta la superficie de los
comportamientos sociales? ¿La garantía de duración de nuestro mundo actual? ¿El
germen de su fin? ¿Cómo saber lo que realmente hacen los consumidores con las
representaciones que se les dan? ¿Y si no es lo que se cree? ¿Aun si no se lo proponen?
¿Aun sin saberlo ellos mismos? El conocimiento de lo exterior, por completo que
sea, solo es exterior. ¿Y el «adentro» que escapa a las encuestas, y el lado
que a cada uno se le escapa de sí mismo? El poder solo es completo cuando el
saber es completo. Poder es control, y no se puede controlar lo que se ignora.
Nadie reina sobre lo desconocido. ¿Qué poder está seguro si es un poder incompleto?
Un desconocido escribe nuestra
historia y nos hace soñar cuando dormimos. No figura en bancos de datos ni responde
encuestas. Y no sabemos a dónde se dirige, pero hacia allí nos lleva. A cada
uno de nosotros por separado y a la pastosa masa que somos como especie y como
sociedad en civilizado y solemne montón. Nadie puede saber esto hasta que no es
ya demasiado tarde para detenerse. Así funciona un misterio. Es su lado
aterrador.
¿Conocen, imagino, la doctrina
calvinista de la praedestinatio?
¿O bien (vendría, menos directamente, a ser lo mismo) tienen alguna idea de lo
que significa, en el mundo de la tragedia griega, la anankhé, o la fatalidad? No se preocupen, puedo explicárselos. No
tengo absolutamente nada mejor que hacer.
Los brazos extendidos de la Anankhé rodean el universo.
Dios, desde el inicio de los tiempos, ya ha decidido
quiénes se salvarán y quiénes no. Uno decide algo y, sin entenderlo, termina
haciendo justo lo contrario. En algún sitio uno ya sabe el final de esta historia; solo que no sabe lo que sabe, ni sabe que lo sabe. Y por este no saber a uno lo
arrastra el destino. No se puede controlar lo que se ignora, y sin conocimiento
no hay poder.
El saber de lo
fatal es un saber desmesurado, quizás en desajuste con toda vida posible. En
todo caso, siempre en desajuste con la vida en una sociedad que para proseguir
con su funcionamiento requiere fe en la quimera de que el destino se elige y se
conquista. Esta quimera permite desayunar, ejercitar la voluntad y el arbitrio,
trazar planes, tener propósitos, creer en calendarios y relojes, albergar
deseos, argumentar con lógica, concebir lo posible, buscar conocimiento,
contraer matrimonio, tener prole, votar por un partido, usar agendas. Quimera y
delirio que solo se termina en un primer y último instante de lucidez, un
instante tan breve que no interfiere con el orden de las cosas, un instante que
solo al término del vivir se puede dar, porque vida y lucidez no son cosas
compatibles.
El saber de lo
fatal pertenece al viejo y terrible universo de lo salvaje, de lo loco y de lo
bárbaro, y no tiene cabida en la civilización.
Merodea en torno a la polis humana y desde su destierro nos envía señales
distorsionadas e inútiles advertencias deformadas, jeroglíficas, en forma de
raros gestos y muecas incontrolables, de torpezas traicioneras y de secretas caídas,
de indescifrables tropiezos y de sospechosas trampas, de errores asombrosos y
suicidas que, sin embargo, siguen una secreta lógica hecha de intentos fallidos
y de absurdos abandonos, de lapsus y de ideas foráneas y de sueños. Es la voz
de un saber loco, que a veces no expresa tan solo en la desdicha solitaria,
privada, inconfesable de un individuo aislado sino que se alza en esas prodigiosas
formaciones construidas con la locura y los sueños colectivos de toda una época
en sus relatos y en los mitos de su arte, en su música y sus guerras, en su
poesía y en sus crímenes, en sus vicios y en sus enfermedades.
Dirección General de Proyectos.
Un puro sinsentido. Pero nuestro trío, el Equipo de Trabajo ocupado en la
reforma proyectada para el Tercer Círculo, se reunía, como ya señalé,
regularmente, igual que lo hubiéramos hecho en nuestras anteriores posiciones
como profesionales y, en general, en nuestras vidas: hacíamos como si todo
valiera la pena y no fuera un absurdo. Y otro tanto hacían, claro está, por su
parte, el dúo del Segundo Círculo, el Cuarteto del Cuarto, el Quinteto del
Quinto, el Sexteto del Sexto, el Septeto del Séptimo y el Octeto del Octavo. En
cuanto al misterioso Encargado del Primer Círculo, al que nadie había visto
desde que empezó el proyecto de la
DGDPRCI, ignoro cómo se las arreglaría en sus jornadas de
trabajo sin cómplices ni adversarios y, de hecho, sin nadie fuera de él.
Después de lo que acabo de decir,
si hay aficionados al Dante o al Play Station entre los hipotéticos lectores, ya
sabrán dónde estoy. Dirección General de Proyectos de Reforma de los Círculos
del I. No quiero poner más que «I». Además, en realidad mi vida aquí no es
mucho peor que la que tuve en la tierra. Y mi trabajo se parece mucho. Cabe
decir que no he cambiado ni siquiera de puesto en mi oficina. Se asombrarían si
vieran cuánto ha llegado a parecerse nuestro mundo a este mítico y teológico
lugar.
Por otro lado, los adeptos de la
causalidad atribuirán mi repelente carácter al lugar en el que estoy, o establecerán
la relación causa-efecto opuesta y atribuirán mi situación, merecida, a la odiosa
naturaleza que mis malos modales permiten entrever. Y los amantes de la
dialéctica pensarán en un círculo vicioso de mutua influencia entre el lugar y
yo. Premio para Aficionados al Dante y Adeptos de la Causalidad. Amantes
de la Dialéctica:
no he cambiado mucho desde que vine aquí, debido a que, como todos en este
lugar comprendemos tarde o temprano, como ya les dije hace unas líneas, casi nunca,
si acaso alguna vez, he vivido en un sitio diferente. Sigan participando.
¿Ven por qué propuse tan grasiento y penumbroso tema como
guía? Tiene que ver con lo fatal, con el consumo, con lo incognoscible que
escapa a todo posible control y a todo poder. En suma, con el pecado. Lo cual
significa, desde luego, que se relaciona deliciosamente con el atroz enigma del
placer.
En la cocina se prepara la satisfacción de una necesidad,
sea hambre o apetito, y toda satisfacción da placer. Ahora bien, la
satisfacción, por otra parte, devuelve a cuerpo y alma el equilibrio. Pero eso
es muy poca cosa, como creo que todos sin excepciones reconocerán. Necesitamos
un placer que sea más que placer, que sea a la vez miedo, pena y dolor.
Deseamos un placer que no tenga otro límite que el de la propia muerte.
Buscamos y aullamos de ansia por un placer que posea tal grado de tortura
constante que el mismo miedo a esa muerte siempre esquivada pero siempre ubicua
lo tenga siempre hambriento y siempre alimentado. Corremos detrás de esto.
Nunca nos detendrá el hecho de que las fronteras
entre el placer y su más allá ciego, su irrefrenable y letal exceso loco, que
es la propia muerte, sean confusas e inciertas. No, no nos detendrá, porque
cuando el cuerpo busca gozar, no puede tener límites. El cuerpo no tolera
ningún límite. Por eso lo amamos y lo asesinamos. Somos entre todos los peores
animales, somos los verdaderamente diestros en sufrir. Entre nuestros inventos,
el único que me inspira un asombrado respeto es la monstruosa destreza para el
sufrimiento ilimitado. Sin el cual, por otra parte, no hay placer para
nosotros. A esto fuimos condenados desde nuestra creación. Es nuestra anankhé. Nos amasaron con este barro que
es el de nuestro sepulcro, nuestra praedestinatio.
Jugamos todo el tiempo al filo de la muerte porque nunca sabríamos hacerlo de
otra forma. Porque así fuimos hechos. Burlamos a la muerte y reímos cada día
creyéndonos a salvo antes de despertar a la amarga resaca y tener que apartar de
nuevo estos terrores sin poder apartarlos realmente por completo ni una sola
vez. Reír es el delirio de aquel que sufre tanto que debe enajenarse de su
propio sufrir y terminar riendo para enterrar su pena. Pero el dolor y el miedo
siguen ahí, enterrados debajo de la risa, y entonces tenemos que reír aún más
fuerte, porque cuando escondemos algo que es de verdad insoportable no podemos
detenerlos sin correr el peligro de recordar que existe.
El cuerpo nunca tiene
suficiente placer. Por eso nadie sabe dónde ha de detenerse. No existe ninguna
fórmula eficaz para saberlo. Lo que nos empuja más allá de toda dicha y toda
satisfacción real, siempre un poco más al filo resbaloso del terror y de la
destrucción, mientras crece con ello nuestro goce, mientras se hace más ruidosa
cada vez nuestra alegría profundamente triste y aterrada, mientras se infla
cada vez más nuestra febril ilusión de haber burlado el desastre, es un impulso
mortífero. Algo que se dirige en silencio hasta un punto en el cual no seremos
capaces de distinguir si ya hemos cruzado, o si todavía no lo hemos hecho y
podemos seguir jugando un rato más, la frontera mortal.
Entonces, de golpe, como un
muñeco que se desarma al cortarse la soga que lo sostenía desde atrás del
cuello, como un pie enfundado en lustroso zapato que resbala en un piso
encerado y rompe huesos y cráneo del bailarín dislocado con un baile grotesco
que es la broma final, con una risa idiota que atraganta un bocado y mata con
asfixia entre el bullicio iluso de un festín de borrachos que no ven el cadáver
hasta el día siguiente, así, como payasos, sin tiempo de decir adiós ni de
protestar ni de asirnos a nada ni de gritar siquiera, perdemos pie y caemos con
rapidez de vértigo al fondo de lo oscuro para siempre jamás.
La noche anterior a mi muerte
soñé que un coche había atropellado a alguien. Yo corría detrás de él, violentamente
indignado, buscando leer la placa para denunciar al asesino. Alguien, a mi lado,
tan furioso como yo, también corría, persiguiendo conmigo al criminal. De
pronto, el asesino paró el coche. Ya llegábamos casi hasta él, sin aliento.
La puerta del coche se abrió. La
pierna del criminal miserable salió y pisó el asfalto y el desconocido apareció
de perfil y bajó. Y entonces desperté. Ya despierto, luché todo ese día,
obsesionado, por evocar su rostro. Y por evocar también el de mi aliado, que
corría junto a mí para vengar al muerto y al que no pude ver. Y por evocar el
rostro del muerto, que tampoco había visto. Pero no pude recordar absolutamente
nada de lo que ansiaba saber. Muchas horas más tarde, pero ese mismo día, y ya
en la vida real, sucedió justo lo mismo que me advirtiera mi sueño. Un
atropello, un coche, un asesino, un cadáver. Y desperté para siempre. Pero tampoco
ahora sé ni quién me mató ni quién me defendía.
En fin, como se puede ver con
suma facilidad, en el fondo no hay mucha diferencia. Supongo que, en ambos
sueños, todos fuimos uno solo.