La siguiente escena sucede en un café, en el que acabo de estar
hace un par de horas. Quería escribir sobre cierto asunto. La idea de escribir
no se me ocurrió en el café. Entré al café para escribir ahí. Entrar a un café
esperando poder escribir es un riesgo. Por suerte, el sitio era perfecto para
mi propósito. Ni una mesa ruidosa, ni un solo niño, dos o tres clientes discretos,
sumidos en revistas o periódicos. Pocas veces se dan tan buenas condiciones.
Así que me senté, pedí un café y comencé a escribir.
En eso vi que uno de los clientes no leía ningún periódico.
En vez de seguir escribiendo, procedí a descifrar los contenidos de su mente
por el método de la telepatía. Encontré lo siguiente:
«Euuu… Bauffffpssst… ¿Y qué? Puta carajo [sic]…
Ad libitum, ad libitum… Ammmmm… Cómo
te quiero dar… Martes, martes… Luna… Busssss… Prrrr… Plantearle eso a tu jefe
no es sencillo… Fotocopiar decretos, martes, martes… ¡Hamburrrrrrguee-e-e-sssa!»
Satisfecha por el éxito inmediato y por la precisión de mis
resultados, pasé a realizar un ejercicio más avanzado aún, comunicándole,
socarronamente, y siempre por el método telepático, claro está, las siguientes
ideas:
«Hay una mosca zumbando en su oreja derecha. Zumbando. En su
oreja. La oreja de la derecha. La mosca zumba impune. Es una pesada. Merece
morir. Mátela. Mate a esa imbécil. Está zumbando a propósito. Es un zumbido de
odio. Se mofa de usted en su propia oreja derecha. Desafía su autoridad y viola
su territorio. Mosca invasora, malvada. Mátela, mátela, mátela, grrrrrrr, usted
la odia, aplaste a esa maldita, maldita, bleuf, barp, sangre, ughhh, muerte,
grrrrr, arf, matar, escruic, mataaaaaaaarrrr.»
En este punto, para mi secreto regocijo, el cliente se
asestó un súbito y sonoro bofetón en la oreja. En la oreja izquierda, pero esto
no era demasiado grave; no pasaba de una pequeña imprecisión al descodificar mi
texto telepático. Quizá el sujeto tuviera alguna forma leve de dislexia, o bien
pudiera tratarse de un zurdo o un ambidextro. Siempre con el control del
encuentro telepático en mis manos, ya que el sujeto en cuestión recibía y
acataba mis mensajes sin ser consciente de ello, estudié su fisonomía con un
vistazo en el cual puse un matiz sutil y significativo, con algo de complicidad
condescendiente y, al mismo tiempo, de superioridad casi burlona. Era un
personaje mofletudo de 35 años que el 14 de agosto cumpliría 36, trabajaba en
un estudio jurídico en la calle Ayolas de nuestra capital, su señora esperaba
el primer vástago dentro de tres meses, era su implosivo nombre Brígido Baez
Balbuena y tenía cédula de identidad número 1.239.040 y un yuruné de la gran siete.
Hecho este somero análisis, lo conminé con el poder de mi mente a dirigirse a
mí en su fuero interno y obtuve resultados inmediatos. Con aire alelado y
mirada perdida, fijó por un segundo sus turbios ojos en mí, apartándolos de
súbito al percatarse, indicio de que me estaba interpelando en su interior. En
ese momento encontré en el sujeto los siguientes contenidos mentales:
«Coger… Coger… Cómo… Con quién… Pero ya… Blefpt… Coger y
recoger… Dónde… Fluf… Blaaafffffppsssstt… Cómo te quiero dar… Fu… Jiiia…»
Por si hubiere un esbozo de agresividad en su discurso, sin
variar mi inmutable y pétrea expresión, que hacía impenetrable mi rostro e
impedía sospechar la importante operación científica que estaba llevando a cabo,
decidí comunicar al mofletudo sujeto algo que inhibiera cualquier posible
impulso prepotente de su parte, por lo cual le transmití lo que sigue:
«Ay, sí, por favor, vos y cuántos más. No vas a ligar ni
tuque. Hacete dar por un negro. No se te ocurra tratar de armar quilombo. Anda
con tu señora.»
Para mi sorpresa, el individuo se puso en pie como impulsado
por un resorte y avanzó directa y decididamente hacia mí. Me sumergí en mi café
pero exhalé sin querer aire en la taza y me lo salpiqué casi todo en un ojo.
Parpadeando a fin de expulsar de mi cavidad ocular el azucarado brebaje y
conservando mi aplomo y el completo dominio de la escena, miré de arriba abajo
al sujeto que, de pie ante mí, trataba, ante mi rostro impertérrito y levemente
sarcástico, de balbucear su confusión sin encontrar las palabras.
Con suprema ironía, le susurré, mirándolo de modo tan agudo
y penetrante como el maldito café en mi ojo lo permitía:
«¿Desea usted decirme algo? Lo puedo ayudar, veamos… ¿Tal
vez se trate del concepto de “Bauffffpssst”? ¿No? ¿Será, entonces, algo
relativo al “Blefpt”? ¿O quizá quiera usted hablar del “Fluf”?»
No sabría decir hasta qué punto el sujeto acusó el terrible
alcance telepático de mis punzantes alusiones, pues pareció, por un momento,
algo confuso, como una especie de ganso relativamente beodo, mas se sobrepuso a
su turbación rápidamente y, con entusiasmo digno de mejor causa, me espetó lo que
sigue:
«¡Jajajá, Montse, vos siempre personaje [sic]! ¿Cómo andás, che? ¿Siempre escribiendo?»
Indignada, guardé inmediatamente mi cuaderno y mi bolígrafo
en mi bolso y lo miré con una altanería que habría hecho hervir de furia la
sangre de un reptil disecado, pero él, como si no lo afectara en absoluto, se
sentó a mi mesa con la desfachatez más asombrosa, y en ese preciso instante
recordé quién era.
Afectado aún, sin él saberlo, por la experiencia telepática
a la que lo acababa de someter, Brígido Báez Balbuena me miró en cuanto hube encontrado
su archivo en mi memoria y profirió lo que era a la vez una pregunta y su
propia respuesta afirmativa:
«¿Ya te acordaste de mí?»
Nos habíamos visto, como mucho, tres veces en quince años,
pero, en efecto, me acordaba de él. Por qué, aún lo ignoro. Y por qué él, a su
vez, se acordaba de mí, lo ignoro por igual. Nada notable había sucedido en
ninguno de aquellos por demás triviales e insulsos encuentros. No habían dado lugar
a un trato más frecuente ni a una ulterior amistad. No parecíamos compartir
gustos, intereses ni ideas importantes. El motivo por el cual ninguno de los
dos había desechado la difusa e irrelevante imagen del otro es para mí un absoluto
misterio.
Más raro aún, Brígido Báez Balbuena recordaba con erudición
fanática cada uno de los mil detalles, por completo banales y faltos de sentido,
del primero de nuestros, con el de hoy, cuatro encuentros, sucedido quince años
atrás. Con minuciosidad agotadora, enumeró colectivos descartados y abordados, frases
huecas, la amenaza de una lluvia que no se desató, un edificio en construcción
desde el cual los albañiles nos gritaron algo en guaraní, tres paradas de taxi
vistas al pasar, diversos comentarios profundamente estúpidos acerca del calor
insoportable que hacía, un profundo charco en medio del empedrado de cierta
calle, un vendedor ambulante de mosto.
Mi asombró creció hasta triplicarse cuando, a mi vez, con
fluidez y naturalidad, yo di aún más detalles de aquel primer encuentro con
Brígido Báez Balbuena. Descubrí que tengo un registro exhaustivo de un millón
de minucias totalmente anodinas de una jornada que ocupa sin ningún provecho concebible
un enorme espacio de mi disco duro, que podría aprovechar para guardar información
más útil y valiosa.
Habíamos entrado en un bar del centro. Éramos tres: Brígido
Báez Balbuena, Lilith Bruguez Sarmiento y yo, Montserrat Álvarez. Abundando en
nimiedades con pueril pedantería, expuse que, al acercarse a nuestra mesa la
camarera, de bonete negro con un pequeño lazo lateral del mismo color y
delantal a juego con dos bolsillos abajo y uno arriba, habíamos pedido: Brígido
Báez Balbuena, agua tónica Paso de los Toros, que yo nunca había visto ni
bebido antes de venir a Paraguay; Lilith Bruguez Sarmiento, jugo de pera; y yo,
Montserrat Álvarez, un helado de crema americana.
«Has de saber», dije con severidad a Brígido Báez Balbuena,
«que Paso de los Toros fue la primera gaseosa paraguaya que conocí».
«Bueno», carraspeó el interpelado, «la verdad, es uruguaya».
Aunque me guardé de demostrarlo, mi estupor ante esta
revelación no tuvo límites. ¡Así, pues, había vivido yo quince años en las
tinieblas! Anduve tanto tiempo por la senda de las sombras, cuando hubiera
podido ver la luz con tan solo leer una etiqueta. (Nota: en la versión final
del cuento, que esto sirva de parábola, no sé aún de parábola de qué, pero de
algo importante y que indique amarga experiencia y honda sabiduría.)
«En aquel entonces, yo era en extremo tímida», seguí
diciendo a Brígido Báez Balbuena. «Así que nunca le pregunté a Lilith por qué,
cuando pidió su jugo de pera, añadió, dirigiéndose a la camarera, lo siguiente:
“Ponga pera y agua en la licuadora, y licue todo”. Si pudiera regresar al
pasado y enmendar mis errores, hoy, en esa misma situación, y con mi timidez ya
superada, le preguntaría a Lilith por qué dijo eso.»
Hice una lúgubre pausa y proseguí:
«¿Temía que pusieran pollo al spiedo en la licuadora? ¿A qué
venía aquella precaución? ¿Acaso era una posibilidad que, por error, le
trajeran un licuado de chancho con ravioles?» Brígido Báez Balbuena rió y, para
orgullo mío, admitió que no recordaba esa parte.
Sin embargo, a mí, que ya había conseguido olvidarla, ahora me
atormenta sin descanso.
¿Por qué dijo eso Lilith? ¿Cuál era su temor? ¿Qué podía
pasar si no aclaraba lo de la pera, el agua y la licuadora?
Y lo peor de todo es saber que, aunque busque y encuentre a
Lilith Bruguez Sarmiento, aunque la cite y me siente ante ella y la mire a los
ojos y con toda firmeza le pregunte por qué hace quince años, en un bar del
centro, hizo esa aclaración al pedir un jugo de pera, y aunque Lilith Bruguez
Sarmiento tenga el sincero afán de responderme con la pura verdad,
probablemente Lilith Bruguez Sarmiento no recordaría qué ©¥®±#§µ@ jugo pidió ni
qué hizo ese §Ö©¥® día ni por qué @#§µØ le dijo eso a la ¥®±µ§ camarera.
Lo cual quiere decir que nunca lo sabré, ¡jamás, nevermore!,
como graznó el ©¥®±§µ# cuervo, que jamás me veré libre de esta duda corrosiva, irresoluble,
y que hasta el fin de mis días me torturará el anhelo de una certeza imposible
y perdida en aquel pasado irrecuperable donde no tuve el valor de preguntarlo.
Y sin jamás el alivio, el bálsamo de una respuesta, deambularé sin tregua por
los negros laberintos de la imposibilidad.
Pero justamente al filo de la desesperación suceden los
milagros. En el instante en que Brígido Báez Balbuena anunciaba su intención de
pedir una cerveza, entró al café una mujer de ojos saltones, feos y verde
claro, como uvas sin piel, candorosos dientes de conejo, caderas
desproporcionadamente anchas que le daban la típica figura que se llama «de
pera», anteojos como fondos de botella, piel del color del papel de fumar o el
pollo hervido, pelo prácticamente blanco de tan rubio, como si se tratara de
una especie de marsopa albina y un vestido realmente horrible, como hecho de un
mantel de navidad sacado de un set de televisión de los años setenta para un
programa tipo La tribu Brady, con restos de salsa, y un número de pecas que no
puedo sino calificar de abrumador y de inverosímil.
La desdichada se dirigió a la mesa donde Brígido Báez
Balbuena estuviera sentado poco antes.
El lector quizá ya habrá adivinado lo que yo hice a
continuación…
(Continuará…)
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