POR QUÉ ESCRIBÍ «UNA CARTA»
Entré
al café a escribir, pero TELEPATÍA no fue lo que escribí en el café, sino el relato de lo que pasó en el
café antes de escribir. Por hoy TELEPATÍA queda inconcluso porque así creo suspenso y espero que el lector sufra
mientras yo lo prosigo y de ese modo disfruto pensando en cómo el lector estará
soportando la tensión de su expectativa. Pero lo que escribí después en el café,
y juro que no lo digo por hacerme la interesante, ni yo sé qué cosa es, ni sé
si alguien, en caso de que alguien lo lea, podrá decir lo que es. Le dio origen
un diálogo entre Y (Yo) y E (Él):
«E:
Veo que no saludaste a X.
«Y:
No, porque antes era amistoso conmigo y desde hace un tiempo no lo es, así que
supongo que ha tenido la osadía de juzgarme por algo que he dicho o hecho,
craso error que no perdono nunca. Por la misma razón, tampoco pienso volver a saludar
a Y ni a Z.
«E:
Pero vos juzgás a los demás. ¿Por qué los demás no habrían de juzgarte a vos?»
En
efecto, ¿por qué? Valía la pena responderlo y lo intenté. Pero el resultado fue
la especie de puré o magma que va a continuación. Lleva «Una carta» por título
provisorio, provisorio porque es un título estúpido, aunque rigurosamente
cierto, y lo cambiaré apenas se me ocurra uno mejor.
UNA CARTA
Ustedes
pueden juzgarme. Yo no debiera juzgarlos. Por eso yo, para empezar, los juzgo.
Y, para continuar, no admito que ninguno de ustedes me juzgue a mí.
Al
que da alguna muestra de haberme juzgado, lo observo hasta verificar si, en
efecto, lo ha hecho.
Si
uno o más cambios en su actitud hacia mí me confirman que ha tenido la
insolencia de juzgarme, en la siguiente ocasión en la que vuelvo a encontrarlo desdeño
públicamente contestar a su saludo.
Claro
que eso hace que otros más de ustedes me juzguen; tengo entonces que negar más
saludos y así crece el rechazo del grupo que ustedes forman contra la singularidad
en que consisto. Todo esto es para mí divertido e inevitable. He desdeñado a
tal o cual, parte del digno montón que los incluye a ustedes, ergo, mi desdén
se les podría aplicar, por lo cual es preciso defenderse.
Esto
me hace sentir muy halagada. Ustedes debieran ser conmigo mucho más clementes,
pues cada uno de ustedes es parte de un grupo aquí y de otro allá, y yo soy mal
recibida en todo grupo. Consisto en una extravagancia. Ustedes son, en suma,
los más fuertes. Que pese a ello me juzguen y me descalifiquen con dureza y
obren en consecuencia me dice que no soy rival de poca monta.
Yo,
cuyo parecer nadie o casi nadie entiende, sin más que mis ideas raras e impopulares,
no los puedo juzgar, pues ustedes, si caen sobre mí, lo harán con todo el peso
de la masa, mientras que ustedes, respaldados por el hecho de que hay otros que
son semejantes o iguales a ustedes, pueden juzgarme a mí con todas las ventajas
de su parte.
Por
eso yo debería sumarme a otros (por ejemplo, a ustedes) para así no estar sola ante
el mundo.
Estar
sola ante el mundo, en efecto, no es fácil. A veces es extenuante. No es algo para
cualquiera. Sin embargo, yo no puedo desear ninguna otra cosa.
Si
yo los juzgo a ustedes, eso no les afecta desde el punto de vista social, que
es, por antonomasia, el punto de vista de ustedes. Mi juicio no es más que el
de un individuo con ideas raras. Una excentricidad.
En
cambio, yo no puedo dejar que ninguno de ustedes, con su implícita fuerza de rebaño,
me juzgue. Vivir como yo requiere emplear tácticas para reponer fuerzas y
ahorrar sufrimiento. Es una guerra tan larga como la vida, y en la que no
pienso ser derrotada por agotamiento. Hay estrategias. Por ejemplo, no dejo
pasar un juicio que, si no lo repudio con desdén, podría sumarse a otros, y tal
vez coincidir en algún momento con más circunstancias hostiles de otro tipo, y
hacer que me quiebre, o incluso que caiga. ¿Entienden?
Conozco
la desesperación, el pánico, la pena, el terror y todas las torturas del
infierno del modo en el que únicamente un genuino solitario las puede conocer. Pero
sé defenderme, y estoy en este mundo decidida a probar que lo merezco más que
cualquiera de ustedes.
El
tiempo, cuando el peso de ustedes no sea nada y no quede memoria de sus
nombres, dejará en pie la verdad de mi vida y mis palabras: esa posteridad me
pertenece. Pero, entretanto, debo sobrevivir. Por eso no permito que ninguno de
ustedes me juzgue impunemente. Y, por si cometieran el error de creer que les
temo, les demuestro que no, al darme yo el lujo de juzgarles y no dignarme
tratarlos.
Al
hombre la vida le excede, no sabe qué hacer de ella. Así que actúa y actúa, sin
un porqué, o, mejor dicho, con cualquier porqué, pues el porqué no importa.
Actúa para defenderse de sí mismo, para apagar el aullido de la desmesura de su
necesidad, de su espantoso anhelo, del abismo de su insatisfacción, del pavor
de su confusión, de su terror de animal, de su violencia asustada, de su dolor
peligroso. Si dejara de actuar, se mataría.
Y,
si no se disuelve en pura acción, un día grita: «¡Basta!» y comienza a existir.
Antes, perdido en actos, sin distancia de nada, sin adentro ni afuera, hombre,
actos, mundo, cosas, todo era un fluir indistinto.
Empieza
a existir en un lugar aparte, un lugar «interior». Allí la desesperación le dará
hambre de amor y aprenderá a soñar con el amor, y la insatisfacción le enseñará
el deseo.
Aprenderá
a estar solo guardando en sí lo amado cuando no esté y, adentro, se llenará de
todo, de universos enteros, en una construcción tan rara y tan compleja que se
volverá enigma. Tener a mano a otros no será no estar solo, y no tenerlos tampoco
será estarlo, porque eso sería volver a lo indistinto, al fluir gomoso sin
adentro ni afuera, en el cual, propiamente, él no existía. Y no irá lejos en la
poesía si no se arranca de tal esclavitud. Tan pobre condición no supera la
muerte. La derrotan las varias figuras de la muerte, el vacío, lo mudo y lo
deshabitado, y huye de ellas hacia lo indistinto, hacia ustedes, y actúa para
no pensar ni sentir y estar siempre afuera, dejando su interior hueco o lleno
de desechos inservibles.
La
ausencia para él es absoluta, mientras que, en cambio, el arte hace brujería de
la ausencia, y, por magia demoníaca, se ríe de la muerte, y el artista cruza la
soledad sin estar solo, pues su arte es talismán que, igual que los poderes del
amor y el deseo, trae a la presencia aquello que está ausente. Si no fuera así,
no tendría nada adentro, no sería un artista, ni un amante, ni un viviente con
alma, y más le valdría disolverse en sus actos, afuera, como ustedes.
Ustedes
no tienen ni un amigo aunque tengan miles. No saben crear ni amar. Amor y
amistad, aun lejos y a solas, siempre siguen cerca y siempre amando. Es el
mismo secreto del arte ante la muerte. Pero ustedes no tienen interior, y si no
están en presencia de los otros, nada subsiste en la ausencia, pues su único
modo de existir es el de las cosas: son ustedes en esto meras cosas.
Hay
que vencer un salvaje terror para aprender a amar. Por eso el cobarde no ama. Ni
el avaro. La genuina avaricia no es solo un asunto de dinero. El avaro se
delata hasta en el talle, en el gesto o la mueca, en la tez cetrina, renegrida,
opaca, en la mirada, en todo. Recibir la belleza del mundo y amarla como un
regalo es un gesto magnánimo. El que acepta un regalo afirma su valor. Por eso
es miserable rechazar un regalo.
Ustedes
viven en un escenario, aun en los momentos en que nadie los ve, porque están
siempre afuera, y afuera es un sitio público, y no tienen adentro un espacio
privado. Por eso necesitan compañía. O, si no, se tienen que perder en actos. Y
si no, se aburren o se entristecen, y, en suma, no pueden soportar la soledad y
la tienen que llenar con algo, con lo que sea.
Pero
la verdad es que ustedes nunca están solos. Lo que llaman soledad no es soledad,
sino vacío: vacío en el sentido de un circo vacío o un teatro vacío.
Entiendo
que se tengan que aturdir. No estoy libre de esa experiencia. No los repudio
como alguien superior. Conozco los impulsos que los mueven. No me son ajenos. Tranquilícense:
yo los entiendo. Sé bien que los sentimientos de ustedes no son tales, sé que
sus ideas son espurias, que sus pasiones son de cartón piedra, que son necios,
mezquinos y cobardes. Mucho me ha costado no ser lo que ustedes son, ¡no se imaginan
cuánto! Los veo bien, mentirosos. Ustedes no valen nada.
¿Qué
es lo que ustedes buscan con su ruido, que no deja pensar? ¡No pensar! Claro, lo
sé. Pero si me pego a ti sin un adentro donde pensarte tal como eres sin mí, no
existes, y entonces, ¿cómo amarte? Si me disuelvo en mis actos sin poderme
apartar adentro, lejos de ti, ¿cómo desearte?
Si
solo existes cuando estás al lado, ¿qué eres, sino una cosa? ¿Qué queda de ti
cuando no estás a mano? ¿Qué palabra te dirá, qué nota, qué trazo registrará tu
paso por la tierra, que llave me abrirá la puerta del país donde estás cuando no
estás, para que puedas existir sin mí, del modo insondable en el que existen
los vivientes con alma, y no las cosas?
¡Nada
lo podrá hacer, si eres solo una cosa!
Ustedes
se juntan en su espacio colectivo, afuera, donde nada hondo persiste bajo la
superficie de la mera presencia. Creen que huyen de la soledad, pero solo
conocen el vacío. Creen que están juntos porque se amontonan, pero eso es
solamente suma, y no compañía. Así que ¿a qué llaman ustedes amor, o amistad?
¿A
qué llaman ustedes hijos o mascotas? ¿A qué llaman cerveza o chicle? ¿A qué
llaman estornudo, canguro, ideas? ¿Creen que sin sentir cabe pensar? ¿O que
pensar es menos peligroso que sentir? ¿Qué creen que se juega uno al pensar?
¿Eh? ¿Creen que es sencillo, que bastan unos genes «privilegiados», que no sería
fácil y tentador perderse, acomodarse, caer en el éxito, montarse uno su propia
y ridícula farsa? ¿Y a qué llaman amigos, y qué número de ellos creen que es posible
tener en una vida?
¿A
qué llaman ustedes sentir algo, a qué llaman belleza, a qué llaman amor, a qué
llaman pasión, siendo como son todos y cada uno de ustedes meros y banales
efectos de superficie, siendo todos y cada uno de ustedes incapaces de estar
lejos, a solas, con el desierto adentro? ¿Cómo osan decir palabras si no podrían
pasar en el desierto al menos treinta días con sus noches? ¿Creen que sin ser
capaces de eso pueden tener realidad, en la boca de ustedes, las palabras? ¿A qué
llaman «querer», ustedes que no pueden dejar la realidad ni un minuto, que ni
siquiera pueden leer esto sin menear sus cabezotas con brushing o con planchita
o con lo que mierda se emplasten la peluca, diciendo con meneo digno de viejas
chotas «Sí, y menos mal que no somos capaces»? ¡Puf! Ustedes me aburren inenarrablemente.
En
su adentro aprende el hombre la ciencia minuciosa y febril del deseo, lejos de
lo que ama con furia de animal y paciencia de santo o de asesino; y aprende así
el amor.
Ustedes
no están juntos porque tengan muy tiernos sentimientos, sino porque no tienen
sentimientos. Los sentimientos viven en un alma, no afuera, pero los actos
ocupan en ustedes el lugar de todo lo interior.
Ustedes
no están locos. Creen estarlo porque se atiborran de alcohol, stone, sexo, café,
chocolate, cocaína, pastillas, butifarra, ibuprofeno, asadito, ácidos o lo que
sea. Yo también lo hago, ¿y qué? Eso no es estar loco. No tienen, por ejemplo,
el poder de la alucinación: ¿de qué interior podrían tomar algo para ponerlo afuera?
A lo sumo, en periodos de crisis se podrán confundir por estrés o por estupidez
al trazar afuera a medias lo que no tienen adentro.
No
tienen nada adentro, pero el loco es capaz de perder todo lo que hay afuera por
defender la verdad que lleva en su interior. Por lo que lleva adentro, es capaz
de renunciar al mundo. Ustedes no son capaces de locura. No tienen esa fuerza.
Ustedes
son pegajosos porque no tienen arte que sostenga lo ausente, y antes que estar
solos prefieren compañía en la pantalla del ordenador, porque para ustedes
adentro no hay nada y solo afuera hay amor y amistad. Ustedes viven solamente
afuera. Ustedes me creen egoísta porque repudio sus dichos melosos y sus «te
quiero» y los llamo cursis y falsos en sus narices, y digo que es el miedo lo
que los aglutina como un budín rancio y mal mezclado y no creo que se apelmacen
por amor ni amistad sino porque son flojos y con grumos, como un engrudo
tedioso. Y que digo que su vacío se llena del ruido del grupo, y que en el círculo
estéril de sus actos son clones sin interior y que son cuerdos porque viven
fuera, en la escena de grupo llamada «realidad», mientras que el loco es todo lo
contrario de ustedes, tan raro en su interior que este no puede caber en fórmulas
colectivas.
Complicidades
banales les hacen creer que son parte de algo; añadimos unas cuantas palabras
grandilocuentes (familia, amor, amistad, etcétera), y logran vivir su vida
entera, desde la cuna hasta el féretro, sin llegar a saber nunca qué es el amor
ni qué es la belleza ni qué es pensar ni qué es nada real, pero sin morir de
hambre: subsisten con sucedáneos de alimentos que impiden perecer de inanición
e incluso tienen colores más vivos y sabores más fuertes que las realidades a
las que reemplazan. Un ketchup junto al cual el tomate es insulso, una emulsión
sintética de tan lustroso amarillo que a su lado la mayonesa real parece apagada.
Y
los frutos de la tierra que fueran algún día cosechados o arrancados de los
árboles, y lo que se tomara alguna vez de animales criados en las granjas o
cazados en los montes o en el mar, decepciona después de haber disfrutado en
superficies acrílicas de manjares con más sabor a carne que las vacas, más
dulces que las frutas, más reales que lo real y más vivos que la vida. Y el
arcaico pudor de lo profundo, si atañe a la pasión o a la emoción, hastía o sabe
a poco después de mil ruidosas proclamas de sentimientos que brindan lo que brinda
todo show: una ilusión que tape cualquier grieta.
Ustedes
no quieren un interior propio, diferente de todos los demás. Su idea de la
vida, el amor, la amistad, se basa en no tenerlo. No pueden marchar solos por
el mundo. Los defectos de cada uno no importan: el grupo lo defenderá del extraño
que los vea y los señale. No hay un adentro en ninguno de ustedes. No hay un
rincón donde pensar lejos del resto. Y el que pueda desearlo no es uno de los
suyos. De hecho, que exista semejante freak es bastante molesto para ustedes, así que mejor se va si no quiere recibir un par de buenas coces lanzadas al
unísono, ¡Jijau!
¿Ven
cómo los entiendo?
Cuando
no hablo con ustedes, sé muy bien por qué lo hago.