Tras percartarme de la incoherencia, ahora lo corrijo, poniéndolo, puaj, en gregaria primera persona del plural.
De ningún modo me cabe protestar a este respecto, pues, como otras cosas igual de intolerables, yo misma me lo busqué.
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Alguien me dijo hace tiempo: “La palabra se hizo para distorsionar y encubrir. Quieres de las palabras lo que no pueden darte. Buscas certidumbre, y las palabras mienten. Hay entre los seres lenguajes más genuinos. Lo que tú necesitas, yo no debo decírtelo: lo tienes que sentir”.
Yo le respondí: “Pero de los lenguajes más genuinos siempre estuve excluida. Nunca participé de todo aquello tácito que sin palabras une a los humanos. Nunca pude entender a las personas”.
Me pareció de pronto que me estaba alejando y que ya tenía que aguzar la vista para distinguirlo en lontananza, pero seguíamos en la sala, y mientras intentaba sobreponerme a esta ilusión oí desde lejos su voz, que con discreta tristeza me preguntaba: “¿Por qué?” Pero yo no lo sabía.
Desde mi primer recuerdo está ya esta interior distancia desolada. Nadie la ve, y yo pronto me adiestro en ocultarla. Aprendo los gestos de las emociones, ya para reproducirlos si es preciso, ya, más frecuentemente, para no desentonar con ellos ni llamar la atención. Un instinto me hace temer que se sospeche de mí que no comparto tan profundos vínculos; tengo la sensación de que es muy peligroso, y por eso lo esconderé toda la vida.
Así he crecido. Los demás veían en mí una hermosa criatura. Yo encubría mi deformidad oculta e invisible, mi monstruosidad secreta de solitario fenómeno. Y hoy, cuando algún humano, ignorante de mi horrible ser, me dedica un gesto de bondad o de delicadeza, debo erguirme de golpe, volver el rostro y mirar a otra parte para no quebrantarme y sollozar. A veces aprovecho algún descuido generalizado para irme del lugar veloz y calladamente.
Me preguntó un amigo el otro día: “¿Qué es lo que te hace creer que nadie podría amarte?”
Las personas están juntas cuando aproximan sus cuerpos y comparten al hacerlo mudos saberes que ignoro. Pero la desolación que guardo, por cerca que mi cuerpo esté de otro, abre entre nosotros tal distancia que desaparezco en el horizonte. Me pierde el otro así, y yo también me pierdo. Porque, en el fondo, yo nunca he existido.
A la edad en que se aprende a ser, no aprendí; ni a ser como los demás, ni a ser como nadie. No reflejé lo que eran los humanos; me habitué a repetirlo, por cautela, sin entender ni sentir. Y tampoco nadie me reflejó a mí en mi rareza, único individuo de mi especie. Y sin espejo que uniera mis facciones, no conseguí tener ni tengo un rostro. Dispersos trozos de nadie que conjuga una mera ficción de la gramática me permiten jugar alucinadamente a que algo existe cuando digo “Yo”.
Hace unos meses quizá tuve la posibilidad de llegar a existir; creí reflejarme en otra mirada. Pero no habiéndome yo visto en una mirada originaria para saber ahora verme en ésta; y no habiendo confiado en la certeza sin palabras de un abrazo anterior a éste con que me tomaba él, primer abrazo que debía haber estado ahí cuando aún no existían, supongo, las palabras, y no estuvo; y no habiendo encontrado, pues, yo ciertas cosas al llegar a la vida, como todo esto nunca antes lo sentí, me asusté, porque no lo conocía.
Así, no teniendo parte, por carecer de esta universal destreza, en lo que reúne a otros de modo menos equívoco, más veraz que las palabras, fuera estoy para siempre del hogar de los humanos. Y como sólo tengo la palabra, que es falsa y engañosa, he de forzarla a que no lo sea para mí; a que no distorsione, sino que transparente; a que revele, y no mienta; a que diga lo que soy, en vez de disfrazarme de otra cosa.
Porque si consigo hacerlo, aunque sea sólo un instante, en un fugaz poema, entonces la palabra, durante ese mísero minuto, no separa sino que comunica; y porque mientras dura ese minuto no hay distancia ni miedo ni desolación; por todo esto, desde la soledad, tempranamente he tomado la palabra.
Porque no tengo rostro ni consisto más que en desorden, vértigo y locura, pero si alzo la voz en un poema no hay lucidez que falte en su conjunto; y porque, mientras digo ese poema, tan coherente y real como el poema soy; por todo esto, desde el caos, yo he tomado la palabra.