En 1997, fueron cancelados dos conciertos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en Olavarría. El intendente Helios Eseverri les había negado el permiso. Veinte años después, el fin de semana pasado, el Indio Solari volvió a esa ciudad en tiempos y circunstancias muy diferentes.
DETRÁS DEL ESCENARIO
Creo que difícilmente habrá quien ponga en duda el valor y la importancia artística de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota y de quien, con Eduardo «Skay» Beilison y Carmen Castro, la «Negra Poli», integró su trinidad fundacional y fue, hasta la separación del grupo, su letrista y vocalista, Carlos «Indio» Solari. O que el vínculo que una historia y un espacio de rituales compartidos han forjado entre los ricoteros más leales y devotos es un aspecto sobremanera interesante de la cultura actual. Por último, creo que estaremos de acuerdo en convenir que el fenómeno artístico y el fenómeno social ricotero son de distinta índole y en que, por ende, si bien como individuos todos podemos valorar la producción estética de los Redondos, continuada después por el Indio, la emoción y la experiencia del fenómeno social ricotero no son para todos: son para los iniciados en esa tradición.
Soslayar este factor cuando se habla del «descontrol» y los «desmanes» de sus conciertos o del «maltrato» que implica peregrinar hasta las ciudades de provincia escogidas para cada recital puede generar enfoques sesgados. La ruptura del orden cotidiano –sea esta ruptura individual (viajes místicos, creación artística, las mil caras misteriosas de la deserción interna, etcétera) o colectiva (misas, ricoteras o no, fiestas religiosas o paganas, antiguas o modernas, etcétera)– es y ha sido siempre fuente de complejidad y fecundidad para la cultura, y uno de sus núcleos vitales.
Los incidentes desatados en Olavarría el pasado fin de semana durante el recital del Indio Solari arrojan luz sobre aspectos muy oscuros del poder en la actualidad, y creo preciso, hic et nunc, detenernos un momento a pensarlos.
Dejando a un lado los juicios personales de valor, los detalles forenses y las rápidas y a menudo exageradas inferencias mediáticas, aunque sin perderlos de vista –pues también son parte de los hechos–, lo ocurrido en Olavarría durante el concierto del Indio Solari y los Fundamentalistas del Aire Acondicionado es significativo a escala global.
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota fue, en esta época tan huérfana de ejemplos, un grupo ejemplar. Por su decidida autogestión, por su deliberada independencia de los medios masivos, por su falta de concesiones al «star system» convencional. En suma, por conseguir asociar sus logros a principios intachables en una sociedad en la cual aparentemente ningún logro es posible sin ensuciarse las manos.
Por eso lo ocurrido es penoso y relevante; por eso es preciso un análisis, o varios, para recomponer el escenario y replantear estrategias de oposición y autonomía –en arte, en pensamiento, en cultura, en política, en todo–, o pensar otras nuevas.
Tal vez fue en el primer, resbaladizo momento de poner el pie en el circuito de la moda, de ceder a la tentación de alimentar al monstruo del éxito comercial, cuando la convocatoria del Indio comenzó a implicar riesgos difíciles de prever y de controlar, por más que cierto grado de riesgo haya sido siempre parte de las «misas». Después de haber burlado en cierto modo las idolatrías personales típicas de la industria del espectáculo con la figura de Patricio Rey, cuyas canciones eran lo importante, después de haber logrado, al frente de los Redondos, un desarrollo autónomo respecto de la prensa, Carlos «Indio» Solari, amargo y lúcido crítico de su tiempo por décadas, hasta abrió una fanpage en facebook; después de haber salido de esa ciudad sin dar su concierto en gran parte, si bien no fue eso lo que se alegó, por censura, al volver veinte años después dejó incluso que el intendente de Olavarría publicitara su recital en radio, televisión y tuiter. Como antes lo hicieran sus aciertos, es ahora su caída la que habla de nuestro mundo.
El éxito del fenómeno ricotero se convirtió en su fracaso. Un fracaso clave. Al integrar lo musical pero excediéndolo, este fenómeno revela la búsqueda en muchos de una voz para narrarse, de una tabla a la que aferrarse: revela, pues, un naufragio, un naufragio estructural, un naufragio social que se puede registrar tanto en Olavarría como en otras mil tragedias cotidianas que no son noticia.
A simple vista, parece haber dos actores principales en el predio de La Colmena durante el recital del fin de semana pasado: uno plural, abajo del escenario –el público–, y otro singular, arriba –el Indio–.
Se habla cada vez más del primero. Ya lo han hecho artistas como Andrés Calamaro, ya lo ha hecho el propio presidente del vecino país, el señor Macri, ya lo hacen diversos medios de prensa. La falta de límites. El «aguante». El peligroso juego hedonista que siempre coquetea con la muerte. La irracionalidad. La violencia. Los instintos primarios de destrucción y autodestrucción. La falta de respeto por la vida.
En una sociedad cuyo modo de funcionamiento económico (y, con ello, político) supone como norma mecanismos de reducción de costos y maximización de beneficios, el «aguante» no es asunto de excepciones desenfrenadas: es exigencia constante impuesta por ese modelo a los muchos que sufren dicha reducción a costa de la cual otros perciben dicho beneficio.
Esto no es «ideología»: es aritmética. Los hilos y las piezas del «peligroso juego» de Olavarría no están en manos del público del concierto. No es él quien lo controla.
Las mismas ecuaciones simples explican esta «excepción» y la norma, este «desorden» y el orden (sufrido con «aguante» cada día). Si metes trescientas mil personas donde caben doscientas mil, ganas cincuenta por ciento más. La misma matemática macabra permite mejorar el rendimiento de la operación: cuanto menor sea la inversión (en seguridad, por ejemplo), mayor será la ganancia.
¿Dónde está, pues, realmente la falta de respeto por la vida? ¿Dónde el coqueteo con la muerte? ¿Dónde la violencia? ¿Dónde la irracionalidad? ¿Dónde los instintos primarios? ¿Dónde la falta de límites?
Sobre el escenario, toda estrella de rock es convertida por sus adeptos en deidad y marioneta, en vector del descontento y termómetro de una época de crisis y extravío, en voz de los que no tienen voz pero sí muchos oídos. La desesperación se representa en las misas que celebra. La transitoria comunión suspende por unos instantes las barreras de un mundo demasiado excluyente para crear lazos sociales. La catarsis abre el espacio urgente de la ilusión para que el clima asfixiante de nuestras vidas se oxigene en el mágico paréntesis del reconocimiento y la libertad.
En el campo, abajo del escenario, la comunidad ricotera ha elegido ese recital para expresar lo que todos sentimos y nadie entiende, nuestras existencias perdidas, sin más horizonte que un mundo amasado a golpes brutales de desigualdad y cuyos problemas estructurales son negados o distorsionados sistemáticamente por las propias instituciones ciegas que hemos creado en esta larga historia.
Si los de abajo del escenario son irracionales o no, si son fanáticos o no tanto, en poco de esto se diferencian hoy del resto del planeta, y todavía menos de sus dueños. Hasta qué punto el de arriba del escenario transó con la lógica empresarial, si es que en el pasado no lo había hecho, es asunto a esclarecer. Finalmente, es una cuestión de juicio personal sobre un individuo que la orfandad de tantos había colocado en el lugar del gurú, del guía, del ídolo. Mero ser humano, tiene pies de barro; a fuer de ídolo, habrá de pagar el precio por haberse prestado a cumplir esa función con repulsas tan extremas como desmedida fue la idealización antes aceptada.
Y ni abajo ni arriba, sino detrás del escenario, invisible e impune en el amplio y confortable vacío dejado por el Estado ausente, sacando cuentas, optimizando rendimientos, firmando papeles, estrechando manos entre sonrisas cómplices, está el enemigo.