Este post viene a continuación del anterior como una
especie de complemento lateral, o, en el peor de los casos, de efecto
colateral.
SI NO IGNORÁSEMOS
TANTO, NO ESTARÍAMOS TAN TRANQUILOS. NI TAN QUIETOS
Aquí entre nos, a mí me da corte hablar de “política”.
En parte, sé que es solo un rasgo mío, por ser yo una
persona despistada en un grado extremo y anormal, y poco afín a los diversos
temas que conciernen a la "realidad".
Pero creo que en parte esta incomodidad es la de toda una
época, o la de toda una etapa de la cultura: una etapa en la cual la
consciencia se ha vuelto, necesariamente, una consciencia angustiada.
Porque, si viviéramos en una pequeña aldea “primitiva”,
los intereses que están detrás de los hechos serían evidentes. (Ejemplo tonto:
cualquiera tendría claro que “Trucutú mató a Yogurtu para quedarse con todas
las cabras de Peloncha, que había dicho que se las repartieran”.) Pero en
nuestro mundo, grande y complejo, no lo son.
Y como es tan grande, cada vez hay más hechos que no
conocemos por nosotros mismos, sino por los diarios y la tele.
Y en los diarios y la tele: A) no hay relación entre las “noticias”
y la historia que las precede y enmarca, o el contexto actual del que son
parte. Y B) lo que no importa dura más que lo grave. Y C) los hechos parecen no
tener nada que ver con nada que pueda servirnos de indicio para entenderlos
mejor. Ni D) tampoco parecen estar relacionados entre sí de ninguna forma que
tenga sentido.
La prensa, en este mundo demasiado complejo y grande para
ver las cosas de una ojeada y para conocer lo que pasa por uno mismo, es el único
modo de enterarnos de cosas muy importantes.
Y en la prensa los hechos son entidades fortuitas. Lo que
los hechos integran, o sea, la realidad, aparece, por lo tanto, como algo
ininteligible e inexplicable.
Y tan poco sabemos, y tan incierto sería decidir algo
sobre este endeble suelo, que, si tuviéramos que actuar, sería fácil mandar sin
querer, por desinformados, al fondo del water todo lo que en este mundo puede
tener algún valor, para que otros jalen la cadena.
Uno sabe que no sabe del todo lo que sucede, ni por qué.
Uno siente que todo lo que pasa depende de factores desconocidos e
incomprensibles para uno. Uno podría creer que es impotente para entender el
mundo en el que vive. Uno podría creer que así le es imposible orientarse y
actuar. Uno podría preferir no actuar. Uno podría no querer pensar en lo que
supone que no logrará nunca entender bien.
REBUZNO PROPIO
Ayer alguien usó, al comentarme un post, la frase: “Nuestra
América...”
Yo hablo por mí, no por América. Y será suya, no mía. Y
me da igual si es usted americano, surafricano, esquimal o belga. Y lo que más
me fastidia es que ese tipo de frase le gusta a unos y no a otros, y que esas
divisiones no son mías, y no las entiendo ni me interesan. Nada dicen de usted
ni de mí como individuos. Tiñen lo que se dice con ideas que ignoro. Las frases
que sintonizan con tal o cual postura que no es mía, las expresiones tomadas de
discursos ya existentes y que no son míos, traen consigo supuestos que ni sé
bien cuáles son ni tienen que ver conmigo, y si usted, señor, señora, señorita, niño, niña, está leyendo esto, espero
que no solo no tengan que ver conmigo sino tampoco con usted, al menos no aquí
y ahora, o sea, mientras me lee. Todo lo que se dice se dirige a alguien, y
esto también, pero ese alguien aquí no tiene una postura u otra sino
cualquiera, y sea quien fuere usted, facho, zurdo, de izquierdas o de derechas,
presuntamente culto, o ignorante, yo me dirijo a usted como individuo.
Mire, yo soy poeta. Eso no es tener un número equis de
libros publicados, ni de premios ganados, ni de reseñas en la prensa, ni de
nada. Es tener que buscar uno durante toda su vida sus palabras. Y, por ende,
tener uno, dentro de lo que humanamente cabe, un postura propia. Individual. Le
hablo de la soledad en el mejor sentido. En el de, entre otras cosas, por
ejemplo, no utilizar palabras ni discursos de otros para “pensar” ideas que no
pueden sino ser, también, de otros.
VENGA, ANÍMESE A
PENSAR, NO SEA GALLINA
Señor, señorita, niño, lector de cualquier pelaje: mire, yo no sé nada de política, porque soy una persona
anormalmente alejada de la "realidad", anormalmente despistada y
anormalmente lenta para la empatía en el trato social y, como parte de eso,
para la comprensión –que aún no tengo– de los hechos sociales y, en general,
del comportamiento humano. Y encima tampoco soy una persona astuta, que
"pesque" lo que se mueve en los juegos del poder. Estos temas son los
más ajenos a mi naturaleza. Una vez, como se supone que tengo buena pinta y que
cuando quiero me porto como gente, y mi padre tenía un amigo diplomático, recibí
la propuesta de serlo yo también. El amigo me preguntó qué creía yo que movía a
los diplomáticos a elegir su carrera. Como su mayordomo nos trajo un brandy de
primera, un café de película y unos chocolates adictivos, y el tío tenía una pinacoteca
estupenda, y yo nunca lo veía pegar golpe, respondí: "Las ganas de vivir
bien sin trabajar, supongo". (No se me ocurrió que otra persona podría
haber tomado esto a mal; mi única intención había sido contestarle con
exactitud.) Él se quedo callado y luego dijo: "Hum. Lo tienes claro. Eh...
Lo malo es que, justamente por tu forma de responder, creo que esta carrera tal
vez no sea la mejor para ti". No entendí por qué dijo eso y me olvidé del
asunto. Lo he entendido hace poco, por asociación de ideas a raíz de un papelón
mío reciente, y solté una carcajada, pues es una buena réplica. Me llevó años
reírme de la ingeniosa respuesta del cuate de mi viejo. Eso es ser lenta. Señor,
señora, señorita, niño, niña: lo más probable es que usted no lo sea tanto.
En suma, no sea gallina: si yo, que entiendo de política
mucho menos que las personas normales, que tengo una falta de afinidad prácticamente
autista con la realidad política (aunque solo sea porque es eso, “realidad”),
puedo intentar pensar sola, o sea, libremente, qué es lo que está pasando,
entonces usted, señor, señora, señorita, niño, niña, lo puede hacer también, y
con algo de suerte lo hará mucho mejor.
SI MIRA USTED A
OTRO LADO, NO ESTÁ SIENDO EGOISTAMENTE ASTUTO: ESTÁ USTED HACIENDO EL TONTO
Tan poco, en fin, entendemos de todo lo que sucede, que
podría pasársele a usted desapercibido lo que es contrario a sus propios
intereses. No es seguro que, al “no buscarse problemas”, actúe usted conforme a
su conveniencia, aun si se ha propuesto ser egoísta de la manera más franca. Y
tanto si es usted orgulloso y no piensa tolerar atropellos contra nadie, como
si es curioso y no se piensa quedar sin entender nada, como si es egoísta y no
piensa dejar que su ignorancia le perjudique en beneficio de otros (y todos
somos una o dos de esas tres cosas, o las tres), mirar para otro lado ante lo
que sucede, a trescientos kilómetros de su casa o a miles, no le conviene a
usted en absoluto. Si mira usted a otro lado, no está siendo egoístamente
astuto; discúlpeme la expresión, pero lo que usted está haciendo es el tonto.
Y SI USTED FUERA
UNA DE ESAS PERSONAS...
Uno puede vivir creyendo que la muerte de las personas a
la que no conoce no es asunto suyo. Uno puede creer que lo único que importa es
tener uno su vidita asegurada, su casita, su ollita bien llena, su autito, y
que si un asesinato se perpetra a trescientos kilómetros de Asunción, y no le
roza ni a uno ni a los suyos, entonces no le incumbe. Y, a pesar de esto, uno
puede creerse católico, o cristiano, o vegetariano, o budista zen, e irse a
dormir cada noche con la conciencia tranquila.
Si es usted una de esas personas, aunque nunca me lea,
también a usted le escribo.
CUANDO HABLO DE
PERSÉFONE...
Cuando hablo de Perséfone, y le anticipo la desolación y
el desamparo, la incertidumbre y la pena que se apoderarían de todo lo que
existe si lo que ahora está pasando siguiera hasta llegar a lo que podría ser
su término lógico, no busco con ello “inflar” el puro dato al exceder lo que es
el lenguaje en tanto medio de comunicación, sino que busco incluir también en
esta historia la parte de ella que casi no es ya comunicable, que el lenguaje
no puede ya decir, sino solo indicar mediante viejos símbolos.
Necesitamos aquello que se dice, lo que es, en rigor,
claro y comunicable, para entender las cosas que suceden, y, por ende, para
sentirnos, y para, en efecto, ser capaces de pensar y de actuar como queremos,
es decir, conforme a lo que somos. Y es de eso de lo que le he venido hablando
hasta aquí. Ahora añadiré otra cosa, porque eso, lo inteligible, el dato,
aunque es imprescindible, no lo es todo.
Aunque huelga decir que no es el suyo el único caso, voy
a volver a hablar de Benjamín Lezcano.
LO INCOMUNICABLE
Al desarticularse y desplomarse y chocar secamente con el
piso Benjamín Lezcano, pensar que probablemente nadie iba a imaginar lo que en
ese momento él sintió y supo, su breve pero infinito infierno, que
probablemente nadie lo iba a sentir ni por él ni con él ni en su lugar, y que él
ya no lo podría decir nunca, y que quizás ya nadie lo diría, fue parte del
horror. Porque en la muerte que te busca y te encuentra y te atrapa en tu casa
sin que nadie la pueda detener en medio de la noche se manifiesta algo más de
lo que encierra el –sin duda imprescindible– dato en su claridad. Se manifiesta
que algo monstruoso está surcando el mundo, algo que mueve hasta a los
asesinos; y aplasta entonces tu pecho un peso oscuro, y te toma del cuello
brutalmente, como si nunca hubieras sido nadie, una náusea confusa, caótica y
sin palabras. Y es, sin embargo, para los demás, una vez consumada ya la
muerte, preciso sentir esto, es preciso que sea duro pensarlo, que pensarlo se
acerque lo más que quepa a lo que fue en verdad, a lo insoportable, a la
iniquidad, a la vergüenza; y al llegar la mente hasta ese punto y tocar el
ardor de lo real ya no se comunica, porque una herida sin bordes, y sin adentro
ni afuera, es el fin de la razón y la palabra. He ahí lo que excede el dato, lo
que esa muerte reclama que no muera, que no sea desconocido e ignorado, que sea
revelado de algún modo. Desde la Antigüedad hemos imaginado que las sombras de
los muertos, sus espectros, yerran sin paz cuando nada mitiga un horror
insondable que se oculta a los sobrevivientes o que las palabras con las que se
narra su fin no transmiten, porque es demasiado atroz y eso lo vuelve
impensable. Pero eso atroz e impensable que es el fin de la palabra sin embargo
sucedió, fue vivido por un hombre, y, porque es horrible, debe ser como si para
siempre y desde siempre estuviera pasando. Y es preciso que sea muy penoso, que
sea inmundo y amargo pensar en ese momento, pues solo así se puede comprender,
y solo al comprender cabe conmemorar. Porque cargar el peso de ese absurdo es
parte necesaria del guardar la memoria de quien así perece, la memoria de un
hombre que vivió y que murió con injusticia, sin que ni usted ni yo entendamos
por qué.
Esa afrenta sin nombre es lo incomunicable. Solo cabe
rodearlo, acercarse, indicar su lugar, dónde
se encuentra. Y ahí, en el fondo negro de lo incomunicable, y en ninguna otra
parte del discurso, está la verdadera realidad.