«De revolucionario te volviste empresario, y ahora sos
pyragüé.»
Horacio Bendlin a Víctor «Pipo» González. En: Dama Satán
(comp.), Doxografía y bestiario de
Asunción, siglo XXI (libro en preparación)
«No existen las coincidencias.»
M. Fassbender interpretando a C. G. Jung en el filme de
Cronenberg A Dangerous Method
«AAAAAAaaaaaAAAaaaAAaaAaaaaaaAAAAAAAAAA»
C. Da Ponte. En: Dama Satán (ed.), E-pistolario (inédito)
«Es de mal gusto hablar bien de los canas, pero actuaron
con profesionalismo.»
Víctor «Pipo» González. En: Dama Satán, Doxografía y bestiario de Asunción
«Es de mal gusto hablar bien de los canas, pero el tipo
se lo buscó.»
Víctor «Pipo» González En: Dama Satán, Op. Cit.
«Es de mal gusto hablar bien de los canas, pero ellos sí
hacen patria.»
Víctor «Pipo» González En: Dama Satán, Op. Cit.
«Es de mal gusto hablar bien de los canas, pero su
uniforme estaba re fachero.»
Víctor «Pipo» González En: Dama Satán, Op. Cit.
«Menos mal, llegó la cana.»
Víctor «Pipo» González En: Dama Satán, Op. Cit.
Esto iba a ser posteado
ayer, a modo de retrospectiva marciana (escrita en martis dies) de cosas que anteayer pasaron desde que despuntó esa
deidad, la luna, que causa la demencia en los lunáticos (lunaticus) y a la que los romanos consagraban el día de estos
hechos, el lunes (dies lunae), pero ayer
no tuve nada de tiempo para internet.
Tras un diálogo por e-mail, o e-pistolar, sobre lo que ocultan el laconismo y la logorrea, en el que C. Da Ponte recurrió a una retórica rica en aullidos y onomatopeyas y en el que se planteó que la compañía de un sujeto lacónico que hubiera mutado de pronto en uno locuaz o de un sujeto locuaz mutado en uno lacónico no solo sería incómoda, sino también alarmante, Dama Satán reiteró aquí en el blog la pública invitación a la función de cine de antenoche y salió a pie con rumbo al noroeste.
Al pasar por La Bodega
faltaba más de una hora para la función de cine y el Juan de Salazar estaba a
veinte minutos, así que entró a saludar, pero apenas hubo traspuesto el umbral
le interceptó el paso, con locuacidad incómoda, alarmante y que, cómo se vería pronto,
ocultaba algo («No existen las coincidencias»), un alegre, logorreico y agitado desconocido al
cual, después de escuchar un rato, Dama Satán dejó para ir a la barra junto a H. Bendlin y V. «Pipo» González, pero el desconocido le dio alcance
enseguida e inquirió: «¿Alguno de ustedes ha llamado a la policía»
De las risotadas de su
jubilosa semiembriaguez de hacía un minuto no quedaban vestigios en la cara
trastornada y tensa del adiposo cliente del local. «No», fue la quizá en exceso
compleja y polisémica, pero sin duda original en su propuesta estilística, y,
sobre todo, humanitaria y empática respuesta de V. «Pipo» G., que duplicó su
habitual simpatía con una mirada al lado de la cual el mejor visicooler sería un
tatakuá.
La torrencial
verborragia del extraño consumidor de Corona, cerveza mejicana potable aunque
algo floja, la monosilábica elocuencia de V. «Pipo» G. y el declarado mutismo
de H. Bendlin recordaron a la sagaz Dama Satán el ciberdiálogo de hacía media
hora («No existen las coincidencias») con D. P. por todo lo que exceso,
escasez y falta de palabras ocultaban y al mismo tiempo hacían evidente:
pánico, desolación, fear and loathing, caos, vergúenza y toda clase de culpas y
terrores en este excelente y típico cliente de La Bodega, vueltos del revés como
fatua superficie de jovialidad al pedo, y, en los otros dos mansos angelitos, V.
«P.» G. y H. B., el fervoroso y vehemente anhelo, apenas reprimido, de que ese
gordo kaúre se fuera a chupar al Congo, Chernobyl, Cuatro Mojones o la vecindad
del Chavo y no regresara nunca.
Aquí irrumpen dos cosas: (A) en La Bodega, tres policías con armas y cachiporras al cinto, uniformes azules
y birretes negros, y (B) en la presente crónica del lunes o lunática, y vaya si
lunática, una pequeña laguna porque, ante el ingreso de las fuerzas del orden, Dama
Satán se hundió como un relámpago al fondo de la trastienda. Sobre lo que pasó
en ese lapso, «Hay un hito universal que señala la muerte del discurso»,
reflexionaría más tarde un semiológico V. «Pipo» González, «cuando un cana se
saca su birrete». Al oír que en la parte pública del local se armaban la
podrida y el moquete, Dama Satán sacó intrépidamente la nariz detrás de una
gran congeladora situada a varios metros de la escena, que escapaba, por ello,
a su campo visual, pero no al auditivo, pues este representativo cliente de La
Bodega exhibía un alcance y potencia vocales dignos de mejor guión y
parlamento, gritando: «¡Me secuestran!», «¡Socorro!» y, sobre todo,
reiteradamente: «¡Paaaaaapuuuuuu!» y «¡Otro goooooolazo de Sportivo luqueño con
brochette de porotos al spiedo!», o algo muy semejante. Pero de pronto se
irguió con inesperada dignidad y dijo: «Quiero agradecer al público asistente a esta ceremonia para mí tan emotiva, al señor Director y a los ministros, a todos los
profesores y tortuninjas que han venido esta noche y muy en especial a ese sincero amigo del
arte y de las letras que es el arroz quesú», y, seguido por los policías, uno
de los cuales inició un aplauso cortado en seco por la
mirada del más alto del trío, salió, altivo aunque esposado, del local. El policía
que había empezado a aplaudir volvió con papeles y V. «P.» G. prestó declaración de que el procedimiento fue realizado en regla, tras lo cual el
guardia rezagado se fue en pos de los demás.
Dama Satán anunció
entonces que se iba a ver un corto basado en «El ropero» y una peli sobre «La
enamorada», lo que despertó el interés de H. B. y V. G., pero, como el primero
tenía que quedarse a atender La Bodega, V. «Pipo» González y Dama Satán
partieron sin él hacia el noroeste. Y aquí viene la parte frustrante de esta
crónica, oh mis buenos drugos y únicos amigos, porque al pasar delante de la estación
de servicio que está a tres cuadras y ver el reloj que tiene enfrente, faltaban
diez minutos para las 8 de la noche, hora de inicio de la doble función. V. «Pipo»
G. y D. Satán echaron mano de las faltriqueras, sacaron los pasajes, corrieron
hasta España y treparon a un raudo 23. El tiempo había volado en la grata
compañía de los canas y el orate sin que se dieran cuenta. Bajaron en Tacuary y
corrieron dos cuadras hasta Herrera al grito triunfal de «¡Llegamos!»,
palabra que por poco fue la última pues casi los pisó una camioneta, cruzaron
el umbral del Salazar, los paró en seco una dama a la que
se sumó un guardia y ambos les señalaron un cartel que decía que no se permitiría
el ingreso una vez comenzada la función, «y hace diez minutos comenzó»,
sonrió, viperina, la dama, mientras el guardia, mirando a V. «P.» G. y a D. S., acariciaba
su cachiporra con aire soñador.
Envenenados por la frustración,
la injusticia, la envidia, la yeta y el rencor, degradados de pronto a dos
parias impuntuales, sudorosos y mugrientos por la prisa, convertidos en dos
peligrosos marginales resentidos, llenos de odio y peligrosamente próximos al
hampa y la delincuencia, lejos de irse de ahí, V. «Pipo» G. y D. Satán se
quedaron merodeando en la vereda, sombríos y sin propósito preciso, salvo un vago
deseo de romper los quinotos.
Emergió entonces,
angelical, salvífico, mesiánico, querube con anteojos, de las
tinieblas de las infectas calles del centro de la urbe, cual foco de cien vatios
pero mate y con pantalla beige de papel reciclado, deslizándose como si flotara
en una nube o a lomos de un little pony en su playset con escarcha y cabello
peinable, algo entre Morning Glory y Chrisantemun, pero de Hasbro, no trucho,
un celestial Martinessi cuyo ingreso a la sala nadie osó objetar.
Y al ver esto, oh
mis queridos druguitos y confidentes leales, las lúgubres hordas de los excluidos, compuestas
por D. Satán, V. «Pipo» González y otros cuatro indeseables jipis que, por colgados, tampoco se habían
ido de ahí, salieron de su letargo y, al unísono, se lanzaron de golpe...
El deber me reclama, así
que esta crónica de la función de cine proseguirá, por este baticanal, mañana.
Observación: Estos son hechos totalmente reales. Así que ningún parecido con nada es mera coincidencia. ("No existen...", etcétera, ya saben.)