miércoles, 29 de diciembre de 2010

HASTA MAÑANA, JUEVES, KAMARADAS


Me invitaron a hablar sobre Barret ahí, y yo a mi vez os invito a todos, Kamaradas. Salu2! Y hasta mañana, jueves.



Dama Satán.



Montserrat Álvarez
No sé qué relación tiene con la fecha, pero eso no quiere decir que no tenga relación, sino únicamente que yo no sé cuál es. El cuento de abajo lo escribí en Nochebuena y lo pasé en limpio en Navidad, de modo que lo pego aquí como un regalo de ídem, por si les gusta, para vosotros, lectores, y muchas cervezas, sidrás, clericós y buena suerte son, ¡jo-jo-jo!, los deseos de

MonTse "Mamanoela" DamaSatán.

EL HOMBRE QUE QUERÍA QUE LO ENCERRARAN EN LA CÁRCEL

Una vez tuve el raro privilegio, a muy pocas personas concedido, de hablar con El-Hombre-Que-Quería-Que-Lo-Encerraran-En-La-Cárcel, y así fue como supe que este hombre no quería ser condenado a una pena temporal por un delito que pesara en su consciencia, sino que no quería nada menos que cadena perpetua, y que, de hecho, lo que en verdad quería no era una condena, sino una absolución, como él mismo expuso ante mí, añadiendo: “La libertad es parcial e inexacta, siempre es libertad condicional. Es un concepto imperfecto, o, mejor dicho, incorrecto. Es muy poco para mí, una palabra hueca y vanamente inflada, trivial y fanfarrona, sin substancia”, y bien, si no quería la libertad, “¿qué es entonces lo que quiere?”, le pregunté, y me dijo: “Lo duro y contundente, lo compacto, lo lleno de su peso, un pedestal de roca sobre el cual levantarme, lo absoluto: la libertad no la quiero; yo quiero lo inevitable”, al oír lo cual mostré curiosidad sobre cómo podría conseguirlo en este mundo inestable y sin firmeza, y él dijo: “Quiero que me condenen a prisión de por vida. Deseo que me metan en la cárcel con sentencia de cadena perpetua”, y yo observé qué sólo cometiendo un gran crimen lo podría lograr, pero me interrumpió con sus comparaciones entre la libertad y lo inevitable, que para él eran equivalentes a estar fuera o adentro de la cárcel, “¿qué es una casa?”, dijo, “¿frente a una celda con sólidos barrotes? ¿Para qué una ventana sin barrotes? Una ventana sin barrotes miente. Al lado de la cárcel, donde no hay adornos ni cortinas, decoración ni pósters, manteles ni relojes, una casa es como una pajarera, una jaulita adornada o una pecera en la mesa de la sala. Un destino de juguete, un cadáver de peluche, un dios a pilas. Una casa no tiene genuina realidad”, pero uno puede entrar y salir de ella si quiere”, aduje, “nadie entra ni sale de donde quiere ni a donde quiere, ¡nunca!”, me escupió, “no existen hombres libres”, afirmó, pero esta parte de su teoría a mí me parecía un poco floja, “no necesito un nombre, yo sólo quiero un número, no me merezco nada más que un número, ¡un número, sólo eso! El resto son leyendas, es mala poesía”, dijo, y le pregunté entonces si dentro de la prisión por fin descansaría, si una vez encerrado sentiría cumplida la justicia en su caso y al fin se quedaría satisfecho, “adentro, una vez adentro, con todo ya consumado, quizá querría otra cosa”, imaginó él en voz alta, “algo más completo aún, algo más definitivo, que me reduzca a cenizas, un gran fuego que borre y purifique, un diluvio que lave mis huesos de todas las mentiras de este mundo: yo quiero lo absoluto, lo mejor, lo perfecto, la destrucción, la nada, yo tengo hambre de nada, sed de nada, tengo gula y lujuria de la helada implosión que quemaría los aires dejando ciego al espacio con el golpe final de su luz blanca, quiero pelarlo todo hasta dejarlo en la pura osamenta de un leproso, quiero desintegrar hasta vaciarlo cada átomo del agua y de la tierra”, “¿es decir?”, pregunté entonces, “¿qué aún mejor que la cárcel sería para usted la tumba?”, “no”, me dijo, “no existe lo mejor, lo que existe es siempre lo peor, lo mejor es lo que no existe, lo mejor es sólo eso, es lo-que-no-existe”, y se miró las manos un instante antes de continuar: “En la existencia ya hay de por sí un exceso, algo injustificable, superfluo, hueco, estúpido: nacer es antiestético; no existe otro acto que sea de tan mal gusto”, “bueno”, dije, “nadie tiene la culpa de nacer”, “no, claro que no, ni nadie tiene la culpa de ser imbécil, feo o despreciable, pero eso no impide que lo sea”, escupió él, y, al sentir su fondo de violencia, estando ambos a solas, un ligero temor me rozó de costado como por una asociación de ideas que él, antes de que yo mismo pudiera detectarla, hizo audible preguntándome: “¿Qué era lo que usted me había dicho antes de que le hablara de la pecera y de la pajarera?”, y repliqué que yo le había dicho que para conseguir ser sentenciado a cadena perpetua tendría que cometer un grave crimen, pero entonces “¡No!”, me gritó en la cara El-Hombre-Que-Quería-Que-Lo-Encerraran-En-La-Cárcel, “¡No!”, me gritó como un loco de nuevo, “¡no, no, no! ¡Usted no entiende, usted no me ha entendido ni me entenderá nunca! ¡No!”, y se puso de pie, agitado y furioso, diciendo un “¡No!” brutal de tanto en tanto, y yo me limité a esperar que se calmara. El hombre al que yo no había comprendido hacía gestos raros mientras paseaba por el recinto estrecho de su cuarto, pisando ruidosamente las baldosas. Luego dijo: “¿Acaso no ve usted que cometer un crimen para que me condenen no tendría sentido, que quitaría a mi encarcelamiento lo que deseo yo, que es su sentido? ¿No le he dicho que quiero lo absoluto? ¿No ha sido usted capaz aún de darse cuenta de que sólo podría saciarme lo perfecto? No quiero ir a prisión por nada que haya hecho, sino por existir. Mis actos sólo son un accidente, una extensión de mí mismo, un simple apéndice; no quiero que condenen mis actos, sino a mí. No empañaré la limpieza de mi juicio y mi castigo proliferando en acciones que distraigan al verdugo de lo que debe extirpar: el intolerable absurdo de mi existir. No pido cárcel por lo que hago sino por lo que soy; no, no por lo que soy: yo exijo la cárcel porque soy. Debo expiarme a mí” Entonces quedó en silencio. En las dos horas siguientes no le arranqué más que algunos monosílabos sin deseo de tener ningún sentido. Oscurecía. Me levanté para irme. En el umbral, antes de salir del cuarto, lo observé durante unos minutos. Él tenía los ojos fijos en la pared. Ninguno hablaba. “No lo conseguirá”, le dije al fin. “Ya lo sé”, me replicó enseguida, secamente, y cerró la puerta con el pie, sin mirarme.
Montserrat Álvarez
Vereda de La Bodega, Barrio Las Mercedes, Asunción,
Viernes 24 de diciembre de 2010, 10 de la noche.