martes, 5 de junio de 2012

DIRECCIÓN GENERAL DE PROYECTOS

(Versión debidamente corregida ahora mismo. Excusas encore.)

La Boca del Infierno


DIRECCIÓN GENERAL DE PROYECTOS

Nuestro Equipo se reunía regularmente con el objetivo de «abordar» lo que, con aberrante pedantería y desesperado afán de asirnos a una sombra risible de lo que para nuestros obtusos hemicéfalos era la «respetabilidad» ―ilusoria― de la que creíamos haber gozado en nuestros respectivos lugares de trabajo anteriores, llamábamos «una tentativa de análisis teórico de prácticas concretas», sin duda con la misma jactancia terminológica con la que a su propio pero igualmente necio y feo estilo intentarían ennoblecer sus correspondientes sesiones grupales los demás miembros de los diversos Equipos de Trabajo reclutados por la DGDPRCI desde que comenzamos este proyecto estúpido.

Aquelarre de Goya


Una de las apagadas medianías que integraban nuestro Equipo logró bañarse con una débil luz de originalidad mal entendida al señalar que las mujeres estaban curiosamente ausentes en el «diseño» del «programa» (la torpe criatura se expresó en esos términos). Para no verme opacado por su argucia, me investí a mí mismo con la dudosa dignidad de adversario suyo en lo que prometía ser un tedioso debate lleno de nefasta seriedad. Sonreí al escucharlo con hastiado desdén y, tras un suspiro lleno de ofensiva paciencia, con el aire de quien se sacude la modorra por el penoso deber de disipar los errores ajenos, protesté y procedí a discutir ensartando una vacuidad tras otra tan brillantemente como si el tema me importara algo.

Mi oponente provenía, por su manejo de ciertas estadísticas, del «momento de la toma de consciencia feminista», lo que me facilitó hacer que pareciese a los ojos miopes de mi escaso auditorio que yo había decidido contrarrestar las extemporaneidades que sus ideas obsoletas pudieran introducir en nuestro Equipo, impidiendo que el refrescante entusiasmo de un lúcido amateur como era yo se viese «ralentizado» por los aires de sarcófago de ciertas universidades europeas en las décadas de los sesenta, los setenta o los ochenta del hacía tiempo superado y felizmente extinto siglo XX.

Conseguí que se acobardara ante mi empuje y obtuve a cambio el triste privilegio de que se me encargara definir rápidamente un propósito, un campo y una metodología, pues la DGDPRCI exigía resultados inmediatos.

Tras lo que llamé con parsimonia mis «confrontaciones de tesis opuestas», y que fueron sesiones consagradas prioritariamente a aullar hits de Aerosmith mordisqueando cheeseburgers mientras pateaba mi escritorio y mascaba chicle deformando mi cara para parecer Steve Tyler con espeluznantes muecas y haciendo estallar sobre ella (id est, sobre mi cara) los globos «pink flamingo» con cierto seco ruido exquisitamente nítido, compacto y límpido (raro talento que es, en realidad, el único que tengo), «reformulé» en términos «quizá un poco menos convencionales de lo que es habitual en ámbitos académicos», como dije con una sonrisa cortés llena de fingida timidez malévola y dirigida con farsante deferencia a mi ya bastante aplastado contendiente a fin de extremar delicadamente su humillación para llevarla a un grado más sutil, más perfecto y más sublime, «la propuesta anterior», anunciando que debíamos concentrarnos en el análisis del ámbito, hoy andrógino pero siempre simbólicamente femenino, de la cocina «en sus tres facetas complementarias de significante artístico, de realidad sociocultural e histórica y de concepto». Dicho esto, estornudé con gentileza y gracia mientras mi alma ardía en locos deseos de estrangular a alguien hasta matarlo, empezando por mí mismo. «La cocina», expuse en tono aclaratorio a nuestro Equipo del Tercer Círculo organizado por la DGDPRCI, «por su relación, como necesidad básica, con la experiencia humana en sus aspectos más universales, será la “noción-guía”» (sí, yo cada mañana orino un neologismo) «del trabajo, evitando respuestas estereotipadas al “dejar el habla” a los misterios ordinarios y humildes, profundos y ancestrales, de las prácticas cotidianas».

Sé que se están preguntando si soy un genio o un imbécil, un tipo en el fondo bueno pero desesperadamente enfermo de hastío o un verdadero monstruo. Por ser todo eso y más he llegado a ocupar mi posición actual: gracias a lo mejor y a lo peor de mí mismo, puedo afirmar, y créanme que no me río al decir esto, aunque la frase siempre me dio risa, que tengo mi futuro asegurado.

Guerra laboral damasatánica


Después de mi primer paso en el dominio de tan horrible terreno, que me niego a llamar «intelectual», como era el del posible aporte de nuestro Equipo al vacuo e inane proyecto de la DGDPRCI, se delegó en mí la responsabilidad de definir «puntualmente» (que barbarismo ridículo) los «lineamientos centrales» (mejor me callo) para «trabajar en el concepto» (tales libertades en el uso del verbo «trabajar» me hacen fantasear con ardor en la delicia de que alguien suelte semejantes gansadas justo al pasar delante de algún edificio en construcción para que los albañiles la emprendan contra nosotros a ladrillazo limpio desde lo alto de su andamio).

Como soy de una petulancia espléndida, tras algunas «jornadas de revisión de fuentes» y «brainstorming solipsista», como las llamé, condescendiendo a mostrar un retorcido humor para hacer a mi auditorio «bajar la guardia» con engañoso alivio ―jornadas consistentes en fumar haciendo poggo al ritmo del justamente desconocido grupo de hardcore galés Budistas Terminales, con letras en una especie de sánscrito adulterado salpicado de algo que parece el croar de un sapo enorme y que se supone que son ancestrales obscenidades en griego―, declaré que «nuestra metodología sería la propia del campo de estudio de las representaciones y los comportamientos sociales».

Goya


Como sin duda ya sabe el lector (esto, por si alguno fuera un poco más lento, no es sino una insolente ironía), es usual ilustrar dicho campo de estudio explicando que el análisis de lo que difunde la televisión corresponde al estudio de las representaciones sociales, y el del tiempo pasado por la gente ante el televisor, al de los comportamientos sociales.

Otra cosa es, por supuesto, lo que hace la mente de cada uno con lo que ve en la tele. Podemos observar y dominar las representaciones y los comportamientos, pero no el interior de la mente. Lo exterior nos pertenece por entero. Conocemos todos nuestros productos, sean estos zapatos o ideas, y todos los detalles de su asimilación exterior. Pero lo que hace la mente del sujeto con esos productos, sean televisivos, publicitarios, comerciales o de cualquier tipo, no es observable. Ni siquiera los propios sujetos suelen saber qué hacen realmente con ellos, ni cómo ni por qué lo hacen. La producción, en suma, es fácil de estudiar, pero el consumo en el fondo es enigmático.

Utilizamos datos y variables concretos, diagramas, porcentajes, segmentos, todo lo que podemos utilizar para tratar de sentir que nuestro objeto de estudio es tan abierto a nuestra observación como si se tratara de un trozo de papa expuesto sobre una mesa de laboratorio, pero eso en realidad no es ningún alivio (a menos que uno sea un verdadero iluso o un zoquete y se trague sus mentiras, que ni siquiera son suyas). Buscamos la manera, desconocida en la mayoría de los casos para el propio sujeto, que cada sujeto tiene de usar los productos de esta economía que en apariencia lo domina todo, pero que, sin embargo, no puede conocer ni controlar esa zona de niebla y de penumbra del destino final de sus productos. Y que, por ende, tampoco puede conocer, ni prever, ni controlar, su propio destino.

Escher


Haremos «focus groups», investigaciones, experimentos, obtendremos detalles, cifras, estadísticas, procesaremos datos con afinadísimos programas y cada vez mejores computadoras pero nunca lograremos ni disipar esa niebla ni barrer esa penumbra. Los problemas se pueden resolver, pero el futuro ―el mío, el tuyo, el de la sociedad, el de la industria― no es un problema. Es un misterio. Siempre lo ha sido. Y los misterios no pueden resolverse. No es su naturaleza. Creer lo contrario resulta de una crasa confusión en materia de conceptos y definiciones.

¿Qué oculta la superficie de los comportamientos sociales? ¿La garantía de duración de nuestro mundo actual? ¿El germen de su fin? ¿Cómo saber lo que realmente hacen los consumidores con las representaciones que se les dan? ¿Y si no es lo que se cree? ¿Aun si no se lo proponen? ¿Aun sin saberlo ellos mismos? El conocimiento de lo exterior, por completo que sea, solo es exterior. ¿Y el «adentro» que escapa a las encuestas, y el lado que a cada uno se le escapa de sí mismo? El poder solo es completo cuando el saber es completo. Poder es control, y no se puede controlar lo que se ignora. Nadie reina sobre lo desconocido. ¿Qué poder está seguro si es un poder incompleto?

Un desconocido escribe nuestra historia y nos hace soñar cuando dormimos. No figura en bancos de datos ni responde encuestas. Y no sabemos a dónde se dirige, pero hacia allí nos lleva. A cada uno de nosotros por separado y a la pastosa masa que somos como especie y como sociedad en civilizado y solemne montón. Nadie puede saber esto hasta que no es ya demasiado tarde para detenerse. Así funciona un misterio. Es su lado aterrador.

Demasiado tarde


¿Conocen, imagino, la doctrina calvinista de la praedestinatio? ¿O bien (vendría, menos directamente, a ser lo mismo) tienen alguna idea de lo que significa, en el mundo de la tragedia griega, la anankhé, o la fatalidad? No se preocupen, puedo explicárselos. No tengo absolutamente nada mejor que hacer.

Los brazos extendidos de la Anankhé rodean el universo. Dios, desde el inicio de los tiempos, ya ha decidido quiénes se salvarán y quiénes no. Uno decide algo y, sin entenderlo, termina haciendo justo lo contrario. En algún sitio uno ya sabe el final de esta historia; solo que no sabe lo que sabe, ni sabe que lo sabe. Y por este no saber a uno lo arrastra el destino. No se puede controlar lo que se ignora, y sin conocimiento no hay poder.

El saber de lo fatal es un saber desmesurado, quizás en desajuste con toda vida posible. En todo caso, siempre en desajuste con la vida en una sociedad que para proseguir con su funcionamiento requiere fe en la quimera de que el destino se elige y se conquista. Esta quimera permite desayunar, ejercitar la voluntad y el arbitrio, trazar planes, tener propósitos, creer en calendarios y relojes, albergar deseos, argumentar con lógica, concebir lo posible, buscar conocimiento, contraer matrimonio, tener prole, votar por un partido, usar agendas. Quimera y delirio que solo se termina en un primer y último instante de lucidez, un instante tan breve que no interfiere con el orden de las cosas, un instante que solo al término del vivir se puede dar, porque vida y lucidez no son cosas compatibles.

El saber de lo fatal pertenece al viejo y terrible universo de lo salvaje, de lo loco y de lo bárbaro, y no tiene cabida en la civilización. Merodea en torno a la polis humana y desde su destierro nos envía señales distorsionadas e inútiles advertencias deformadas, jeroglíficas, en forma de raros gestos y muecas incontrolables, de torpezas traicioneras y de secretas caídas, de indescifrables tropiezos y de sospechosas trampas, de errores asombrosos y suicidas que, sin embargo, siguen una secreta lógica hecha de intentos fallidos y de absurdos abandonos, de lapsus y de ideas foráneas y de sueños. Es la voz de un saber loco, que a veces no expresa tan solo en la desdicha solitaria, privada, inconfesable de un individuo aislado sino que se alza en esas prodigiosas formaciones construidas con la locura y los sueños colectivos de toda una época en sus relatos y en los mitos de su arte, en su música y sus guerras, en su poesía y en sus crímenes, en sus vicios y en sus enfermedades.

Dirección General de Proyectos. Un puro sinsentido. Pero nuestro trío, el Equipo de Trabajo ocupado en la reforma proyectada para el Tercer Círculo, se reunía, como ya señalé, regularmente, igual que lo hubiéramos hecho en nuestras anteriores posiciones como profesionales y, en general, en nuestras vidas: hacíamos como si todo valiera la pena y no fuera un absurdo. Y otro tanto hacían, claro está, por su parte, el dúo del Segundo Círculo, el Cuarteto del Cuarto, el Quinteto del Quinto, el Sexteto del Sexto, el Septeto del Séptimo y el Octeto del Octavo. En cuanto al misterioso Encargado del Primer Círculo, al que nadie había visto desde que empezó el proyecto de la DGDPRCI, ignoro cómo se las arreglaría en sus jornadas de trabajo sin cómplices ni adversarios y, de hecho, sin nadie fuera de él.

El misterioso encargado


Después de lo que acabo de decir, si hay aficionados al Dante o al Play Station entre los hipotéticos lectores, ya sabrán dónde estoy. Dirección General de Proyectos de Reforma de los Círculos del I. No quiero poner más que «I». Además, en realidad mi vida aquí no es mucho peor que la que tuve en la tierra. Y mi trabajo se parece mucho. Cabe decir que no he cambiado ni siquiera de puesto en mi oficina. Se asombrarían si vieran cuánto ha llegado a parecerse nuestro mundo a este mítico y teológico lugar.

Por otro lado, los adeptos de la causalidad atribuirán mi repelente carácter al lugar en el que estoy, o establecerán la relación causa-efecto opuesta y atribuirán mi situación, merecida, a la odiosa naturaleza que mis malos modales permiten entrever. Y los amantes de la dialéctica pensarán en un círculo vicioso de mutua influencia entre el lugar y yo. Premio para Aficionados al Dante y Adeptos de la Causalidad. Amantes de la Dialéctica: no he cambiado mucho desde que vine aquí, debido a que, como todos en este lugar comprendemos tarde o temprano,  como ya les dije hace unas líneas, casi nunca, si acaso alguna vez, he vivido en un sitio diferente. Sigan participando.

¿Ven por qué propuse tan grasiento y penumbroso tema como guía? Tiene que ver con lo fatal, con el consumo, con lo incognoscible que escapa a todo posible control y a todo poder. En suma, con el pecado. Lo cual significa, desde luego, que se relaciona deliciosamente con el atroz enigma del placer.

En la cocina se prepara la satisfacción de una necesidad, sea hambre o apetito, y toda satisfacción da placer. Ahora bien, la satisfacción, por otra parte, devuelve a cuerpo y alma el equilibrio. Pero eso es muy poca cosa, como creo que todos sin excepciones reconocerán. Necesitamos un placer que sea más que placer, que sea a la vez miedo, pena y dolor. Deseamos un placer que no tenga otro límite que el de la propia muerte. Buscamos y aullamos de ansia por un placer que posea tal grado de tortura constante que el mismo miedo a esa muerte siempre esquivada pero siempre ubicua lo tenga siempre hambriento y siempre alimentado. Corremos detrás de esto. Nunca nos detendrá el hecho de que las fronteras entre el placer y su más allá ciego, su irrefrenable y letal exceso loco, que es la propia muerte, sean confusas e inciertas. No, no nos detendrá, porque cuando el cuerpo busca gozar, no puede tener límites. El cuerpo no tolera ningún límite. Por eso lo amamos y lo asesinamos. Somos entre todos los peores animales, somos los verdaderamente diestros en sufrir. Entre nuestros inventos, el único que me inspira un asombrado respeto es la monstruosa destreza para el sufrimiento ilimitado. Sin el cual, por otra parte, no hay placer para nosotros. A esto fuimos condenados desde nuestra creación. Es nuestra anankhé. Nos amasaron con este barro que es el de nuestro sepulcro, nuestra praedestinatio. Jugamos todo el tiempo al filo de la muerte porque nunca sabríamos hacerlo de otra forma. Porque así fuimos hechos. Burlamos a la muerte y reímos cada día creyéndonos a salvo antes de despertar a la amarga resaca y tener que apartar de nuevo estos terrores sin poder apartarlos realmente por completo ni una sola vez. Reír es el delirio de aquel que sufre tanto que debe enajenarse de su propio sufrir y terminar riendo para enterrar su pena. Pero el dolor y el miedo siguen ahí, enterrados debajo de la risa, y entonces tenemos que reír aún más fuerte, porque cuando escondemos algo que es de verdad insoportable no podemos detenerlos sin correr el peligro de recordar que existe.

El cuerpo nunca tiene suficiente placer. Por eso nadie sabe dónde ha de detenerse. No existe ninguna fórmula eficaz para saberlo. Lo que nos empuja más allá de toda dicha y toda satisfacción real, siempre un poco más al filo resbaloso del terror y de la destrucción, mientras crece con ello nuestro goce, mientras se hace más ruidosa cada vez nuestra alegría profundamente triste y aterrada, mientras se infla cada vez más nuestra febril ilusión de haber burlado el desastre, es un impulso mortífero. Algo que se dirige en silencio hasta un punto en el cual no seremos capaces de distinguir si ya hemos cruzado, o si todavía no lo hemos hecho y podemos seguir jugando un rato más, la frontera mortal.

Nadie sabe dónde ha de detenerse


Entonces, de golpe, como un muñeco que se desarma al cortarse la soga que lo sostenía desde atrás del cuello, como un pie enfundado en lustroso zapato que resbala en un piso encerado y rompe huesos y cráneo del bailarín dislocado con un baile grotesco que es la broma final, con una risa idiota que atraganta un bocado y mata con asfixia entre el bullicio iluso de un festín de borrachos que no ven el cadáver hasta el día siguiente, así, como payasos, sin tiempo de decir adiós ni de protestar ni de asirnos a nada ni de gritar siquiera, perdemos pie y caemos con rapidez de vértigo al fondo de lo oscuro para siempre jamás.

La noche anterior a mi muerte soñé que un coche había atropellado a alguien. Yo corría detrás de él, violentamente indignado, buscando leer la placa para denunciar al asesino. Alguien, a mi lado, tan furioso como yo, también corría, persiguiendo conmigo al criminal. De pronto, el asesino paró el coche. Ya llegábamos casi hasta él, sin aliento.

La puerta del coche se abrió. La pierna del criminal miserable salió y pisó el asfalto y el desconocido apareció de perfil y bajó. Y entonces desperté. Ya despierto, luché todo ese día, obsesionado, por evocar su rostro. Y por evocar también el de mi aliado, que corría junto a mí para vengar al muerto y al que no pude ver. Y por evocar el rostro del muerto, que tampoco había visto. Pero no pude recordar absolutamente nada de lo que ansiaba saber. Muchas horas más tarde, pero ese mismo día, y ya en la vida real, sucedió justo lo mismo que me advirtiera mi sueño. Un atropello, un coche, un asesino, un cadáver. Y desperté para siempre. Pero tampoco ahora sé ni quién me mató ni quién me defendía.

En fin, como se puede ver con suma facilidad, en el fondo no hay mucha diferencia. Supongo que, en ambos sueños, todos fuimos uno solo.



En el fondo no hay mucha diferencia






2 comentarios:

Unknown dijo...

http://www.youtube.com/watch?v=SdqY2a9iRXw

J. S. dijo...

¿capitán del equipo "aficionados al dante y al play station", supongo? premio compartido con "adeptos", como usted sabe.