viernes, 24 de febrero de 2012

LOVE WILL TEAR US APART


Veo a Michel riéndose divertido una tarde mientras limpia con su pañuelo los cedés que no sonaban por estar, según afirma con toda la cortesía posible, abyectamente sucios de restos de mermelada, o tal vez, teoriza, de miel o de melaza, o, por qué no, de dulce, sea éste de leche, de batata, de mamón o de guayaba. Lo veo caminando y conversando a mi lado mientras vamos los dos en busca de cerveza por el barrio. Veo a Michel durmiendo en el sofá, pocos días después de haber logrado huir del manicomio, mientras piensa en la forma de volver a su casa sin arriesgarse a ser encerrado de nuevo. Veo la gentil sonrisa cómplice cuando deja asomar la paradoja detrás de lo que afirma abiertamente, y la breve y preciosa intimidad al calor de ese ingenio compartida. Veo cierta noche en un tenebroso pub del centro de Asunción, sentados muchos a una larga mesa y pidiendo y pidiendo más botellas, en extremo contentos por algún motivo que ahora no recuerdo, o, más probablemente, sin motivo, y Michel y yo a un lado, hablando de muy extrañas cosas que no pienso olvidar, ni comentar tampoco. Veo la gastada escalinata de blancura leprosa, o lunar, o marmórea, y la altísima puerta del umbral de su casa. Lo veo llegar a visitarme, de pie en la entrada de la casa de mis padres, alto él también y vestido, como en general fue siempre su costumbre, con esa, más que discreta, velada o inadvertida, o nada llamativa, inasible cualidad que, en una multitud, señala al aristócrata, la piel tan blanca como su camisa de cerrados puños y alto cuello. Michel el dandy, Michel el indigente, Michel el impecable y, al fin, Michel el loco.

Las noticias policiales hablan de él como de un “extranjero indigente”. Michel era de nacionalidad, en efecto, brasileña, pese a que él siempre será uno de los motivos misteriosos —misteriosos, al menos, para mí— por los cuales solo en Paraguay puedo sentirme en casa, sin tener que renunciar, por ello, a la libertad de sentirme extranjera aquí y en todas partes —como él, creo, también se habrá sentido a su modo, pues el gastado tópico del “extraño”, el “outsider”, en Michel con frecuencia parecía real. Nadie tenía ni tiene —ni yo tampoco— el nivel de dominio, de entendimiento y de penetración de Michel en materia filosófica en toda esta ciudad, y murió precisamente como el filósofo que era hasta los huesos, es decir, como un paria, y sin nada de todo eso que suelen llamarse “honores”.

Los vecinos del lugar, interrogados por la policía, lo describieron, según dicen los diarios, como un vagabundo sin techo o un mendigo que merodeaba por la zona. Debió ser el mendigo más culto y elegante de la historia. Las breves notas de la sección de “Policiales” de la prensa insisten en señalar que lo único que tenía consigo era su cédula de identidad. Fumador compulsivo, no había en sus bolsillos ni un encendedor ni una caja de fósforos. Escritor minucioso, no llevaba ni un papel ni un lápiz ni un bolígrafo. Nada más que esa cédula, la última defensa del sospechoso contra la policía. No tenía billetera, ni reloj, ni celular. Es lo más digno que he escuchado nunca. 
Veo la escena. Sigue existiendo aún, entre los muros de la polvorienta casa de la calle Caballero. Mejor dicho, ahora existe, si cabe, más que antes, solo que, sin dejar de ser la misma, es, en cierta forma insidiosa, sutil, ya otra escena, una escena espectral, sin tiempo, sin ayer, sin mañana, sin antes ni después, tal como si, por ejemplo, una sonrisa inocente, pura y encantadora, sin perder todas esas cualidades, se hubiera quedado como trágicamente congelada en un rostro, alcanzando así, por una parte, existencia perpetua, pero obteniendo también, por otra parte, debido a esa fijeza antinatural, poco a poco, conforme la miramos más detenidamente, un matiz ligero de algo hasta entonces en ella desconocido, el atisbo impreciso de algo borroso y poco familiar, un vago aire como de mueca ambigua. 
La escena se repite ya incesantemente, para la eternidad, en aquel mismo viejo dormitorio que fue primero el del niño, luego el del adolescente y, finalmente, el del hombre solitario. Veo en él a Michel, al fondo de la gran mansión decrépita, en medio de la ruina inevitable saludada por las risas psicóticas de los secretos fantasmas familiares barriendo con el viento feroz de la locura las enormes estancias desiertas, las ventanas cerradas por las que nunca se veía el mundo, los altos techos donde el eco traidor gritaba con voz grotesca los pensamientos ocultos, el delirio geométrico de las antiguas baldosas cubriendo hasta el último rincón con sus monótonos, fatales laberintos. 
Cuando se pone el sol, el fuego brilla más. Veo la pasión brotar incontenible, como si fuera sangre de una herida, en medio de la penumbra del reino crepuscular que heredara Michel. Veo la juventud y el ansia de vivir y escucho la música. She’s lost control again, pero lo que ninguno sabía en ese entonces era que el que no pierde el control lo pierde todo. Veo el pulso frenético del baile sacudiendo los brazos irresistiblemente, Love will tear us apart again, llenando el dormitorio de desesperación y de belleza, de exaltación y alegría, el baile que fue quizá presagio despreocupado del póstumo braceo de la muerte en el río.
Michel murió sin nada en los bolsillos, salvo su cédula de identidad. Desde que Heráclito, habiendo nacido rey de los efesios, viviera y terminara sus días como un mendigo, y desde que Diógenes, siendo ciudadano por derecho, prefiriera la libertad de vivir en la calle como un perro, no recuerdo a otro filósofo, desde la Antigüedad hasta el presente, que haya sido capaz de llegar tan lejos como llegó Michel. Al entrar en el río y perderse de vista, sin posesión alguna, mucho de lo que en él podía morir ya estaba muerto, hasta el último harapo y la última moneda. Las aguas terminaron de lavar a Michel Maidana de cuanto de mortal aún pudiera restarle. Ya solo queda de él aquello que no muere.






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